viernes, 12 de diciembre de 2014

Llega diciembre

Cuando comenzaba el verano las parejas iban a estudiar a los parques de la universidad para los últimos exámenes. Creo que alguien hacía coincidir a propósito los exámenes con la canícula de diciembre; así que para estudiar al fresco todos tenían que guarecerse en la sombra de los árboles. De todos modos, con canícula o sin ella, después de las fiestas y de los exámenes el día duraría lo mismo, pero parecería más largo porque la noche sería más fresca y más apropiada para salir a pasear o hacer dos veces lo que a uno le gusta.

A veces pasar un curso era como experimentar de nuevo la sensación de desprendimiento y de confianza de la niñez. Y de manera especial si las dificultades del curso habían sacado lo mejor de uno, cuando incluso creías que no lo tenías. Así se renovaba la confianza para el año siguiente, que parecía lejano y glorioso, y cuando la emoción era muy grande uno quería empezar a estudiar al día siguiente.


Pero uno también se creía con derecho a divertirse. Con los chicos del colegio salíamos siempre a alguna parte dependiendo de nuestro dinero. Eran fiestas de días, que nunca terminaban y a la mañana siguiente empezábamos a tomar tan temprano que no podíamos saber si habíamos dormido. Es tan insólita la sensación de vacío después de beber que a veces, honestamente, es preferible seguir bebiendo. 

En casa los preparativos estaban repletos de confianza. Los abuelos daban por descontada la presencia de todos, y cuando alguno pasaba la Navidad lejos de casa ellos sufrían mucho y estaban intranquilos. Recuerdo que habían años en los que alguien no tenía nada para dar. En la casa siempre habían niños y era difícil no regalarle nada a quien había compartido tu techo y tu mesa y te había obsequiado su confianza y se había mostrado especialmente servicial durante los últimos meses. Se sentían desgraciados y se encerraban en su habitación; no salían hasta que los abuelos lo mandaban a llamar, minutos antes de las doce. El abuelo nos había enseñado que no había excusa para no trabajar, y menos en las últimas semanas del año, cuando toda la gente estaba detrás de algo.


Después me pareció que conforme los abuelos envejecían empezaban a maravillarse de algo que había pasado desapercibido a sus ojos: que también era posible que sus hijos y sus nietos fuesen diferentes y pensaran de otro modo, y que a algunos la responsabilidad o el amor les tomaría más tiempo. Pero para ese momento, ya todos habíamos absorbido las primeras ideas del abuelo. Parece que siempre llega un momento en el que uno se parece a sus padres y abuelos.

Nos asemejaba a nuestros vecinos la forma de obrar, de pensar, de dormir, incluso la manera de celebrar, de pensar la vida. Después de tantos años conviviendo nuestras diferencias se habían ablandado y si alguien llegó al barrio con costumbres muy diferentes hace ya mucho que las había olvidado.

Todos los vecinos colocaban sus luces durante los primeros días de diciembre si todo andaba bien, y unos días antes de Navidad si los asuntos no marchaban. Y viendo la hora en la que encendían sus luces sabíamos si en aquella casa habían tenido un buen año, si todos permanecían unidos, o si alguien se había marchado.

Todos comíamos después de las doce tras abrir los regalos; Navidad era el único día del año en el que los niños tenían permitido salir antes y después de la cena, siempre que no se alejaran del barrio. La cena era sencilla: pavo (a veces lechón) con ensalada, papas y arroz, vino y champagne, tamales o humitas y panetón con chocolate. Pero antes, unas horas de sueño por la tarde. Al día siguiente teníamos la obligación de levantarnos muy temprano a limpiar la casa para tener contento al abuelo y recién podíamos salir a la calle a estrenar nuestros regalos.

Mientras éramos niños no dejamos de visitar ninguna Navidad a los bisabuelos. Aquello se convertía en una segunda Navidad, pues ese día toda la familia que andaba desperdigada por la ciudad tenía la misma idea de ir a ver a los bisabuelos. Y estoy seguro de que mis abuelos no lo planificaban, porque al igual que mi abuela todos estaban muy ocupados con sus propias familias, y creo que también habían olvidado que vinieron a este mundo como hermanos.

De la universidad no volvíamos a saber hasta marzo o abril; era muy raro que alguno llevara cursos en verano (hablo por mis amigos y la gente que conocí). No podría asegurar en qué se nos iba la vida tras las fiestas, pero todos andábamos muy ocupados. Los días eran aparentemente más largos y el tiempo transcurría muy rápido, pero los sentimientos se acumulaban en alguna parte para aclararlos durante el año.

De vez en cuando algún amigo, alguien partía, pues habían lugares dentro de uno que solo podías conocer yendo muy lejos. Pese a todo, nos alegrábamos por su partida, y unos días antes la pasábamos bebiendo como unos condenados. Luego tomaba tiempo acostumbrarse a la vida, pero al cabo de un tiempo incluso la vida se curaba a sí misma, y una generosidad repentina nos invadía a todos.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Chino de mi barrio

Mi abuela opina que yo tengo un parecido con el chino de la televisión. Con este chino que sale todas las noches, no muy tarde, y sonríe más que reírse. Con este chino que le toma el pelo a casi todos y que a veces organiza campañas para ayudar a los que están en apuros, a los que la pasan mal, a los desfavorecidos, los mismos que vienen de todas partes a colmar las gradas de su set mientras el escenario se llena con los productos de sus auspiciadores, a los que 'no les queda más que portarse'.

Puesto que mi abuela lo dice, este chino debe ser mi alma gemela. Con sus cabellos negros y sus barbas desaliñadas, sus lentes oscuros y su variedad de peinados que no obstante parecen siempre el mismo, y sus inmensos ojos que parecen más grandes mientras más angostos. Y yo solo conocí a otra persona con estos mismos ojos.

Y porque mi abuela lo dice, yo debo creerlo. Ella, eternamente sentada en su sillón de tela, junto al comedor, al lado de la cocina, frente al televisor, en la misma pared que el almanaque y el reloj, cerca del pasadizo, ella, a cuyo lado yo me siento a veces pero no sin antes advertirle: Abuela, sin chismes. Y mi abuela asiente, pero al rato comienza a contarme las novedades del barrio como si fueran pedacitos de noticias, que yo sé que son chismes. Yo no los querría disfrutar, pero lo disfruto, y ella me dice de repente: Este chino tiene un aire a ti, hijo. 

Yo no sé quién pueda parecerse a mí, por lo torpe que soy para las cosas simples, por lo decidido para las grandes. Yo creo más bien que mi abuela aspira a que yo pueda aprender algunas actitudes del chino. De este chino a quien vemos a diario y que para nosotros es un buen guionista, un actor sobrio, un honesto columnista. ¡Acaso lo fuese yo! Y ahora me doy cuenta de que puede que mi abuela piense un poco demasiado bien de mí.

¿Sabrá mi abuela que hace muchos años un papel del chino me cambió mi nombre para siempre? ¿Cómo me llamaba yo antes? No es posible que yo haya olvidado quién era y lo que hacía antes. Bueno, pero yo tengo que dejar sentada mi opinión. A mí el chino me parece un buen hombre, y me parece además—al fin y al cabo somos como hermanosque brinda lo mejor de sí, desde donde está, por hacer lo que está a su alcance. Y yo creo que esto es lo mejor que puede hacer un hombre.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Mi cuarto

Al fin nos hemos decidido a cambiar el orden de las cosas de mi cuarto. Quebrantar el antiguo régimen, impuesto un poco al azar, en el que los objetos empezaban a escalfarse: la cama se había amodorrado y se negaba a moverse y el viejo armario detestaba entregarme lo que guardaba en sus compartimientos.

Y yo he convocado a un niño, sí, a un niño: los niños son los trabajadores más entusiastas: una vez que se les señala el camino, te seguirán hasta el fin. Así es como mi hermano y yo —mi hermanita no; ella se retuerce de estas labores mundanas— removimos lo innecesario; barrimos, trapeamos y enceramos el piso; cambiamos las fundas de los cojines, y las sábanas y colchas de la cama; quitamos el polvo de las superficies así como el polvo que se oculta debajo de los objetos; echamos una mano de pintura; cambiamos la cortinas tal como nos enseñó el abuelo; encajonamos la ropa y dispusimos los muebles de una manera revolucionaria, que estamos seguros nunca fue vista antes.

La cama la pusimos frente a la ventana, para prodigarnos luz por las mañanas y una suave brisa al dormir. Colgamos unas cortinas blancas repujadas con hojas y flores. Llevamos hasta un rincón nuestros zapatos, muchos de ellos abandonados por su pareja, y como se sentían un poco avergonzados, arrastramos hasta allí la cesta de la ropa sucia, para ocultarlos. Nosotros solo usamos, a fin de cuentas, uno que otro calzado, que nos espera puntualmente debajo de la cama. Construir un mueble para administrar los zapatos nos parece mucho trajín y complicarnos.

Luego echamos una mano de pintura, de un color que preferimos ocultar. Como retiramos la cama de su viejo rincón, ahora esa pared nos parece muy amplia, aburguesada, distante, limpia. Y se nos ocurrió poner un cuadro. Sí, un cuadro, acaso de Velázquez, ¡Los borrachos!, o quizás de van Gogh, aquel en donde muestra su frugal habitación, solo con los objetos necesarios para dormir, comer y trabajar. Y salimos a dar unas vueltas, sí, unas vueltas, con el fin de hallar nuestros cuadros. Y terrible, no, mórbida impresión nos ha dejado toparnos solo con cuadros modernos, desafiantes, faltos de fe, rutilantes, carentes de amor. Y decidimos dejar un espacio libre para cuando llegue nuestro cuadro.

Pusimos un sillón y una mesita, para escribir y leer por las noches acompañados solamente de una taza de té. Escribir y leer por las noches, ya que ahora nos resulta imposible hacerlo por las mañanas. Y rogamos, clamamos al cielo, que no se nos vuelva un hábito trabajar de noche.

Nuestro nuevo cuarto tiene pocos adornos. Antes mis frascos de colonia eran mis adornos. Pero mi hermano y yo hemos descubierto la verdad: que habíamos sido engañados, porque los frascos no eran realmente adornos. Y los hemos condenado a un cajón subrepticio. ¿Y qué hemos puesto en su lugar? En su lugar, nos ha quedado, un Ekeko plagado de regalos, una caja hecha para guardar queques y pasteles y un collar con una piedra entre violeta y el color de la fucsia, que no nos pertenece. ¡Y, claro, nuestros libros!

Yo tengo un reclamo fuerte hacia mis libros: se acumulaban en mi buró y formaban una larga pila, que a veces alcanzaba el techo. Entonces mi hermano, muy gentil, me dijo: «No te preocupes, hermano, te regalaré algo para que guardes tus libros». Yo dudaba un poco de la utilidad de su regalo, hasta que escuché el grito de mi madre: «Anthony, ven a ver lo que está haciendo tu hermano». Y lo encontré arrastrando un pesado mueble que le compramos para que colocara sus cuentos. Pero él no tiene muchos cuentos todavía, y me ha encomendado su estante por el momento, y yo he guardado, feliz, aquí mis libros, los que llevo a mi cuarto, los que releo siempre.

Y me he sentido muy a gusto en mi nuevo cuarto.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Hoy habrá una chica sola menos

Yo quisiera escribir historias hermosas, que te hiciesen sonreír y olvidarte de los malos ratos. Pero no siempre me encuentro bien, y si alguna vez encuentras una historia triste así es como me sentía. Tú me sugerirás, entonces, que procure escribir solo cuando me sienta feliz. Y yo te contestaré que apenas me siento dichoso corro a buscar a mis hermanos, a reencontrar a los amigos, a indagar cómo van los asuntos de la familia, para que todos conozcan siempre la mejor parte de mí, para que tengan esa fortuna.

Y me sucede que con frecuencia solo escribo cuando me siento desventurado, cuando me vence el desánimo, cuando me siento triste y descorazonado (y la tristeza es de esas cosas que siempre vuelven). Y ya no puedo escribir cosas hermosas, sino cosas comunes, cosas vulgares, cosas que no la hacen bien a nadie.

Pero si yo dejara de escribir, ¿cómo podría salir de la tristeza? Yo no puedo distraerme, no puedo caminar, no puedo ni pensar claramente cuando estoy apenado. Por eso a veces escribo dos o tres páginas de cosas sin sentido antes de intentar escribir cosas para hacerte sonreír. Es un trabajo fatigoso, porque no hay nada que yo pueda hacer con estas páginas y a menudo me pregunto si no estaré desaprovechando mis fuerzas.

Yo soy un muchacho torpe y descuidado, se me olvidan los nombres y las fechas, y por si fuera poco, siempre rompo alguna cosa, ya que soy un poco tosco. Por eso, no debes asustarte cuando oigas algo cruel de mí; debes amarme todavía más, que seguramente yo estaré atravesando un dolor sin fondo. No es necesario que digas o hagas nada, con que lo sientas será suficiente. Hay mucho que se transmite solo con el pensamiento, con los buenos deseos, y cuando tengas un día feliz seguramente seré yo que no habré dejado de pensar en ti en toda la tarde.

sábado, 25 de octubre de 2014

Con el canto de los pájaros

Al caer la noche mi familia comenzaba a llegar a la casa. Todos se sentían muy cansados, pero mis hermanos aun estaban llenos de energía. Tenían planes para después de la cena, juegos en los que todos participábamos y que nosotros escuchábamos llenos de alborozo; así de cansados estábamos.

Pero se habían acostumbrado a dormir después de la cena. Mi madre les llevaba la leche a su habitación y al rato se quedaban dormidos y todos respirábamos aliviados. Volvíamos al comedor o a la sala, encendíamos el televisor, recogíamos los platos y después cada uno se iba a su habitación porque no había nada más por hacer. 

La casa se hacía muy grande para nosotros. Yo entraba a mi cuarto y pensaba en lo que podría hacer a partir de ahora. Intentaba leer, pero incluso mi cuarto se hacía grande y pronto solo quería dormir.

Me costaba mucho dormir. No quería encender la televisión y me parecía en vano volver a leer. Así transcurrían muchas horas y se iba apagando el murmullo de la calle. Tenía miedo de que los pájaros comenzaran a cantar. Cuando lo hacían, ya era muy tarde para dormir y su canto también me diría que no tendría nada que hacer durante toda la mañana.

Entonces recordaba que tenía el roto el corazón.

Alcanzaba a oír el bramido de los carros corriendo por la Panamericana. Cerraba la ventana, pero el rumor persistía y yo buscaba el lado fresco de la cama pero ya no podía olvidarme del rumor, como no podía evitar que cantaran los pájaros y, de la misma manera, mi corazón tampoco podría evitarlo.

—Tienes roto el corazón, y te seguirá a donde vayas. Porque no tienes otro y no estás dispuesto a cambiarlo. Lo mejor será que te ocupes de tus cosas; así podrás olvidar que tienes roto el corazón, aunque realmente no seas capaz de olvidarlo.

Estaba en casa y era Navidad. Me sentía dichoso porque se acercaba la medianoche. En casa vivían muchas tías y sorprendí a una de ellas cenando solo un pedazo de pan con mantequilla. Se lo quité y lo boté a la basura, y cuando me inquirió le dije: "Es Navidad, ¿cómo vamos a estar comiendo pan con mantequilla?". Era un muchacho muy injusto. Al cabo de un rato salí y comencé a reventar silbadores contra las casas de los vecinos. Se acercaba la hora y el olor de la pólvora era cada vez más penetrante. Se adhería a mi camisa y a mi pantalón y se confundía con el ambiente de la casa. Recuerdo el sabor del chocolate y la alegría de ver la mesa servida, con todas las sillas apretujadas para que nadie se quedara fuera y luego de las doce aun podía volver a salir. Ya todos los chicos estarían afuera enseñando sus juguetes nuevos, que volveríamos a sacar mañana temprano y durante todo el verano, aunque al final los olvidaríamos como todo lo que nos regalaban cada año, a veces haciendo verdaderos esfuerzos.

Había olvidado el calor de la cama y el rumor de los autos. Había olvidado incluso el canto de los pájaros. Sabía que pronto me dormiría y no recordaría que tenía roto el corazón.


sábado, 18 de octubre de 2014

Deseos del corazón

Hoy voy a describirte mi casa. La casa donde vivo es grande. Tiene tres pisos y un balcón muy bonito sobre la terraza. Antes, yo tenía una habitación aquí en el tercer piso, una especie de cuarto de estudio, donde estaban la computadora, un escritorio que me envió mi tía y mis libros. Yo subía todas las noches para intentar escribir; escribía cosa que en ese momento me hacían sentir muy dichoso y que estaba camino a ser un escritor; pero cuando volvía a leerlas descubría que eran malas, que no expresaban lo que yo había querido decir. Y entonces volvía a escribir de nuevo, pero esta vez con más cuidado.

Cuando venían mis amigos encontraban este cuarto lleno de papeles garrapateados y exclamaban: "¡Pero qué tanto escribes!", y yo me sentía un poco orgulloso de haber escrito tanto. Luego comencé a escribir en cuadernos. Eran unos cuadernos azules de la marca Ray Perú. Me agradaban por su seriedad y discreción, como deben ser los cuadernos de un escritor. Recuerdo que compré varios de una vez, de diferentes tamaños, y me dije:

—Muy bien, estos cuadernos pequeños tienen que ser para escribir. No es bueno que yo escriba en cuadernos muy grandes porque podría desanimarme. Lo mejor será que los cuadernos grandes los use como cuadernos de citas.

Y en esos cuadernos escribía las partes más asombrosas de los libros que leía. Una vez transcribí una cita de tres páginas que trataba sobre la astucia de los animales y que los ordenaba de esta forma: caballo, perro, gato, rata y burro, siendo este el más astuto, ya que no tenía ninguna obligación reproductiva con su especie, y por consiguiente, hacía lo que venía en gana (el libro era The Reivers, de William Faulkner).

Los cuadernos pequeños los acababa en algunos meses. Me propuse terminarlos cada vez más rápido, porque un escritor debe tener multitud de cuadernos con cosas muy interesantes para mostrar a los curiosos. El primero me duró cuatro meses; el segundo, tres meses y medio, tres meses el tercero. ¿Y el cuarto? —tú te preguntarás—, pero no hubo un cuarto.

Cuando fui a la librería ya no los vendían. Pregunté a la dependiente y me dijo que habían dejado de trabajar con la empresa y no sabía dónde podía encontrarlos. Estuve buscándolos un tiempo, pero no los encontré y asumí que ya no los vendían en ninguna parte. Esto me puso muy triste, porque uno se acostumbra a sus instrumentos de trabajo, como se acostumbra a una manera de vestirse y no se siente igual en otros atuendos.

Entonces me dije:

—Bueno, no has encontrado tus cuadernos. Pero aun no has escrito lo suficiente para ser un escritor; es más: aun estás aprendiendo. Lo que debes hacer ahora es comprar cualquier cuadernos y ponerte a escribir. Entonces estarás un poco más cerca de ser un escritor y quizás hasta consigas olvidarte de lo mucho que te gustaría serlo.

Y eso fue lo que hice. Me puse a escribir en cualquier cuaderno o papel que tuviera a la mano. Y no creo que llegue el día en que los curiosos se interesen por unos papeles desperdigados.

Veo que pensaba hablarte de mi casa y he terminado por contarte sobre mis materiales de trabajo. Más tarde te contaré cómo es mi casa. Lo que tenga que ser será a su debido tiempo y seguro hay una razón, aunque ni tú ni yo la sepamos, para que tú supieras estas cosas en este momento.

Un fuerte abrazo y un cariñoso beso.

martes, 7 de octubre de 2014

Tu amigo

Amiga dame tu mano
vayamos por el jardín
y entre rosales y faunos
cuéntame ese desliz
y no me sueltes la mano
si viene tu amor por ti.

Entiende que yo te amo.
!Ejem! Yo lo que quise decir
entiende que soy tu hermano
y si estuvimos enamorados
el fuimos es para ti
porque yo sigo enamorado.

En la sombra de un árbol
reparemos este desastre.
Yo te perdono lo pasado
y tú perdóname el adorarte
si te ofendí, te contaré algo...
¡Yo me moría por abrazarte!

Y en el camino de los álamos
¡me daba pena mirarte!
Yo oía a los tristes pájaros
aletear de un árbol a otro
yo que sentía tu ardiente mano
¡no me atrevía a mirar tus ojos!

Pero dejemos mi sufrimiento
y cuéntame de aquel villano
buscado en el firmamento
¡Traidores y soberanos!
Confía en mí tu lamento
¡y no me sueltes la mano!

Considérame tu defensor,
así te condenen los hechos
tu viento guía, tu protector
y duérmete sobre mi pecho.
¡Es mi última petición!

tu buen amigo, tu hermano.