domingo, 30 de diciembre de 2012

Una mañana de estas


Una mañana de estas
me pondré a besar tus ojos,
será una verdadera fiesta
saber lo que tus cuencas
protegen con cerrojos.

Una mañana de estas
me pondré a besar tus dientes
y tus encías discretas.
Me dirán lo que conversas.
Sabré cómo se siente.

Y la tarde se irá en siestas,
mientras la noche se desboca,
la vida será perfecta
porque una mañana de estas
me pondré a besar tu boca.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Donde se cuenta parte de la gracia del Príncipe de los Ingenios


El Quijote es un libro poderoso. Invoca el recuerdo de una vieja pluma desgarrando toneladas de papel. Pero la convicción de aquella pluma es tal que termina por controlar su ira y posarse para escribir. Así es como la pluma consigue atravesar el tiempo y llegar hasta nuestros días. La tinta permanece fresca. Donde fuera que Cervantes intentó llegar, estuvo más cerca que ninguno.

Es el poder de la convicción lo que brinda poder a este libro. De ahí que se convirtiera en el primero de su clase. Un libro escrito por la necesidad de contar algo, de trasladar al papel una parte del alma que se volvió dolorosa. Rompe con la tradición de escribir en busca de fama, dinero y nombre. Cervantes fue el primer escritor en lengua española que dejó algo que merece ser recordado. Descendemos de sus convicciones.

Alonso Quijano decide un día volverse loco y dejar su pueblo en busca de aventuras. Adopta el nombre del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Decide también inventarse una amada a quien dedicarle todas sus futuras hazañas; la nombra Dulcinea del Toboso. Decide la compañía de Sancho Panza, un escudero fiel, noble y temeroso, como lo dictan las leyes de la caballería. Por último, decide pelear en contra de gigantes, rescatar desdichadas damiselas, pacificar reinos enfrascados en legendarias guerras, socorrer a las víctimas de las peores injusticias; todo únicamente con la fuerza de su brazo. Las personas piensan que se volvió loco de tanto leer novelas de caballería.  

lunes, 17 de diciembre de 2012

La marcha de los marginados

Yo estoy a punto de colocar las botellas en el piso y decir:

— Aquí está bien.

En lugar de eso, continúo caminando y escapo de las personas que bailan, bromean, beben y comen. Me encuentro aterrado. Avanzo. Solo quiero llegar hasta donde seamos nosotros mismos. Pero me cierran el paso a cada instante. Termino por abandonar el camino que me dejaría a salvo y me hago a un lado. Hay arbustos, algo de pasto y unos bancos que nadie ha visto, así que digo:

— Mejor aquí.

La facultad de Psicología es estrecha y acogedora, como la casa de una tía lejana. Ha sido acondicionada con motivo de la verbena  Lo más resaltante es el estrado. Aunque pequeño, domina el lugar con sus luces y parlantes. Los músicos y sus instrumentos tienen que acomodarse como pueden. Parece que todo fuese a venirse abajo en cualquier instante. Pero la gente le tiene mucho respeto al estrado y no dejan de mirarlo.

Todos tienen prisa por emborracharse. Apuran los tragos en competencias. Un único puesto de cerveza se encuentra sobre la vereda. Allí, un vendedor apenas logra contener el ejército de manos que se cuelan en su dependencia. Extrae la cerveza de una llanta en cuyo interior flotan grandes trozos de hielo. Coloca las botellas en una mesa, las destapa y las entrega a quien alcanza a darle el dinero. El sonido de las botellas siendo destapadas excita a la gente, quienes pelean por ser atendidos. Vende mucha cerveza aunque pocos cigarros.

Al lado, un grupo de señoras ofrece anticuchos. Su puesto es chico, al igual que su parrilla. Apenas si pueden preparar unos cuantos palitos a la vez. Más temprano, las señoras casi no fueron requeridas. Pero luego de unas horas, el mismo ejército ahora de bocas hambrientas abarrota el puesto. Los anticuchos se terminan en una hora. Las señoras tardan demasiado en desarmar su puesto. Mientras, tienen que decir varias veces que se les terminaron los anticuchos.

En la acera del frente, una fila de baños ha sido instalada. Su uso es gratuito. Las colas son largas, atestadas de impaciencia y de fricción entre los impacientes señores. Durante la espera, muchos claudican y se van a orinar detrás de los baños. Se forma un río apestoso con sus orines, el cual impacienta aún más a las filas, que jamás dejan de estar repletas.

Las personas se divierten porque sí y les daría lo mismo reemplazar toda esta organización por una vieja radio y un trago barato. Necesitan divertirse, tanto como se requiere comer y dormir. Son indiferentes a las orquestas que se suceden en el escenario. Todo lo bailan igual, todo lo cantan con el mismo entusiasmo. En su afán por divertirse, cada cierto tiempo hacen alguna estupidez.

En su mayoría, estas gentes que beben de forma desastrosa y bailan peor, son buenos alumnos. Han estudiado de manera responsable durante todo el ciclo y probablemente han dejado de hacer muchas cosas por priorizar sus cursos. Todos pertenecen a la misma familia, todos son unos marginados en una sociedad que premia el facilismo, promueve la ignorancia y exige las pensiones más altas. Se merecen una noche como esta y yo intento no juzgarlos. Pero la cerveza nunca me pareció tan amarga.

jueves, 13 de diciembre de 2012

La chica esperanza

Me alegró que no lo mencionaras. Nunca lo hubiese creído. Lo cual está mal, porque debemos confiar siempre en las mujeres. En toda ocasión, debemos pensar que son buenas. Ese es uno de los pilares de la sociedad.

Te decía que si tan solo insinuabas débilmente que eras de esa forma, cerraba el cuaderno y me largaba. Te habría considerado molesta y presumida. Aunque ninguna mujer debe ser calificada jamás con esos términos. Por eso me disculpo y aclaro que no dije que lo eras, sino que lo hubieses sido.

Entonces, como no dijiste nada, te fui conociendo y comenzé a creer que era verdad. Y tuve que alejarme por un tiempo. Era la única manera de comprobar mi teoría. Pero esa es otra cosa que nunca se debe hacer con una mujer. Ellas no han heredado la capacidad de retraerse a un plano inmaterial. Por eso el mundo sigue de pie y las ciudades funcionan.

Ya que seguías sin decirlo pero con cada acto lo demostrabas, estuvo a punto de quedarme claro. No era necesario más. Con eso bastaba. Estar seguro es una estupidez. Solo los imbéciles están seguros de algo. Eso, si eres hombre. Porque las mujeres están hechas de seguridades, lo que las hace verse muy bellas.

Solo faltaba preguntárselo. No directamente, claro. Nadie aceptaría algo así. No sería su culpa, el mundo está lleno de prejuicios. Había que hacer dos, tres preguntas que lo confirmaran y nada más. No me podía dejar llevar. Tenía que recordar lo mucho que les gusta ser interrogadas. Eso prueba que hay que confiar en ellas.

Finalmente, me convencí. El mito era real. Tan de verdad que lo tenía frente a mí. Lo afirmaba con la voz débil y los ojos atentos del que está siendo sincero: ella era capaz de vivir sin un hombre al lado. No me necesitaba. No necesitaba a nadie en realidad. Lo cual era genial porque demostraba que el mundo no está acabado. Había gente que podía pensar por su cuenta, actuar por su cuenta y amar a quien se le dé la maldita gana. O no amar, en este caso. Ella me devolvió la esperanza en el género humano.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Un gato encerrado



Ricardo miró una vez más por la ventana. Calculó que era una caída de diez metros. No se animaba debido a que no reconocía el verde del pasto ni sabía lo que era. Imaginaba un duro golpe contra el pavimento. Pensaba en el dolor. Terminó por desanimarse y retrocedió una pata, después otra, hasta caer dentro de la casa. Estaban su manta, sus juguetes, su caja de arena y varios muebles. También había un ratón en la mesa, erguido sobre sus patas traseras. Con ayuda de sus otras patas devoraba un trozo de pollo. Lo odió por eso, pero no intentó atraparlo. Hubiera sido imposible. Lo abultado de los vientres de ambos animales así lo demostraba: el de Ricardo, por la vida sedentaria, y el del ratón, por ser, a estas alturas, un inquilino más de la casa.

Dejó de mirar al ratón. Le producía asco, al igual que la casa. La comida era mala (el ratón le hacía un favor devorándola), y los hombres, numerosos. Ya no lo molestaban como cuando le decían minino pero aún eran seres desagradables. Lentos, molestos, lerdos, incapaces de apreciar lo bueno de la vida. Siempre moviéndose, incapaces de entregarse a los placeres del sueño y el acicalamiento. Solo de oscuro se podía estar bien en esa casa. Aunque desde la llegada del hombre Fermín, con su costumbre de quedarse a dormir en la sala viendo televisión, ya hasta la noche había dejado de ser tranquila. Sin embargo, hoy estaba solo. El hombre Fermín junto con toda la familia se habían marchado a una reunión. En la casa quedaban Ricardo, el ratón y esa ventana inusualmente abierta.

Afuera, el tiempo era bueno. De vientos frescos, leve humedad y una luna que sobresalía de entre las nubes. No llovería en este oscuro. Ricardo había saltado a la ventana y de nuevo miraba hacia fuera. Veía las copas de los árboles repletas de nidos de aves. El pasto tenía un aspecto salvaje por lo descuidado que estaba (lo que a él le parecía genial). Habían hombres descansando al resguardo de los árboles, pero eran pocos y dormían. Definitivamente era mejor afuera que adentro. Otra vez quiso saltar y no pudo. Se alejó de la ventana y se dispuso a atrapar al ratón, pero tampoco logró encontrarlo.

Se acurrucó sobre los cojines que servían de almohada al hombre Fermín. A Ricardo le agradaba que estuvieran rellenos de plumas de ganso. Eran cálidos, como Aurora. Ella fue quien lo crió: una gata fuerte y aguerrida, que mientras estuvo en la casa nunca dejó que nadie se acercara a su pequeño. Un día, Aurora se paró sobre el marco de la ventana, le dirigió una mirada llena de calma en señal de despedida, y se marchó de la casa. Desde ese día las cosas cambiaron: Ricardo se convirtió en amo y señor de todo; a cambio, tuvo que acostumbrarse a las frías manos de los hombres. Pero la vida era buena y apostó a que nunca se iría. De todos modos, nunca más dejaron la ventana abierta.

Él nunca había experimentado el recuerdo de Aurora tan fuerte como esta noche. Sus sentidos se agudizaron. Detectó al ratón sobre la mesa, medio oculto detrás de una taza. Saltó sobre él y con una pata lo aplastó contra la mesa. Sus garras lo tenían amenazado del cuello. El ratón se movía y Ricardo tuvo que introducirlo en su boca y matarlo antes de que encontrara la salida. No lo comió de inmediato, sino que lo mantuvo en el paladar y se puso a brincar por toda la casa hasta que se le terminó la adrenalina. Se recostó sobre los cojines de plumas de ganso y lo engulló lentamente.

Tuvo un sueño en el que habían doscientas, trescientas Auroras lamiéndole el cuerpo. Primero lo sintió agradable, luego empalagoso y finalmente incómodo. Las lengüitas eran indiscretas y lo habían alcanzado en sus partes más sensibles. Se despertó sobrecogido e intrigado. Intentó lamerse aquellas partes pero su lengua no llegaba hasta más abajo de su panza. Se arremolinó contra el sillón para que este lo tocara pero no era lo mismo que en el sueño. Molesto, volteó y le clavó las garras a uno de los cojines. Las plumas salieron disparadas y Ricardo huyó hacia la ventana.

El mismo panorama, por última vez. Desde luego que Ricardo no lo supo hasta que detectó un aroma en el aire. Era amargo y dulzón, refinado y vulgar, distinto de todo lo que había experimentado en el pasado. Sintió un escozor en aquellas partes inalcanzables y eso fue todo. No supo que más hacer y saltó por la ventana. No volvió la mirada como Aurora porque no había de quién despedirse, a menos que hubiera pensando en los otros ratones que en ese momento empezaban a hacer suya la casa.

...

Su cuerpo se comportó como nunca antes. Algunos músculos y huesos se contraían a la vez que otros se expandían para dejar correr el aire y eliminar la fricción. Era como masticar en el sentido de haber dominado esa función desde toda la vida. En efecto fueron dos segundos de descenso, los cuales conformaron una caída limpia y armoniosa, que terminó con las patas de Ricardo aferradas al suelo.

Todo se vio más pequeño delante de él y todo se vio más grande arriba suyo. Comprendió que no podría alcanzar jamás las copas de los árboles. Pero había mucho que hacer allí abajo. Iba a empezar por correr para hacer suya esa tierra cuando el aroma volvió. Ricardo trató de encontrar un indicio del lugar de donde provenía, pero le fue imposible. El olor estaba en todos lados. El mismo olor era el aire. No encontró nada que desgarrar y así expresar su desesperación, por lo que abrió la boca y maulló como nunca antes. Un sonido particular, agraviante, extraño, pero suyo, nació de su garganta hacia el mundo. Se estremeció la totalidad del parque. Las aves volaron, los arbustos se movieron y una gata emergió de algún misterioso lugar. Ricardo la contempló y su desesperación se transformó en rencor hacia ella. No supo cuando salió disparado pero se percató de inmediato de lo ágil que era su enemiga, de lo bien que conocía el terreno y del esfuerzo que exigía la operación.

La gata corría, brincaba y se escabullía con avidez. Ricardo no podía atraparla. Tampoco detenerse y echar a perder su vida. Porque en esos momentos, atraparla era su vida. Encontró la oportunidad perfecta cuando la gata saltó para esquivar un arbusto, el cual estaba desnudo y lleno de huecos traspasados por ramas filudas. Ricardo no dudó y lo atravesó directamente, inmolando su cuerpo. La gata se vio sorprendida y quiso correr pero Ricardo ya le había puesto las garras sobre el lomo y desde allí solo tuvo que derribarla con su peso. Mientras la ultrajaba, creyó sentir que las garras de la gata lo llenaban de heridas y que su cuerpo sangraba, pero lo ignoró. También, por un instante, intuyó, no, mejor dicho, tuvo la certeza de que se trataba de Aurora, pero igualmente rechazó esta sospecha. Solo tenía que eyacular antes de que los hombres regresaran. Ricardo aún pensaba que vendrían a buscarlo para llevarlo nuevamente a la casa.  

martes, 27 de noviembre de 2012

Breve mención de los hechos de hoy


Hoy hubo un ambiente cargado. Como la espera de algo que va a suceder y nada puede detenerlo. Comenzó cuando arribé al salón y ella me dirigió una mirada llena de significados. Podía ser de rencor, de reproches, de amor, y en cada una de ellas mantenía su encanto.

Hace unos días me oculté junto con Paulo detrás de un afiche gigantesco, y esperamos a que ella pasara. Paulo estaba apurado y yo recé por que ocurriera. Ocurrió. Ella cruzó delante de nosotros sin notarnos. Era un bello flamenco con la caminata altanera y las piernas larguiruchas.

— ¿Y? ¿Qué tal?

Sí, es bonita. Pero hay algo que no me cuadra. No creo que sea tan inocente como tú la describes. Hay algo en su mirada.

Claro, eso. Hace tiempo me vengo preguntando qué es. ¿Rencor? ¿Temor? ¿Sensualidad? ¿Deseo? ¿Maldad?

Un poco de todo, supongo.

Algo de eso también hubo en su mirada de hoy. Pero esta vez me comporté a la altura. No bajé los ojos en ningún momento e hice mis cosas como quien cumple una rutina. La clase acabó y creí que todo había terminado. No fue así. El ambiente cargado persistió, sin decaer en ningún momento. Incluso es posible que se intensificara, como si se acercara la hora de cumplirse el presentimiento. Y sin embargo, no hubo más que contar. Solo nosotros, bastante lejos, y un destino entre ambos, creciendo, envolviéndolo todo.

Luego ambos nos fuimos y comprobé que ya había acabado. Nada pasaría jamás entre nosotros. Aquello que crecía, era la distancia que nos separaba. Su mirada, oculta detrás de esos lentes que nunca podrán ocultar unos ojos más bellos, únicamente demarcaba su territorio.

Resignado, me dirigí a la sala de lectura. En el camino, la vi nuevamente. El ambiente se sobrecargó y era evidente que al fin pasaría. Nada podía detenerlo. Solo debía mirar al frente y seguir caminando y el destino haría el resto. Jamás habría otro momento. Y sin embargo, una vez más, nada pasó. Nos miramos desde nuestras posiciones y comprobamos cuan lejos estábamos.

Quiero creer que ella alcanzó a sentir una parte de esto.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Parangón entre nuestras casas


Soy un extraño en mi casa. Solo vengo los días en que, por lo general, estoy borracho, aburrido o muy cansado. Es decir, cuando necesito reponerme. La vida está afuera, no en casa. Ella se compone de una serie de habitaciones que solo visito si realmente hace falta. De lo contrario, duermo, leo, escribo vanidades o converso con la máquina. Me agradan esos pasatiempos.

Me molesta el movimiento en las otras habitaciones. Detesto escuchar a mis hermanos pelear y tener que intervenir. También detesto oír las quejas de mi mamá e ir a ayudarla. Nada de eso me produce placer. Los mejores momentos del día son muy de noche o bien temprano, cuando todos duermen y el silencio es estimulante. La casa sola da miedo, pero una cosa es el temor y otra la incomodidad. El miedo es peor y sin embargo, nadie elegiría estar incómodo. Me parece razonable.

Además de mi habitación, tengo un cuarto en el último piso. Me gusta porque los ruidos no llegan a ese lugar. Aquí veo videos, como, reviso mis textos y a veces duermo sobre el escritorio.

Hay ocasiones en las que pienso que los demás solo son necesarios en la medida en que son útiles. El amor y todo sentimiento de afinidad son una manera de resarcir ese egoísmo natural que nos apremia. Para vivir tranquilos con nosotros mismos, para eludir la conciencia. También para hacer que la especie sobreviva. Si todos fuésemos egoístas, nos devoraríamos unos a otros. 

Hay otras ocasiones en la que me siento un estúpido por pensar en estas cosas y salgo en busca de mis amigos. Vuelvo a los dos o tres días, cuando me siento débil nuevamente.

Mi madre es genial y sabe de lo que hablo. No me busca ni me retiene si yo no lo hago. Reconoce mis estados de ánimo. Que me vaya no quiere decir que no la ame, que me aleje no quiero decir que no la extrañe. Que funcione para todos no quiere decir que funcione conmigo. Mi casa es el mejor lugar y a la vez el más extraño. Como un sitio a donde te gusta ir pero solo puedes visitar de vez en cuando.

domingo, 18 de noviembre de 2012

El cuarto de Julio


A diferencia de Julio —al que a pesar de todo, bastaba verle la cara y conversar con él para percatarse de que seguía siendo el mismo , su hermano había cambiado bastante. Para comenzar, ya no era su hermano, sino Pablo. Sus rasgos y su carácter se habían unido, confiriéndole singularidad. Por otro lado, era idéntico a Julio. Ya había notado que se parecían pero me convencí cuando ambos mostraron sus dientes amarillos y sobresalientes. Seguramente hasta se intercambiaban la ropa.

Su enamorada estaba sentada sobre la cama. Se llamaba Stacy. No era bella como la enamorada de Julio, pero era más agradable. Su forma de ser propiciaba la confianza. Gracias a esa cualidad Julio pudo marcharse a despedir a su enamorada mientras nosotros nos reconocíamos.

Recordaba a Pablo como un enano que venía a pedirle plata a su hermano en las salidas del colegio. Era arisco y amargado; solía contestar las bromas que le hacíamos con insultos. Este Pablo era muy diferente, incluso se portó más amable que Julio. Me invitó a jugar play station y le dijo a Stacy que me diera el mando.

Pablo y ella se llevaban increíble. Eran una pareja maravillosa, con la rara cualidad de refrescar el ambiente. Daban la sensación de que ninguno había cedido frente a los conflictos de la vida. Ella lo quería y él apreciaba su compañía, no había más, y no hacía falta ni que se tocaran las manos para demostrarlo. Los tres nos encontrábamos sobre la cama, jugando y conversando sobre el pasado.

Julio no regresaba y ya íbamos por el cuarto partido. Luego anduvimos por el sexto y ya los amigos de Julio comenzaron a llegar. Fui a la sala y mi amigo me pidió que acompañara a su enamorada mientras él recibía a los chicos. Esta vez hablamos un poco más aunque nunca llegamos a intimar. Ella no dejaba de mirar a Julio y yo estaba interesado en las personas que empezaban a poblar la sala. Parecía que la habían visitado muchas veces.

...

Saludos, cholo


Suelo llamar cholo a algunas personas. Cholas también, si fuera el caso. No le encuentro nada de malo. Es solo la forma más sencilla de referirse a ellos. Si hay un cholo en un grupo de cinco personas, todas parecidas, no hay manera de ser más específico que decir: «¿Ves ese cholo de allá?».

Es una elección personal, basada completamente en la economía. Es fastidioso tener que enumerar una serie de características para referirte a alguien, cuando hablar de la raza es más eficiente. A menudo eso basta. Si uno es blanco, negro, cholo o chino, ¿por qué no decirlo? O del otro bando, ¿por qué avergonzarse de ello?

Me pasa que se molestan conmigo al oírme estos sobrenombres. Cuando eso sucede, trato de explicar mi punto de vista mientras pienso cómo solucionarlo (porque no soy una persona conflictiva). Pero no puedo hallar otro modo de referirme, por ejemplo, a un cholo. Persona de rasgos étnicos es francamente chistoso. Hombre andino no se aplica porque ignoro si vive en la sierra o es un limeño. Trigueño no es exacto. De todas formas, sospecho que todas estas definiciones enfurecerían más a mi acompañante. Finalmente, y en vista de que tampoco entiende mis argumentos, prefiero saltar a otro tema. Es curioso que de haber llamado gringo a una persona, nadie se hubiera alterado.

Entiendo que no hay un culpable. Tantos años de racismo han vuelto a la gente paranoica y propensa a creer que los insultan. Como resultado, no se puede llamar cholo a nadie, a pesar de que lo sea. En mi opinión, es una gran tontería. Con tal de no hacerlo de manera despectiva, no le veo ningún problema. Recuerdo que las pocas ocasiones en que mi abuelo se encontraba de buen ánimo, llamaba chola a mi abuela. Me encantaba el brillo que emanaba de los ojos de ella al oír esta palabra.

sábado, 10 de noviembre de 2012

La casa de Julio


Estaba bien vestido. Nadie podía estar mejor vestido que yo. Cada prenda que llevaba era de color negro, obviamente en diferentes matices, y todo combinaba muy bien. En adelante, recordaría esta combinación. Puse la canción más motivadora que pude encontrar en mi computadora y me esforcé en ser motivado. No lo conseguí pero supuse que esto también estaba bien por lo que apagué la computadora, revisé el contenido de mis bolsillos y salí de la casa.

La casa de Julio quedaba en San Isidro. Yo solo conocía este distrito por ser la popular sede del canal cuatro. Julio me había asegurado que tomando en sentido contrario el carro que me llevaba el colegio, llegaría a su casa en una hora y media. Debía bajarme en un famoso cruce de avenidas y llamarlo para que me recogiera. Lo esperé en el lugar acordado, frente a una pollería que por su magnitud sobresalía en las avenidas. Nunca había visto un sitio tan limpio. Busqué una envoltura, un pedazo de comida y por último, un perro callejero, y no encontré nada. Eso, sumado al rostro blanco de Julio que ya había llegado y al impecable aspecto que mostraba, me intimidó y de pronto me vi ridículo todo de negro en un distrito tan diáfano.

Julio había dejado el colegio hace dos años y no nos habíamos visto durante todo ese tiempo. Estaba más alto y llevaba el pelo largo y ensortijado. En su nuevo colegio se lo permitían. Todavía conservaba muchos gestos de aquel pequeño, macizo y paticorto amigo que yo recordaba. Él ya me había hablado de su cambio. Decía que en su nuevo colegio había aprendido cosas.

El edificio en donde vivía Julio era inmenso. Tenía sistema de seguridad, ascensor, recepción y cochera. Estaba al frente de un circuito de parques. Era la tercera vez durante el recorrido en que le decía que no podía creer que alguien que dejó el colegio por no tener dinero estuviera viviendo en un lugar así. Y una vez más me contestó que la casa le pertenecía a un tío, que su papá taxeaba y que, por su trabajo, casi nunca veía a su mamá.

Llegué antes de la hora pactada y su enamorada aún se encontraba allí, pero eso no era problema. Ya la conocería, era bonita y mayor que él. Su hermano, que ahora tenía enamorada, también estaba en la casa junto con ella. No me sentí incómodo al escuchar nada de esto.

Su casa era igual de limpia que San Isidro. Había pocos muebles en la sala. Eso la hacía verse espaciosa. Recostada sobre uno de los sillones, se encontraba la enamorada de Julio. Era diferente a como Julio me la había descrito y aún así, era hermosa. Llevaba pantalón blanco y blusa, y destilaba una elegancia inusual. La saludé y me senté a su lado mientras Julio anunciaba que se iba un momento a su cuarto. Ella me preguntó algo mostrando una pronunciación sutil y perfecta y toda la impaciencia e incomodidad que antes no había sentido de repente se me vino encima. Respondí una barbaridad y esperé a que Julio volviera.

Al rato regresó y me llevó por un pasadizo hacia su cuarto. Su casa era diferente a cualquier otra. Los cuartos se interconectaban mediante corredores, pasillos y más cuartos. Habían muchas curvas y muebles en casi todas las esquinas. Las puertas que Julio me anunciaba daban a habitaciones tan inusuales en una casa normal como la lavandería, el cuarto de ropa y el de espera. En ese momento, pensé que era posible perderse en ese departamento. Más tarde recalé en lo tonto de ese pensamiento.

...

martes, 6 de noviembre de 2012

Una vida solitaria


La vida para todos siguió. Yo me quedé atrás. Al final eso era, un charco que se apartó del río, un viento que entre cuatro paredes se quedó encerrado. No me interesa el futuro porque estoy cómodo en el pasado. A veces extraño a los que se fueron, a los que continuaron. Me duele el vacío que dejaron. Quisiera tenerlos a todos reunidos a lo largo de una gran mesa. Que el vino discurra y la comida sea buena. A veces ellos se apiadan de mí y vienen a verme. Soy el fantasma que los visita cuando duermen. No tardan mucho en bostezar de mí y de mis costumbres anticuadas, y de nuevo se marchan. Y ya no me extrañan. Me gustaría plasmar estos sentimientos en un libro. Sería algo único y original. Pero el papel también avanza y la tinta se me escapa. No hay triunfo en esta soledad. No hay enseñanza, ni moraleja, ni nada. Y sin embargo, a estas tierras pertenezco. Es duro reconocer que en el país de todos, uno es un extranjero. Soy la estrella que alguna vez les sirvió de guía y a la que nunca más verán.

viernes, 2 de noviembre de 2012

La muerte del Viejo


El que muere este año se libera el próximo.
Le debemos una muerte a Dios”



Aquella era una mentira más. Solo servía para volver estúpidos a los hombres. Dios da la vida pero no puede arrebatarla. No tiene esa capacidad. Nosotros decidimos cómo vivimos y cómo vamos a morir. La muerte es esencial, es un ingrediente de nuestra composición. En ella, el hombre encuentra su realización. No hay que escapar a la muerte, sino observarla, estudiarla y finalmente, desafiarla. Dejar todo antes de la muerte para que no se lleve lo mejor.

El Viejo murió pocos días antes de cumplir 62 años. Su cuerpo ya lo había traicionado. Parecía un gigante encorvado. La muerte no pudo llevarse mucho de él. Al contrario, fue el Viejo quien le arrebató mucha vida a la muerte. En historias, en viajes, en amigos, en amores. Fue para arrebatarle esas experiencias que el Viejo desafió una y otra vez a la muerte. Y ella se terminó ensañando con él. Para derrotarlo, utilizó el método más terrible de todos, uno que versa según la siguiente máxima: “al que los Dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”.

Terminó muy mal el Viejo. Loco, enfermo, iracundo, incapaz de escribir dos palabras seguidas. Eso quiso lo muerte. Cocinarlo antes de devorarlo. En compensación por los trozos de vida que él le fue arrebatando, lo privó de sus facultades. Pero fracasó, porque al Viejo aun le quedaba un arma para luchar, aun disponía de su alma. Estaba dispuesto a inmolarse y a usar el fuego de su alma como una espada, aunque ello significara quebrar el valor más sagrado para él: el coraje. Y con eso, aceptar que fue un cobarde.

Incluso el hombre más valiente de su generación fue un cobarde. Sus hazañas mundialmente conocidas no eran pruebas de su valor, sino esfuerzos de un cobarde que quería dejar de serlo.

En literatura existen pistas, pequeños indicios que nos permiten apreciar la condición humana del escritor. Son imperfecciones en la construcción de los escritos, y ya que toda construcción es imperfecta, hasta el más cuidadoso escritor deja constancia de ellas. Los personajes de Hemingway son hombres que se enfrentan a un destino desfavorable en condiciones adversas, las cuales aprovechan para mostrar su valor. Inevitablemente pierden y muchos de ellos, lo pierden todo pero han encontrado una victoria en la derrota, un triunfo en su coraje, una manera de superar a la muerte. Incluso estos impresionantes hombres muestran deficiencias, cualidades que los humanizan y los vuelven más cercanos a nosotros. De este modo, tenemos a un seductor, aventurero y bebedor que, a su vez, ha sido emasculado de su miembro viril; a un guerrillero idealista que durante una misión encuentra al amor de su vida y ya no desea pelear más, y a un joven profundamente enamorado que odia a su hijo por las complicaciones que su nacimiento significó para su mujer.

Creo con firmeza que el Viejo trató de acabar con ese miedo que lo azolaba como lo hicieron los personajes de sus ficciones. No hay nada espectacular allí. Pero Hemingway llevó su convicción hasta volverla obsesión. No pudo ver sus límites o no quiso prestarles atención. Muchas veces los sobrepasó y obtuvo consecuencias. De paso, aprovechó aquellas situaciones para nutrir sus relatos de experiencias originales. Se adueñó de ellas, las usó para crear un estilo único mientras esperaba que un día le llegara la cuenta.

Ella lo intervino el 2 de Julio de 1961. Hemingway se encontraba luchando contra sí mismo para no parecer un enfermo y que el doctor lo dejara volver a casa. Su mujer, consciente del conflicto, trataba de delatar el estado de su marido. Su fama lo precedió y Hemingway pudo volver a su residencia de invierno en Ketchum, Idaho. Invirtió sus últimas fuerzas en mostrarse saludable, devolver la confianza a su mujer y así poder acercarse al cuarto de armas. Cogió su escopeta de doble cañón, la cargó cuidadosamente y se apuntó la sien. Antes de enfrentarse a la muerte, había que rendir cuentas con la figura paterna, aquel que le había enseñado a ser un cazador y un valiente. En sus manos tenía la misma arma con la que su padre se había suicidado. Cuando murió, Hemingway estalló en ira por considerar patético ese tipo de muerte. Lo maldijo y lo llamó cobarde. Ahora él se encontraba en la misma situación. Para vencer a la muerte, debía apretar el gatillo y aceptar que era un cobarde. Y sin embargo, con todo y eso iba a hacerle frente y a salir victorioso. Sí, él era un cobarde, al igual que su padre, al igual que la humanidad y al igual que cada persona que había pisado este mundo. Y estaba bien. No había ningún problema en serlo. Entonces fue que apretó el gatillo y el Viejo eligió su tipo de muerte.

martes, 30 de octubre de 2012

Las aventuras de Paquita

A Du


Paquita coge su vaca
y arrea el gran bayo,
al buey enano lo rasca
y hasta le quita los callos.

Paquita se pone de pie,
deja a la bebe en el coche.
Paquita sirve café
en su mesita de noche.

Paquita vuelve a la granja
y posa su mano indecisa
en los patos, pollos, gallinas
y al fin se rasca la panza.

Paquita se queda dormida
con la muñeca Susana.
Paquita sueña, rendida,
entre fresas y manzanas.

Tu, yo y el inexplicable


De manera que era eso
una fuerte tormenta
un viaje en el tiempo
un botón descubierto
un globo que vuela.

Aún así, tú eres más,
un dulce de harina
una amable vecina
una isla en el mar
una princesa saturnina.

Frente a eso, yo soy
un animal encerrado
un frío nevado
una nota sin son
un bebé resfriado.

De manera que eso era
el amor que te tengo,
un rey duradero
un verde cometa
un lago sereno.

jueves, 18 de octubre de 2012

Brevísima introducción a una vida mejor para todos


No volví a verla después de eso. Una vez apareció en la puerta del salón, entró de súbito y ascendió por las escaleras con la cabeza gacha. No parecía la misma. La llamé usando el sobrenombre con el que solía dirigirme a ella, tardó dos segundos en levantar la mirada; luego vino hacia mí y me dio un beso triste sin mirarme en ningún momento. Me quedé quieto mientras ella volvía a las escaleras y se sentaba en su mismo lugar de siempre, pegada a la pared y sola en una carpeta para dos.

Nunca la sentí contenta. Hasta cuando se probó por primera vez esos lentes que fuimos a buscar hasta los confines del mundo y por los que tanto había esperado, siempre encontré una presencia sobre sus hombros que le impedía ser feliz. La admiraba por eso, porque aún en ese estado era capaz de desplegar simpatía y garbo para con todos y en cada uno de sus actos. Fue así como la conocí. Mi mutismo y mis palabras cortantes no la ahuyentaron, ella se acercó a mí como la enfermera al herido, y me atendió cual esposa que ve a su esposo llegar cansado del trabajo. Corregía mis excesos al hablar y fingía que aquello era muy importante para ella. Si repetía la falta me castigaba negándome el habla hasta que no saliera de mi boca un propósito de enmienda.

Pero su pena era inmensa, se me escapaba de las manos. A veces la derrotaba y ella se iba de la clase a limpiar sus lágrimas en algún pozo del alma.

Al día siguiente regresaba radiante, con una ropa impecable que le ceñía perfectamente el cuerpo. Fue lo que mis amigos que llegaron a conocerla siempre le criticaron: su esbeltez. A mí también me sorprendía que una chica así llamara mi atención. Y sin embargo, en ella la delicadeza era elegancia, una caricia de la naturaleza. Se asemejaba a un plumero. Pero no a esos trapos mugrosos con los que se limpian los muebles a los que no se les toma mucha importancia. Hablo de plumeros reales, con los se supone que reinas y princesas limpian sus objetos más preciados. Aquellos plumeros hechos de las plumas más finas, arrancadas de las aves con delicadeza y nunca en un asesinato. Eso era ella, un plumero suave y hermoso, con el encargo de remover el polvo y la basura que nunca deja de producir este mundo.

jueves, 4 de octubre de 2012

Breve intermedio de un romance que continúa

Esta semana no creí que la vería. Y aún cuando la encontré detrás mío, sola y sentada en una carpeta para dos personas, estuve convencido de que nada saldría bien. Me puse a leer un libro y agrandé el ancho de mi espalda para que no me reconociera. La historia era buena y tenía muchas de esas frases que me gusta subrayar y transcribir en mi cuaderno de notas. Aún así, no podía meterme de lleno en la lectura; su presencia me ametrallaba la nuca. La imaginaba de pronto levantando la mirada y examinándome pero sin reconocerme debido a mi chullo. En ese momento me habló.

Mientras me decía sobrado y esas cosas y me miraba con ojos de verdadera sorpresa, yo luchaba por graduar la voz que estaba a punto de salir de mi boca: tampoco la había visto pero ella estaba genial, sobre todo por esos nuevos lentes que le quedaban muy bien. Saqué el celular para ver la hora y ella me lo quitó con suavidad. Se puso a hacer no sé qué cosa que yo no podía fijarme pero era relajante verla con algo mío entre sus manos. Comenzó a tomarme fotos y yo tenía que batallar ahora contra el rubor que amenazaba con invadir el rostro serio que había configurado. Ella tomaba las fotos y me las iba mostrando señalándome en cuales salía bien y en cuales no.

Llegaron dos amigos, uno mío y otro de ella, que se sentaron junto a nosotros y nos entretuvieron por separado. Ella siguió tomando fotos y luego de unos minutos me devolvió el aparato con unos lindos collages que había hecho. Quise saltar sobre ella y alzarla en peso y agradecerle por todo pero no podía abandonar la pose de chico huraño que tan bien venía funcionando. Además estaban nuestros amigos. Aunque eso no importó mucho porque al rato ambos se marcharon y llegó la profesora y nos quedamos escuchándola. La clase estuvo interesante y duró poco más de una hora. Luego ella me dio un beso en la mejilla y se marchó, y yo no pude seguirla porque los chicos de gesto adusto no hacen ese tipo de cosas.

lunes, 1 de octubre de 2012

Breve epílogo de un romance fugaz


Hoy la he vuelto a ver después de algunos días y todo ha estado bien. Hemos conversado y bromeado sobre lo frágil y delicado de su figura pero sin caer en ningún momento en discusiones. Lo más cercano fue cuando insinué que podría llevar su peso con todo ropa y accesorios como mochila. Afortunadamente, en ese instante apareció un señor que nos entregó un papel con algo de una conferencia que nos concernía a ambos y aquello nos distrajo. Luego ya no hubo más brusquedad en parte porque estuve muy pendiente de mi vocabulario.

Luego buscamos a una amiga suya por toda la universidad pero esta no ha aparecido. La llamó varias veces y la respuesta varió dentro del silencio, la contestadora y las inquietantes timbradas. Es justo decirlo, ya que de haber aparecido su amiga no habría sabido donde meter mi presencia para no parecer un inoportuno. Incluso fuimos a su facultad y seguimos sin obtener pista de su paradero. Yo ya estaba insoportable de puro contento y fue necesario que atribuyera mi alegría a un trabajo cuya entrega se había pospuesto repentinamente. Sonó falso y atroz y, sin embargo, ha bastado para disipar sus sospechas. De todos modos se suponía que no me importaba ya que me estaba tomando la molestia de acompañarla.

No habiendo aparecido la susodicha ella no tenía con quien ir en el carro y, siendo su viaje un poco peligroso, me ofrecí como voluntario sin mediar lo diferente de nuestros destinos. Noté que asentía con cierto desdén pero en ese momento estaba demasiado contento como para tomarle importancia. Pasamos unos minutos en el paradero y yo me encontraba en medio de una frase cuando llegó su carro y ella se subió presurosa y yo me quedé parado aún con mi frase y sin saber si debía de ir tras ella o intuir que nuestra manera de ver las cosas era bastante desigual.

sábado, 11 de agosto de 2012

De aromas y sensaciones



El aroma es el idioma de los sentidos. No hay nada como el olor para definir a las personas, nada como cerrar los ojos y aspirar esas partículas de vida para predecir si el suyo será un encuentro amable, un encuentro rudo o un encuentro sorpresivo, proveniente de un aroma desconocido.

Pero hay que tener cuidado con esto de los olores. Porque nada es más desagradable que estar olisqueando a alguien y por lo mismo, nada es tan perjudicial para nuestras operaciones. Nuestro intentos deben estar camuflados en forma de abrazos, saludos o apretones de mano. Tampoco se puede cometer la imprudencia de expandir y contraer las fosas nasales como un animal resoplando. La sensación llegará, tarde o temprano, sin presiones, sin exigencias, y tú solo deberás aguardar por ella. 

Supongamos que hasta aquí, todo ha marchado bien. Y de repente, como si de magia se tratase, el aroma comienza a colarse por tus fosas nasales, despertando tus sentidos, avivándolo todo. Eso significa que está llegando, eres capaz de sentirlo, la vida hecha olor, el cuerpo hecho aroma, y que ahora esa sensación está siendo cotejada con tus otros sentidos para obtener un resultado.

El secreto reside en que nada puede engañar al olfato. Por algo es el último de nuestros sentidos ancestrales; un vestigio antes usado para detectar la comida distancia y para encontrar con quién aparearse. No importa cómo alguien se vista, la forma en qué actúe, lo bien que diccione, lo fuerte que sea; porque todo se puede modificar, todo se puede fingir, mas no el aroma.

Una profunda inhalación del perfume de aquella persona que amamos bastará para llenarnos de confianza. Por el contrario, un olor que nos parezca desagradable querrá decir que nos encontramos frente a un enemigo, un rival o alguien que nos odia en secreto. Ciertos matices determinan estas pautas.

Pero servirse del olor también tiene sus desventajas. Un aroma desagradable no impregna una sustancia, como no impregna una persona, por siempre. Con el tiempo, esas sensaciones desaparecen para dar paso a la aparición de nuevos olores. Por eso es tan importante el aspecto y la apariencia en los reencuentros. Y más aún, por eso existen los reencuentros.

También existen los aromas especiales, aquellos que fueron decisivos en otro tiempo y que no pudimos borrar de nuestra mente. El olor de nuestra madre, del primer amor, de nuestra casa. Son ellos los que siempre, aún después de mil años, serán agradables, y los que nos hacen voltear cuando alguien que posee un olor parecido al de un ser amado se nos cruza por la calle.

martes, 7 de agosto de 2012

Un loco, tres


«Condenáis al borracho y detestáis al loco con la frialdad del sacerdote que sacrifica, y dais gracias a Dios porque no sois locos ni borrachos. Más de una vez he estado ebrio, más de una vez me han puesto mis pasiones al borde de la locura, y no lo siento porque he aprendido que siempre se ha dado el nombre de insensato a todos los hombres extraordinarios que hicieron algo, algo que parecía imposible».

Johann W. Goethe, Penas del joven Werther




Tercera parte

Lo recuerdo quieto como una pintura clásica, de esas que te siguen con los ojos a donde quiera que vayas. Porque él jamás te miraba directamente, pero una vez que le dabas la espalda sentías que te vigilaba, que con su estupidez se burlaba de ti. No lo puedo asegurar y a veces hasta me entraban dudas. Después de todo, ¿qué sentirá un loco al ver a alguien?, ¿lo reconocería?, ¿sabría en primer lugar lo que es un amigo, o sería como el perro que solo conoce el instinto? Incluso daba la impresión de que confundía los autos con personas. A esos si los miraba y con qué ímpetu. Su ojos no solo los seguían sino que bailaban, correteaban y hasta brincaban por seguirlos.

No me miraba cuando nos encontrábamos en la calle pero sí cuando iba con el auto. Clavaba su ojos en mí y no me los quitaba por nada del mundo. Yo aceleraba y desaceleraba, me cuadraba, daba vueltas, iba en reversa, todo para confundirlo, para que dejara de acosarme con la mirada. Pero aún así me seguía, mostrando una concentración increíble para tratarse de un loco, de la que únicamente podía zafarme si doblaba en la avenida.

La señora Linda lo mantenía limpio y bien alimentado. No dependía más de las donaciones de las demás señoras del barrio. Ella le preparaba la comida y hasta había logrado que engordara. Y el loco ya no se mostraba reticente ni se ponía malcriado. Aceptaba las moneditas que recibía de los peatones y con una tierna sonrisa —obligada desde el carrito de en frente, por un dedo y una señal de amenaza— balbuceaba algo semejante a unas gracias.

Pero a ella no le gustaba que el loco se ganara la vida de esa manera. Siempre lo repetía. Incluso nos pidió que le avisáramos sobre cualquier trabajo que encontráramos, que ella personalmente lo llevaría, explicaría su situación y se aseguraría de que trabajara como una persona normal. Un par de veces lo hizo probarse como ayudante en los puestos del mercado y en ambas no tuvo éxito. La primera vez al menos logró que lo probaran e instruyeran durante una semana, pero el loco ni a golpes que tampoco faltaron aprendía nada. Pero la segunda ni siquiera lo miraron, y tampoco se molestaron en dar explicaciones porque pensaron que se trataba de una broma.

Creíamos que ya se había rendido y solo nos dimos cuenta de lo contrario el día en que vimos al loco en la avenida, con uno de los uniformes de su hijo y con un trapo rojo en la mano, persiguiendo un vehículo. Ella corría detrás de él y cuando alcanzaba se colocaba entre los vehículos y el loco para que no lo mataran. Había un desorden y un sonido de bocinas tan grandes que casi no se notaban los insultos de los choferes. Y en realidad parecía que en cualquier momento estos se iban a bajar para agarrar a golpes al loco. Estaban furiosos, tanto que tuvimos que saltar a la pista para ayudar a doña Linda a calmarlos y de paso agarrar al loco. Todos juntos logramos sujetarlo y llevarlo al carrito de dulces pero aún así el loco no se quedaba quieto e insistía en ir tras los autos. Se le veía empecinado y era fácil adivinar que apenas nos fuéramos volvería a intentarlo. Desde ese momento supimos que el loco al fin había encontrado un pasatiempo a su altura, digno de volverse una ocupación con el tiempo.

En los meses siguiente pude comprobarlo. Y eso que al principio era muy torpe. No puedo asegurar si era así porque se trataba de mí o era lo mismo con todos los autos. Lo cierto es que nada más bastaba que me asomara a la pista con el carro para que el loco se me echara encima y empezara a llenarme las ventanas de un detergente que luego removía con su trapo rojo. No miento cuando digo que era realmente torpe porque casi siempre dejaba alguna ventana llena de espuma y cuando no se trataba de eso era su baba cayendo sobre el parabrisas de manera inexplicable. Incluso habían veces en las que dejaba el carro más sucio de lo que lo había encontrado.

Sin embargo, mejoró, seguro debido una vez más a los esfuerzos de doña linda. Al final aprendió a lavar los carros correctamente. No era un genio pero al menos le alcanzaba para ganarse unos centavos de manera honrada. Además, durante el tiempo en que restregaba y enjuagaba lunas, ventanas y puertas, casi lograba disimular su locura. Era un verdadero milagro: aquel loco sucio, violento, desnutrido, se convertía —al menos por unos segundos— en una persona útil para la sociedad. Y ya solo cuando recibía las moneditas a cambio de sus servicios el brillo de su mirada dejaba entrever un recinto de caos, la entrada a un abismo.


sábado, 21 de julio de 2012

Miríada de opiniones


¿Te parece que he cambiado?
¿Te parezco diferente?
¿Te parece inadecuado
el reunirnos nuevamente?

¿Te parece que estoy flaco?
¿Te parezco más silente?
¿Te parece que este banco (y este parque, esa garita, aquel arbusto, tanta gente)
se ha roído, ya no siente?

¿Te parezco desaseado?
¿Te parezco un indecente?
¿Te parece demasiado
tiempo lejos?, ¿no es prudente?

¿Te parezco del pasado?
¿Te parezco inexistente?
¿Te parece que alejado
no he sufrido suficiente?


martes, 17 de julio de 2012

No existe amor puro ni perfecta oración

No escupas olor
ni veas aroma
no llores sudor
no vueles paloma.

No lamentes saludo
ni celebres adiós
no mires futuro
no rujas león.

No duermas belleza
ni levantes terror
no recojas cereza
no siembres amor.

No sé si soy uno
ni sabes ser dos
no vive Neptuno
no existe Plutón.

No existe amor puro
ni perfecta oración.

sábado, 7 de julio de 2012

De los descubrimientos que últimamente he tenido la suerte de presenciar




Siempre he escrito, desde que tengo memoria he escrito. Pero no fue sino hace dos años en que decidí tomarlo en serio. En ese entonces pensaba que escribir se trataba de musas, de conseguir la inspiración que sacara lo mejor de ti para verterlo sobre el papel. De conseguirla de cualquier modo, si era necesario. Pensaba, además, que todos los libros se escribían así. Al terminar el primer año de mi nuevo pasatiempos hice una revisión de todo lo que había escrito. Habían cosas muy buenas, cosas realmente buenas, pero en general, bastante escasas.

Era increíble la diferencia entre algunos textos que —sin ser espectaculares— sonaban sinceros, entrañabales, con otros que solo sobresalían por lo pedante e inapropiado de sus líneas. Ya lo sospechaba pero aún así fue una sorpresa descubrir que los mejores textos eran los que había escrito sumergido en una pena muy honda o en una alegría indescriptible. En ambos casos, las causas de mi excitación habían sido amorosas. Por un lado, aquello me reconfortó, al comprobar esa vieja sospecha de que mi alma estaba predispuesta al romanticismo. Pero por otro, fue deprimente reconocer que en ese momento me era imposible escribir bajo un estímulo distinto del amoroso, como el cómico, filosófico o intelectual.

En ese entonces ya me asaltaba la idea de dedicarme a alguna profesión relacionada con las letras, que me exigiera escribir cuentos, crónicas, reportajes y novelas. Lamentablemente, en el estado en que me encontraba —un ser cuyo desempeño literario estaba ligado a los vuelcos amorosos de su vida— eso era imposible. Fue así que, creyendo que por mi bien y yendo en contra de mis instintos, decidí cambiar de estrategia.

Me implanté un régimen en el que debía de leer de tres a cuatro libros al mes y dedicar una hora diaria como mínimo a escribir. No importaba si me sentía predispuesto o no, inspirado o desganado, la consigna era escribir. A veces era insoportable el tener que enfrentarse a la hoja en blanco, ansioso por poner algo bueno, molesto por las ideas que no llegaban. En esas ocasiones un sentimiento de frustración se apoderaba de mí, uno del que estoy seguro me hubiera derrotado de no ser por la influencia de un escritor que tuve la suerte de conocer por medio de sus libros.

Se trataba de Mario Vargas Llosa, al cual admiraba con cierto recelo. Sucedió que un día me topé con un testimonio suyo en el cual confesaba que a él le había ocurrido algo parecido. En sus inicios, solía sentirse invadido por el desgano, la flaqueza: por el miedo al fracaso. En esos momentos, decía, apelaba a su voluntad. Él sabía que no era un escritor talentoso, que no había nacido con ese maldito don de escribir que sí poseían otros autores; pero estaba convencido de que a base de esfuerzo, de sudor, de sacrificio, podía ser capaz de suplir sus carencias. Su refrán era la voluntad puede darle órdenes a la poesía. Inmeditamente me identiqué con él. Tenía razón, habían dos tipos de escritores: aquellos que nacen con el talento, que tienen en sus venas la literatura y la poesía, y aquellos que en base a su perseverancia, a su voluntad, logran hacerse escritores. Si era así, entonces yo pertenecía al segundo grupo.

Nuevamente pasó un año y era hora de revisar lo avanzado. Tengo que decir que estaba muy emocionado por ver mi progreso, y que eso, en parte, alimentó la profunda desazón que sentí luego de contemplar mi fracaso. La gran mayoría de mis textos eran impecables, tenían un ortografía perfecta y un orden estricto, pero a su vez, eran ajenos, fríos, no me podía reconocer en ellos. Parecían haber sido escritos por un robot, por un narrador de noticias, antes que por mí. El ángel que inundaba las páginas de mis primeros textos a pesar de ser estos desordenados e inconclusos, se había perdido. En el afán de querer escribir con propiedad, corrigiendo cada coma, cada punto, cada tilde, había perdido mi esencia, mi calidez y mi alma.

Fueron los peores momentos, he de admitirlo. La desesperación se transformó en furia, en deseos mandar todo al tacho y retomar el viejo romance con los fríos números. Fue en ese instante de terror, en el que llegué a estar a punto de abandonar la carrera de humanidades a la que me había cambiado por ser consecuente con mis aspiraciones, que tuve otro descubrimiento. El de los compañeros que, sin darme cuenta, habían comenzado a poblar mi biblioteca, contándome sus secretos, revelándome sus historias. Cada uno era diferente del otro en sus características, en su forma; pero a su vez, todos ellos eran especiales, únicos y ninguno le restaba protagonismo a sus vecinos. Estoy seguro que ellos me lo dijeron, que fueron ellos los que me hicieron digno del más importante secreto de los grandes narradores: que cada escritor debe encontrar su estilo. Eran importantes la ortografía, las técnicas, las correcciones, pero más importante aún era no perder la esencia en ese discurrir de recursos. Es eso lo que le da vida, fuerza y pasión a los personajes, ellos se alimentan de su creador, de sus vivencias, de sus éxitos y fracasos, y sin ellos, no son más que simples monigotes usados para contar una historia.

Había pues que encontrar un estilo, había pues que jamás descuidar la forma compuesta por otros elementos como la ortografía, el orden y los recursos. Ese era el camino correcto y había pues, que seguirlo. Es una tarea que vengo realizando y de la que me siento feliz de participar, esperando algún día encontrar la ruta que me lleve a ser ese escritor que deseo ser. Y que me tendrá a mí como modelo.

miércoles, 20 de junio de 2012

Lo que hiciste conmigo


Últimamente estoy queriendo menos
y me estoy quedando sordo.
Tus palabras son relleno
de un viento poco sonoro.

Débiles y sin efecto,
en mi oído se hacen polvo.

Últimamente estoy amando menos
y por ti, ciego me vuelvo.
La rabia de saberte lejos
come el iris, es un cuervo.

Con sus dientes, aguileños,
hace añicos los recuerdos.

Últimamente, tengo menos,
olfato que mi perro,
me dirás que ya es un hecho
que deliro, caigo en yerros.

Te felicito, haz descubierto
que últimamente, poco pienso.

domingo, 17 de junio de 2012

A Antonio, siempre ausente...

Supongo que todo comenzó por ahí. Al fin me empiezo a dar cuenta. Y no es que hasta hoy mi vida se haya organizado perfectamente bien sin este conocimiento. No ha sido así. En realidad, siempre lo había tenido pero en forma de intuición, de sospecha. Creía que algo estaba mal pero no tenía la capacidad de entenderlo. Gracias a los años y a la perspectiva, hoy puedo verlo. No fuiste el culpable mas si el que dio inicio a todo, papá.

De hecho que toda la culpa es mía, que de los infinitos errores que he cometido infinita es mi responsabilidad. A lo que me refiero es que si en algún punto toda esta maraña de errores tuvo que comenzar, seguramente fue contigo. Y que quede claro que con esto, no te estoy reclamando nada; simplemente escarbo en la historia, analizo los hechos.

Porque tampoco es que haya vivido atormentado por tu ausencia, de ningún modo. Por el contrario, me animaría a decir que he intentado ser feliz y que lo he conseguido, a veces. Pero aún en esos instantes nada estuvo completo.

Eso es algo que ni un solo segundo dejó de inquietarme. Encontrar la respuesta, resolver el enigma. Y la busqué en todas partes, papá. En el reconocimiento familiar que brindaban los estudios, en la adrenalina proveniente del fútbol, en el amor extraído a ellas.

Nunca encontré aquello que faltaba y que ahora sé debía provenir de ti. Pero eso no me importa, porque podría buscarte ahora mismo con la esperanza de recuperar lo perdido. ¿Sabes lo que en verdad me molesta? ¿Sabes lo que no puedo soportar? Que nunca sabré lo que es.

Si tan solo lo supiera, si tan solo descubriera que fue lo que me faltó todos estos años y que causó tanta infelicidad. Si tuviera la respuesta, sería fácil arreglar las cosas. Soy inteligente, papá. No me costaría mucho hallar el modo de reemplazar ese ingrediente por algo más accesible, por algo existente. Pero no lo sé, jamás lo sabré, siempre faltará algo, nunca seré un hombre completo.

¿Sabes por qué estoy tan seguro? Porque cuando te volví a ver, después de tantos años, no sentí nada. Y de nada valió que tratara con hidalguía de soportar el silencio que después de cada frase nos acribillaba, de nada sirvió escuchar tus interminables monólogos sobre el gran futuro que nos esperaba, no tuvo sentido abrazarte ni besarte porque por mucho que lo intentara, no lograba sentir nada.

Eso me demostró que ya estaba todo perdido. Soy un hombre incompleto que sabe que algo le falta sin saber lo que es. No sé que tantos errores hubiera evitado contigo a mi lado, ni que tan rápido me habría levantado. Nunca lo sabré y eso hace que me hierva la sangre. Ser un ser incompleto, tener un alma lisiada, una voluntad resquebrajada.

Como te decía, no digo que tu seas el culpable. Nada mas la causa papá, y si te preguntas por el daño que tu ausencia pudo acarrear, respóndete esto. ¿Qué tanto mal le hace experimentar una pesadilla, a un hombre que no para de soñar? 


jueves, 31 de mayo de 2012

Un loco, dos


Segunda parte

Lo recuerdo sentado en la avenida, el cuerpo completamente inmovilazado a excepción de los ojos, que se movían rápido como una pelota en un buen equipo de fútbol. Se apoyaba en el único poste que por las noches iluminaba la pista y así, las piernas recogidas, los brazos abrazando esas piernas, el mentón sobre las rodillas, permanecía durante toda la mañana. Lo sé porque para irme a entrenar tenía que cruzar esa avenida. Los primeros rayos de sol ya lo revelaban allí, con la mirada sosegada al no tener que seguir tantos carros a la vez. Y el mediodía lo seguía mostrando pero ya con los ojos incontrolables, rojos de no pestañear, aunque esbozando una leve sonrisa que podía ser de estupidez o felicidad.

Un día un pequeño gorrito apareció a su lado. Era, si mal no recuerdo, azul, muy gastado y poseía un mensaje ilegible sobre la visera. Jamás lo llevaba en la cabeza; daba a entender, que era demasiado angosto para sus gruesos cabellos. Nunca lo lucía durante la tarde, cuando nos visitaba, y sin embargo, al día siguiente, el gorrito volvía a aparecer en su mismo sitio. Su lugar era la vereda, delante de las aprisionadas piernas del loco. Al loco parecía importarle muy poco su presencia y rara vez lo miraba. El único contacto que ambos tenían se daba a través de la saliva del loco, que se escapaba de su boca en los días de mucho viento, para viajar parabólicamente y luego aterrizar sobre el gorrito.

Una tarde encontramos una monedita de cinco céntimos dentro del dichoso gorrito. Debió provenir de algún visitante que confundiera al loco con un mendigo. No le tomamos importancia y seguimos de frente, directo a la cancha donde entrenaba por las mañanas, esta vez, para jugar un partido amistoso con los chicos del barrio. Al regresar, ya no había una sino dos moneditas. Y al día siguiente ya no eran dos sino varias moneditas de cinco, diez y hasta veinte céntimos. Y a las pocas semanas el loco ya se había convertido en el primer indigente del barrio.

Pero este no parecía darse cuenta de sus ganancias. A veces lo sorprendíamos arrojando sobre los carros las pocas moneditas que ganaba, celebrando cada acierto (que para el loco era introducir la monedita por la ranura de la ventana) incorporándose y saltando como mono. No tardaron en aparecer personas que se le acercaban con el único objetivo de arrebatarle sus moneditas. A estos, el loco los pateaba y los escupía, pero solo a veces lograba espantarlos porque casi siempre iban en grupo. Pronto, apelando a su instinto, el loco empezó a arrojarlas apenas las conseguía, con el único inconveniente en que ya nunca lograba poseer más de unas cuantas.

Terminado el verano mi papá me obligó a retirarme del equipo de fútbol, por lo que dejé de pasar por la avenida y por consiguiente, de prestarle atención al loco. Este continuaba regresando todas las tardes al barrio, a pesar de que lo molíamos a patadas cuando anochecía para evitar que fuera él quien comenzara con los golpes. Aunque, siendo sinceros, sus golpes nunca nos caían, pues sus largas piernas lo hacían demasiado torpe. Luego, un día, el loco dejó de venir. No nos dimos cuenta sino hasta que se cumplió una semana entera y no venía, cosa que nos parecía sumamente extraña.

Al día siguiente decidimos, más por curiosidad que por preocupación, ir hasta la avenida en busca del loco. Lo encontramos en el poste donde acostumbraba reclinarse, en la misma posición de siempre y con el gorrito donde toda la vida. Pero había algo, un pequeño detalle que sobraba. El loco ya no arrojaba sus moneditas, ahora las conservaba, y, en lugar de estas, lanzaba pequeñas piedritas sobre los vehículos. La avenida era, en su mayor parte, de tierra, por lo que el loco disponía de un número ilimitado de nuevas municiones. Se trataba de piedritas minúsculas, inofensivas, así que no encontramos nada de malo en el nuevo pasatiempo del loco.

Ya cuando nos íbamos a ir, a Junior se le ocurrió la idea de contar la cantidad de monedas acumuladas por el loco. Nadie quería robarle, solo quedar impresionados y encontrar una nueva joda para los que se atrevieran a apostar sin dinero. Algo así como que debían de hacerle compañía al loco.

Ya íbamos a levantar la gorra cuando una señora se colocó entre nosotros y el loco. Decías cosas que no se entendían, de mala manera, pero la tranquilizamos y al final ya solo nos preguntaba una y otra vez que por qué estábamos fastidiando al loco. Anthony le explicó que eramos todos amigos del loquito y que solo queríamos conocer el motivo de que ya no fuera a visitarnos. Todos pusimos una cara de tristeza que la señora se conmovió al instante y se presentó como doña Celinda, aclarando que por tratarse de amigos de su engreído solo la llamáramos Linda. Dijo que desde hace un par de meses trabajaba vendiendo golosinas en ese lugar, nos señaló su carrito y nos llevó allí a conversar.

No sé qué tanto conversábamos pero es que la señora era muy divertida y también nos entretenía regalándonos caramelos. Nos contó que la habían botado del colegio en donde antes trabajaba y no le quedó de otra que refugiarse en la avenida. Durante los primeros días, vio que venían chicos de otros barrios y le robaban y hasta le pegaban al pobre loquito. Este intentaba defenderse pero solo atinaba a patalear hasta que los otros lo reducían y se iban con las monedas. No resistió ver semejante abuso y tuvo que llamar a su hijo, que era militar. Ambos se encargaron de defender al loco hasta que todos aprendieron que no tenían que meterse con él porque ahora tenía gente dispuesta a defenderlo siempre. Sin querer, se fue encariñando con él, y ahora hasta le daba comida y se cobraba con la plata que tenía en su gorrito pero nunca robando nada, solo sacando lo necesario. Lo demás lo estaba guardando para comprarle una chompa al loco cuando llegara el invierno o lo que él necesitara, ya que le daba pena verlo siempre con esos harapos que no abrigaban nada.

Ese día nos hicimos amigos de doña Linda. Después de jugar íbamos a comprarle cosas y nos quedábamos largo rato conversando con ella. Así, al igual que doña Linda, sin querer, nos fuimos encariñando con el loquito. Ya no esperábamos a que se apareciera por el barrio, ahora eramos nosotros los que corríamos a buscarlo a la avenida. Él se comportaba cada día mejor y ya no tenía esos ataques que antes nos obligaban a correrlo a patadas. Esa era una buena noticia y más para mí, que ya estaba cansado de tener que botarlo cada vez que se ponía agresivo con los chicos.

lunes, 28 de mayo de 2012

Un loco



Primera parte

Lo recuerdo con sus ojos movedizos, incapaces de fijarse en un solo objetivo, recorriendo en un segundo todos los ángulos, todas las distancias, como si aquellos cristales hubieran hecho la promesa de nunca tomarse un descanso. Lo recuerdo también por su ropa, que era un conjunto de harapos siempre sucios y desgarrados. ¿Dónde dormiría este pobre hombre? ¿Podría invocar la tranquilidad para conciliar el sueño este espíritu excitado, este animal desfasado? En el intento se movería, rodaría de un lado a otro, ensayaría extrañas posiciones, se daría muy fuerte en la cabeza confundiendo el sueño con el desmayo. Pero sobre todo lo recuerdo por su sinceridad. Porque él no sabía mentir, él nunca ocultaba nada y cualquiera que se lo topaba comprendía inmediatamente que se trataba de un loco.

Habían señoras que a veces le alcanzaban un poco de comida en platos descartables. Caminaban atemorizadas hasta donde se encontraba el loco, que las esperaba con los ojos extrañamente inmovilizados en ellas. A medida que avanzaban, las señoras se llenaban de temor frente a una posible arremetida del loco. Esto raras veces ocurría pero por precaución las señoras soltaban el plato de comida a unos metros del loco que, inmediatamente, se avalanzaba sobre el suelo para terminar comiendo desesperado y en cuclillas. Contemplando la felicidad e impaciencia con que el loco se alimentaba, las señoras se llenaban de emoción y comprendían la razón que una y otra vez las llevaba a acercarse a un sujeto tan peligroso como creían que era el loco.

Nosotros representábamos la otra cara porque solíamos aprovecharnos del loco. Por citar un ejemplo, bastaba que nadie se animara a sacar la pelota del jardín del vecino para llamarlo. Y este venía muy contento, feliz de que quisieran pasar tiempo con él. Con gestos y señas le indicábamos lo que tenía que hacer y el loco tenía miedo pero a empujones lo convencíamos de que entrara y una vez allí, ¡qué le quedaba sino coger la pelota y mandarla hacia acá!. Después volvíamos a jugar y solo era cuestión de tiempo para que el loco rompiera algo en su intento por salir y luego el vecino lo espantara a correazos. Y el volvía solamente para que nosotros también lo botáramos disparándole piedritas no muy grandes porque tampoco había que ser desconsiderados.

Sin embargo, lo peor para el loco llegaba con el verano. Después del almuerzo recogíamos el betún, el talco, la pintura, los tubos y los baldes que se encontraban guardados desde el verano pasado en la casa de Junior. Recorríamos varias calles pero rara vez divisábamos chicas solas: por esos días, casi todas se hacían acompañar por alguien mayor. No era culpa nuestra que al final del día tan solo hubiéramos atrapado un par de chicas y nos sobraran tantas cosas. Eso no podía desperdiciarse, de ninguna forma, así que no había otra que ir donde el loco y sacrificar nuestras municiones en ese cuerpo mugroso. No era nada fácil ya que el loco era muy rápido y sobre todo vivísimo a la hora de correrse. Movía de tal forma las piernas que parecía que en cualquier momento se le iban a enredar y se iría de bruces contra el suelo. Pero esto no ocurría y la única forma de atraparlo era que uno le diera la vuelta a la manzana y lo sorprendiera por el otro lado. Ahí si que el loco se asustaba y gritaba tanto que los vecinos creían que le estábamos dando una golpisa. Había pues que explicarles, y mientras tanto el loco se movía y sufría que daba pena, por lo que terminábamos  dejándolo ir un poco arrepentidos pero riéndonos de cómo lo habíamos dejado y eso no sale fácilmente.

Después de haber cometido una maldad contra el loco siempre venía el arrepentimiento. Nos poníamos a recordar lo que le habíamos hecho y luego pobre loquito, no hay que ser malos con el loquito, hay que ser sus amigos y finalmente, loquito: ¿no quieres venir a jugar con nosotros? El loco todo lo malograba debido a su torpeza pero hay que ver cómo se divertía dándole a la pelota, escondiéndose en lugares llenos de mugre, intentando darle a las latas de leche Gloria, quedándose inmóvil en espera de que uno de nosotros lo desencantara. Hacía lo que se le decía y siempre contento, siempre servil, como si nosotros fuésemos sus verdaderos amigos y no los malditos que a veces se aprovechaban de él.

Con las primeras horas de la noche comenzaban los problemas. Desconozco que le haría exactamente la noche al loco pero era claro que lo volvía más violento y más miedoso. Apenas le decíamos algo enterraba su rostro debajo de sus brazos y comenzaba a dar patadas a todo lo que se movía. Se mantenía así por un rato hasta que poco a poco se iba calmando y parecía que ya otra vez nos reconocía porque adquiría esa actitud feliz y sumisa que lo caracterizaba. Soportábamos sus escenas una o dos veces pero había días en que el loco estaba insufrible y por todo se agazapaba detrás de sus largos brazos con forma de pinzas. A mí me daba igual y sugería que lo dejaran en paz pero el Chato no aguantaba pulgas. Lo llenaba de insultos que solo conseguían asustarlo más y hacer que se pusiera a patear hasta el aire. Si alguna de esas patadas le llegaba a caer al Chato ¡madre mía! porque ahí mismo cogía una piedra de buen tamaño y se la ensartaba en la cabeza y el loco se defendía pera ya todos nos habíamos puesto del lado del Chato y decíamos ¡sí! hay que pegarle, ¡sí! hay que sacarle la mierda, y al pobre loco no le quedaba otra que irse del barrio.

No era una vida envidiable pero todos coincidíamos, durante el juego de cartas de la noche, que para un loco estaba bien. Pasaba las tardes con nosotros y comía lo que nuestras mamás generosamente le llevaban. Junior decía que en las mañanas lo había visto sentado entre las pistas de la avenida, observando el ir y venir de los carros hacia la ciudad. Un día, ganados por la curiosidad, fuimos a comprobarlo y era verdad. El loco permanecía ahí desde temprano, el cuerpo completamente inmovilizado a excepción de los ojos, que iban de un lado a otro como dos moscas revoloteando.

Ese mismo día nos pusimos a pensar y coincidimos en que el único misterio que rondaba la vida del loco era respecto al lugar en donde dormía. No era en la avenida porque jamás me había topado con él en los viajes a los que me llevaba mi papá una vez cada dos o tres meses, y que siempre eran de madrugada. Además, nadie le conocía una casa y sin embargo siempre volvía a aparecer temprano en la avenida y más tarde en el barrio. Aquel día dijimos también que algún día lo seguiríamos y lo descubriríamos durmiendo en un terreno abandonado, junto a una familia llena de locos. Fue una más de las promesas que hicimos de niños y que nunca cumplimos.