Siempre he escrito, desde que tengo
memoria he escrito. Pero no fue sino hace dos años en que decidí
tomarlo en serio. En ese entonces pensaba que escribir se trataba de
musas, de conseguir la inspiración que sacara lo mejor de ti para
verterlo sobre el papel. De conseguirla de cualquier modo, si era
necesario. Pensaba, además, que todos los libros se escribían así.
Al terminar el primer año de mi nuevo pasatiempos hice una revisión
de todo lo que había escrito. Habían cosas muy buenas, cosas
realmente buenas, pero en general, bastante escasas.
Era increíble la diferencia entre
algunos textos que —sin
ser espectaculares— sonaban sinceros, entrañabales, con otros que
solo sobresalían por lo pedante e inapropiado de sus líneas. Ya lo
sospechaba pero aún así fue una sorpresa descubrir que los mejores
textos eran los que había escrito sumergido en una pena muy honda o
en una alegría indescriptible. En ambos casos, las causas de mi
excitación habían sido amorosas. Por un lado, aquello me
reconfortó, al comprobar esa vieja sospecha de que mi alma estaba
predispuesta al romanticismo. Pero por otro, fue deprimente reconocer
que en ese momento me era imposible escribir bajo un estímulo
distinto del amoroso, como el cómico, filosófico o intelectual.
En ese entonces ya me asaltaba la idea de dedicarme a alguna
profesión relacionada con las letras, que me exigiera escribir
cuentos, crónicas, reportajes y novelas. Lamentablemente, en el
estado en que me encontraba —un ser cuyo desempeño literario
estaba ligado a los vuelcos amorosos de su vida— eso era imposible.
Fue así que, creyendo que por mi bien y yendo en contra de mis
instintos, decidí cambiar de estrategia.
Me
implanté un régimen en el que debía de leer de tres a cuatro
libros al mes y dedicar una hora diaria como mínimo a escribir. No
importaba si me sentía predispuesto o no, inspirado o desganado, la
consigna era escribir. A veces era insoportable el tener que
enfrentarse a la hoja en blanco, ansioso por poner algo bueno,
molesto por las ideas que no llegaban. En esas ocasiones un
sentimiento de frustración se apoderaba de mí, uno del que estoy
seguro me hubiera derrotado de no ser por la influencia de un
escritor que tuve la suerte de conocer por medio de sus libros.
Se
trataba de Mario Vargas Llosa, al cual admiraba con cierto recelo.
Sucedió que un día me topé con un testimonio suyo en el cual
confesaba que a él le había ocurrido algo parecido. En sus inicios,
solía sentirse invadido por el desgano, la flaqueza: por el miedo al
fracaso. En esos momentos, decía, apelaba a su voluntad. Él sabía
que no era un escritor talentoso, que no había nacido con ese
maldito don de escribir que sí poseían otros autores; pero estaba
convencido de que a base de esfuerzo, de sudor, de sacrificio, podía
ser capaz de suplir sus carencias. Su refrán era
la voluntad puede darle órdenes a la poesía.
Inmeditamente me identiqué con él. Tenía razón, habían dos tipos
de escritores: aquellos que nacen con el talento, que tienen en sus
venas la literatura y la poesía, y aquellos que en base a su
perseverancia, a su voluntad, logran hacerse escritores. Si era así,
entonces yo pertenecía al segundo grupo.
Nuevamente
pasó un año y era hora de revisar lo avanzado. Tengo que decir que
estaba muy emocionado por ver mi progreso, y que eso, en parte,
alimentó la profunda desazón que sentí luego de contemplar mi
fracaso. La gran mayoría de mis textos eran impecables, tenían un
ortografía perfecta y un orden estricto, pero a su vez, eran ajenos,
fríos, no me podía reconocer en ellos. Parecían haber sido
escritos por un robot, por un narrador de noticias, antes que por mí.
El ángel que inundaba las páginas de mis primeros textos a pesar de
ser estos desordenados e inconclusos, se había perdido. En el afán de
querer escribir con propiedad, corrigiendo cada coma, cada punto,
cada tilde, había perdido mi esencia, mi calidez y mi alma.
Fueron
los peores momentos, he de admitirlo. La desesperación se transformó
en furia, en deseos mandar todo al tacho y retomar el viejo romance
con los fríos números. Fue en ese instante de terror, en el que
llegué a estar a punto de abandonar la carrera de humanidades a la
que me había cambiado por ser consecuente con mis aspiraciones, que
tuve otro descubrimiento. El de los compañeros que, sin darme
cuenta, habían comenzado a poblar mi biblioteca, contándome sus
secretos, revelándome sus historias. Cada uno era diferente del otro
en sus características, en su forma; pero a su vez, todos ellos eran
especiales, únicos y ninguno le restaba protagonismo a sus vecinos.
Estoy seguro que ellos me lo dijeron, que fueron ellos los que me
hicieron digno del más importante secreto de los grandes narradores:
que
cada escritor debe encontrar su estilo.
Eran importantes la ortografía, las técnicas, las correcciones,
pero más importante aún era no perder la esencia en ese discurrir
de recursos. Es eso lo que le da vida, fuerza y pasión a los
personajes, ellos se alimentan de su creador, de sus vivencias, de sus
éxitos y fracasos, y sin ellos, no son más que simples monigotes
usados para contar una historia.
Había
pues que encontrar un estilo, había pues que jamás descuidar la
forma compuesta por otros elementos como la ortografía, el orden y
los recursos. Ese era el camino correcto y había pues, que seguirlo.
Es una tarea que vengo realizando y de la que me siento feliz de
participar, esperando algún día encontrar la ruta que me lleve a
ser ese escritor que deseo ser. Y que me tendrá a mí como modelo.