jueves, 31 de mayo de 2012

Un loco, dos


Segunda parte

Lo recuerdo sentado en la avenida, el cuerpo completamente inmovilazado a excepción de los ojos, que se movían rápido como una pelota en un buen equipo de fútbol. Se apoyaba en el único poste que por las noches iluminaba la pista y así, las piernas recogidas, los brazos abrazando esas piernas, el mentón sobre las rodillas, permanecía durante toda la mañana. Lo sé porque para irme a entrenar tenía que cruzar esa avenida. Los primeros rayos de sol ya lo revelaban allí, con la mirada sosegada al no tener que seguir tantos carros a la vez. Y el mediodía lo seguía mostrando pero ya con los ojos incontrolables, rojos de no pestañear, aunque esbozando una leve sonrisa que podía ser de estupidez o felicidad.

Un día un pequeño gorrito apareció a su lado. Era, si mal no recuerdo, azul, muy gastado y poseía un mensaje ilegible sobre la visera. Jamás lo llevaba en la cabeza; daba a entender, que era demasiado angosto para sus gruesos cabellos. Nunca lo lucía durante la tarde, cuando nos visitaba, y sin embargo, al día siguiente, el gorrito volvía a aparecer en su mismo sitio. Su lugar era la vereda, delante de las aprisionadas piernas del loco. Al loco parecía importarle muy poco su presencia y rara vez lo miraba. El único contacto que ambos tenían se daba a través de la saliva del loco, que se escapaba de su boca en los días de mucho viento, para viajar parabólicamente y luego aterrizar sobre el gorrito.

Una tarde encontramos una monedita de cinco céntimos dentro del dichoso gorrito. Debió provenir de algún visitante que confundiera al loco con un mendigo. No le tomamos importancia y seguimos de frente, directo a la cancha donde entrenaba por las mañanas, esta vez, para jugar un partido amistoso con los chicos del barrio. Al regresar, ya no había una sino dos moneditas. Y al día siguiente ya no eran dos sino varias moneditas de cinco, diez y hasta veinte céntimos. Y a las pocas semanas el loco ya se había convertido en el primer indigente del barrio.

Pero este no parecía darse cuenta de sus ganancias. A veces lo sorprendíamos arrojando sobre los carros las pocas moneditas que ganaba, celebrando cada acierto (que para el loco era introducir la monedita por la ranura de la ventana) incorporándose y saltando como mono. No tardaron en aparecer personas que se le acercaban con el único objetivo de arrebatarle sus moneditas. A estos, el loco los pateaba y los escupía, pero solo a veces lograba espantarlos porque casi siempre iban en grupo. Pronto, apelando a su instinto, el loco empezó a arrojarlas apenas las conseguía, con el único inconveniente en que ya nunca lograba poseer más de unas cuantas.

Terminado el verano mi papá me obligó a retirarme del equipo de fútbol, por lo que dejé de pasar por la avenida y por consiguiente, de prestarle atención al loco. Este continuaba regresando todas las tardes al barrio, a pesar de que lo molíamos a patadas cuando anochecía para evitar que fuera él quien comenzara con los golpes. Aunque, siendo sinceros, sus golpes nunca nos caían, pues sus largas piernas lo hacían demasiado torpe. Luego, un día, el loco dejó de venir. No nos dimos cuenta sino hasta que se cumplió una semana entera y no venía, cosa que nos parecía sumamente extraña.

Al día siguiente decidimos, más por curiosidad que por preocupación, ir hasta la avenida en busca del loco. Lo encontramos en el poste donde acostumbraba reclinarse, en la misma posición de siempre y con el gorrito donde toda la vida. Pero había algo, un pequeño detalle que sobraba. El loco ya no arrojaba sus moneditas, ahora las conservaba, y, en lugar de estas, lanzaba pequeñas piedritas sobre los vehículos. La avenida era, en su mayor parte, de tierra, por lo que el loco disponía de un número ilimitado de nuevas municiones. Se trataba de piedritas minúsculas, inofensivas, así que no encontramos nada de malo en el nuevo pasatiempo del loco.

Ya cuando nos íbamos a ir, a Junior se le ocurrió la idea de contar la cantidad de monedas acumuladas por el loco. Nadie quería robarle, solo quedar impresionados y encontrar una nueva joda para los que se atrevieran a apostar sin dinero. Algo así como que debían de hacerle compañía al loco.

Ya íbamos a levantar la gorra cuando una señora se colocó entre nosotros y el loco. Decías cosas que no se entendían, de mala manera, pero la tranquilizamos y al final ya solo nos preguntaba una y otra vez que por qué estábamos fastidiando al loco. Anthony le explicó que eramos todos amigos del loquito y que solo queríamos conocer el motivo de que ya no fuera a visitarnos. Todos pusimos una cara de tristeza que la señora se conmovió al instante y se presentó como doña Celinda, aclarando que por tratarse de amigos de su engreído solo la llamáramos Linda. Dijo que desde hace un par de meses trabajaba vendiendo golosinas en ese lugar, nos señaló su carrito y nos llevó allí a conversar.

No sé qué tanto conversábamos pero es que la señora era muy divertida y también nos entretenía regalándonos caramelos. Nos contó que la habían botado del colegio en donde antes trabajaba y no le quedó de otra que refugiarse en la avenida. Durante los primeros días, vio que venían chicos de otros barrios y le robaban y hasta le pegaban al pobre loquito. Este intentaba defenderse pero solo atinaba a patalear hasta que los otros lo reducían y se iban con las monedas. No resistió ver semejante abuso y tuvo que llamar a su hijo, que era militar. Ambos se encargaron de defender al loco hasta que todos aprendieron que no tenían que meterse con él porque ahora tenía gente dispuesta a defenderlo siempre. Sin querer, se fue encariñando con él, y ahora hasta le daba comida y se cobraba con la plata que tenía en su gorrito pero nunca robando nada, solo sacando lo necesario. Lo demás lo estaba guardando para comprarle una chompa al loco cuando llegara el invierno o lo que él necesitara, ya que le daba pena verlo siempre con esos harapos que no abrigaban nada.

Ese día nos hicimos amigos de doña Linda. Después de jugar íbamos a comprarle cosas y nos quedábamos largo rato conversando con ella. Así, al igual que doña Linda, sin querer, nos fuimos encariñando con el loquito. Ya no esperábamos a que se apareciera por el barrio, ahora eramos nosotros los que corríamos a buscarlo a la avenida. Él se comportaba cada día mejor y ya no tenía esos ataques que antes nos obligaban a correrlo a patadas. Esa era una buena noticia y más para mí, que ya estaba cansado de tener que botarlo cada vez que se ponía agresivo con los chicos.

lunes, 28 de mayo de 2012

Un loco



Primera parte

Lo recuerdo con sus ojos movedizos, incapaces de fijarse en un solo objetivo, recorriendo en un segundo todos los ángulos, todas las distancias, como si aquellos cristales hubieran hecho la promesa de nunca tomarse un descanso. Lo recuerdo también por su ropa, que era un conjunto de harapos siempre sucios y desgarrados. ¿Dónde dormiría este pobre hombre? ¿Podría invocar la tranquilidad para conciliar el sueño este espíritu excitado, este animal desfasado? En el intento se movería, rodaría de un lado a otro, ensayaría extrañas posiciones, se daría muy fuerte en la cabeza confundiendo el sueño con el desmayo. Pero sobre todo lo recuerdo por su sinceridad. Porque él no sabía mentir, él nunca ocultaba nada y cualquiera que se lo topaba comprendía inmediatamente que se trataba de un loco.

Habían señoras que a veces le alcanzaban un poco de comida en platos descartables. Caminaban atemorizadas hasta donde se encontraba el loco, que las esperaba con los ojos extrañamente inmovilizados en ellas. A medida que avanzaban, las señoras se llenaban de temor frente a una posible arremetida del loco. Esto raras veces ocurría pero por precaución las señoras soltaban el plato de comida a unos metros del loco que, inmediatamente, se avalanzaba sobre el suelo para terminar comiendo desesperado y en cuclillas. Contemplando la felicidad e impaciencia con que el loco se alimentaba, las señoras se llenaban de emoción y comprendían la razón que una y otra vez las llevaba a acercarse a un sujeto tan peligroso como creían que era el loco.

Nosotros representábamos la otra cara porque solíamos aprovecharnos del loco. Por citar un ejemplo, bastaba que nadie se animara a sacar la pelota del jardín del vecino para llamarlo. Y este venía muy contento, feliz de que quisieran pasar tiempo con él. Con gestos y señas le indicábamos lo que tenía que hacer y el loco tenía miedo pero a empujones lo convencíamos de que entrara y una vez allí, ¡qué le quedaba sino coger la pelota y mandarla hacia acá!. Después volvíamos a jugar y solo era cuestión de tiempo para que el loco rompiera algo en su intento por salir y luego el vecino lo espantara a correazos. Y el volvía solamente para que nosotros también lo botáramos disparándole piedritas no muy grandes porque tampoco había que ser desconsiderados.

Sin embargo, lo peor para el loco llegaba con el verano. Después del almuerzo recogíamos el betún, el talco, la pintura, los tubos y los baldes que se encontraban guardados desde el verano pasado en la casa de Junior. Recorríamos varias calles pero rara vez divisábamos chicas solas: por esos días, casi todas se hacían acompañar por alguien mayor. No era culpa nuestra que al final del día tan solo hubiéramos atrapado un par de chicas y nos sobraran tantas cosas. Eso no podía desperdiciarse, de ninguna forma, así que no había otra que ir donde el loco y sacrificar nuestras municiones en ese cuerpo mugroso. No era nada fácil ya que el loco era muy rápido y sobre todo vivísimo a la hora de correrse. Movía de tal forma las piernas que parecía que en cualquier momento se le iban a enredar y se iría de bruces contra el suelo. Pero esto no ocurría y la única forma de atraparlo era que uno le diera la vuelta a la manzana y lo sorprendiera por el otro lado. Ahí si que el loco se asustaba y gritaba tanto que los vecinos creían que le estábamos dando una golpisa. Había pues que explicarles, y mientras tanto el loco se movía y sufría que daba pena, por lo que terminábamos  dejándolo ir un poco arrepentidos pero riéndonos de cómo lo habíamos dejado y eso no sale fácilmente.

Después de haber cometido una maldad contra el loco siempre venía el arrepentimiento. Nos poníamos a recordar lo que le habíamos hecho y luego pobre loquito, no hay que ser malos con el loquito, hay que ser sus amigos y finalmente, loquito: ¿no quieres venir a jugar con nosotros? El loco todo lo malograba debido a su torpeza pero hay que ver cómo se divertía dándole a la pelota, escondiéndose en lugares llenos de mugre, intentando darle a las latas de leche Gloria, quedándose inmóvil en espera de que uno de nosotros lo desencantara. Hacía lo que se le decía y siempre contento, siempre servil, como si nosotros fuésemos sus verdaderos amigos y no los malditos que a veces se aprovechaban de él.

Con las primeras horas de la noche comenzaban los problemas. Desconozco que le haría exactamente la noche al loco pero era claro que lo volvía más violento y más miedoso. Apenas le decíamos algo enterraba su rostro debajo de sus brazos y comenzaba a dar patadas a todo lo que se movía. Se mantenía así por un rato hasta que poco a poco se iba calmando y parecía que ya otra vez nos reconocía porque adquiría esa actitud feliz y sumisa que lo caracterizaba. Soportábamos sus escenas una o dos veces pero había días en que el loco estaba insufrible y por todo se agazapaba detrás de sus largos brazos con forma de pinzas. A mí me daba igual y sugería que lo dejaran en paz pero el Chato no aguantaba pulgas. Lo llenaba de insultos que solo conseguían asustarlo más y hacer que se pusiera a patear hasta el aire. Si alguna de esas patadas le llegaba a caer al Chato ¡madre mía! porque ahí mismo cogía una piedra de buen tamaño y se la ensartaba en la cabeza y el loco se defendía pera ya todos nos habíamos puesto del lado del Chato y decíamos ¡sí! hay que pegarle, ¡sí! hay que sacarle la mierda, y al pobre loco no le quedaba otra que irse del barrio.

No era una vida envidiable pero todos coincidíamos, durante el juego de cartas de la noche, que para un loco estaba bien. Pasaba las tardes con nosotros y comía lo que nuestras mamás generosamente le llevaban. Junior decía que en las mañanas lo había visto sentado entre las pistas de la avenida, observando el ir y venir de los carros hacia la ciudad. Un día, ganados por la curiosidad, fuimos a comprobarlo y era verdad. El loco permanecía ahí desde temprano, el cuerpo completamente inmovilizado a excepción de los ojos, que iban de un lado a otro como dos moscas revoloteando.

Ese mismo día nos pusimos a pensar y coincidimos en que el único misterio que rondaba la vida del loco era respecto al lugar en donde dormía. No era en la avenida porque jamás me había topado con él en los viajes a los que me llevaba mi papá una vez cada dos o tres meses, y que siempre eran de madrugada. Además, nadie le conocía una casa y sin embargo siempre volvía a aparecer temprano en la avenida y más tarde en el barrio. Aquel día dijimos también que algún día lo seguiríamos y lo descubriríamos durmiendo en un terreno abandonado, junto a una familia llena de locos. Fue una más de las promesas que hicimos de niños y que nunca cumplimos.