sábado, 11 de agosto de 2012

De aromas y sensaciones



El aroma es el idioma de los sentidos. No hay nada como el olor para definir a las personas, nada como cerrar los ojos y aspirar esas partículas de vida para predecir si el suyo será un encuentro amable, un encuentro rudo o un encuentro sorpresivo, proveniente de un aroma desconocido.

Pero hay que tener cuidado con esto de los olores. Porque nada es más desagradable que estar olisqueando a alguien y por lo mismo, nada es tan perjudicial para nuestras operaciones. Nuestro intentos deben estar camuflados en forma de abrazos, saludos o apretones de mano. Tampoco se puede cometer la imprudencia de expandir y contraer las fosas nasales como un animal resoplando. La sensación llegará, tarde o temprano, sin presiones, sin exigencias, y tú solo deberás aguardar por ella. 

Supongamos que hasta aquí, todo ha marchado bien. Y de repente, como si de magia se tratase, el aroma comienza a colarse por tus fosas nasales, despertando tus sentidos, avivándolo todo. Eso significa que está llegando, eres capaz de sentirlo, la vida hecha olor, el cuerpo hecho aroma, y que ahora esa sensación está siendo cotejada con tus otros sentidos para obtener un resultado.

El secreto reside en que nada puede engañar al olfato. Por algo es el último de nuestros sentidos ancestrales; un vestigio antes usado para detectar la comida distancia y para encontrar con quién aparearse. No importa cómo alguien se vista, la forma en qué actúe, lo bien que diccione, lo fuerte que sea; porque todo se puede modificar, todo se puede fingir, mas no el aroma.

Una profunda inhalación del perfume de aquella persona que amamos bastará para llenarnos de confianza. Por el contrario, un olor que nos parezca desagradable querrá decir que nos encontramos frente a un enemigo, un rival o alguien que nos odia en secreto. Ciertos matices determinan estas pautas.

Pero servirse del olor también tiene sus desventajas. Un aroma desagradable no impregna una sustancia, como no impregna una persona, por siempre. Con el tiempo, esas sensaciones desaparecen para dar paso a la aparición de nuevos olores. Por eso es tan importante el aspecto y la apariencia en los reencuentros. Y más aún, por eso existen los reencuentros.

También existen los aromas especiales, aquellos que fueron decisivos en otro tiempo y que no pudimos borrar de nuestra mente. El olor de nuestra madre, del primer amor, de nuestra casa. Son ellos los que siempre, aún después de mil años, serán agradables, y los que nos hacen voltear cuando alguien que posee un olor parecido al de un ser amado se nos cruza por la calle.

martes, 7 de agosto de 2012

Un loco, tres


«Condenáis al borracho y detestáis al loco con la frialdad del sacerdote que sacrifica, y dais gracias a Dios porque no sois locos ni borrachos. Más de una vez he estado ebrio, más de una vez me han puesto mis pasiones al borde de la locura, y no lo siento porque he aprendido que siempre se ha dado el nombre de insensato a todos los hombres extraordinarios que hicieron algo, algo que parecía imposible».

Johann W. Goethe, Penas del joven Werther




Tercera parte

Lo recuerdo quieto como una pintura clásica, de esas que te siguen con los ojos a donde quiera que vayas. Porque él jamás te miraba directamente, pero una vez que le dabas la espalda sentías que te vigilaba, que con su estupidez se burlaba de ti. No lo puedo asegurar y a veces hasta me entraban dudas. Después de todo, ¿qué sentirá un loco al ver a alguien?, ¿lo reconocería?, ¿sabría en primer lugar lo que es un amigo, o sería como el perro que solo conoce el instinto? Incluso daba la impresión de que confundía los autos con personas. A esos si los miraba y con qué ímpetu. Su ojos no solo los seguían sino que bailaban, correteaban y hasta brincaban por seguirlos.

No me miraba cuando nos encontrábamos en la calle pero sí cuando iba con el auto. Clavaba su ojos en mí y no me los quitaba por nada del mundo. Yo aceleraba y desaceleraba, me cuadraba, daba vueltas, iba en reversa, todo para confundirlo, para que dejara de acosarme con la mirada. Pero aún así me seguía, mostrando una concentración increíble para tratarse de un loco, de la que únicamente podía zafarme si doblaba en la avenida.

La señora Linda lo mantenía limpio y bien alimentado. No dependía más de las donaciones de las demás señoras del barrio. Ella le preparaba la comida y hasta había logrado que engordara. Y el loco ya no se mostraba reticente ni se ponía malcriado. Aceptaba las moneditas que recibía de los peatones y con una tierna sonrisa —obligada desde el carrito de en frente, por un dedo y una señal de amenaza— balbuceaba algo semejante a unas gracias.

Pero a ella no le gustaba que el loco se ganara la vida de esa manera. Siempre lo repetía. Incluso nos pidió que le avisáramos sobre cualquier trabajo que encontráramos, que ella personalmente lo llevaría, explicaría su situación y se aseguraría de que trabajara como una persona normal. Un par de veces lo hizo probarse como ayudante en los puestos del mercado y en ambas no tuvo éxito. La primera vez al menos logró que lo probaran e instruyeran durante una semana, pero el loco ni a golpes que tampoco faltaron aprendía nada. Pero la segunda ni siquiera lo miraron, y tampoco se molestaron en dar explicaciones porque pensaron que se trataba de una broma.

Creíamos que ya se había rendido y solo nos dimos cuenta de lo contrario el día en que vimos al loco en la avenida, con uno de los uniformes de su hijo y con un trapo rojo en la mano, persiguiendo un vehículo. Ella corría detrás de él y cuando alcanzaba se colocaba entre los vehículos y el loco para que no lo mataran. Había un desorden y un sonido de bocinas tan grandes que casi no se notaban los insultos de los choferes. Y en realidad parecía que en cualquier momento estos se iban a bajar para agarrar a golpes al loco. Estaban furiosos, tanto que tuvimos que saltar a la pista para ayudar a doña Linda a calmarlos y de paso agarrar al loco. Todos juntos logramos sujetarlo y llevarlo al carrito de dulces pero aún así el loco no se quedaba quieto e insistía en ir tras los autos. Se le veía empecinado y era fácil adivinar que apenas nos fuéramos volvería a intentarlo. Desde ese momento supimos que el loco al fin había encontrado un pasatiempo a su altura, digno de volverse una ocupación con el tiempo.

En los meses siguiente pude comprobarlo. Y eso que al principio era muy torpe. No puedo asegurar si era así porque se trataba de mí o era lo mismo con todos los autos. Lo cierto es que nada más bastaba que me asomara a la pista con el carro para que el loco se me echara encima y empezara a llenarme las ventanas de un detergente que luego removía con su trapo rojo. No miento cuando digo que era realmente torpe porque casi siempre dejaba alguna ventana llena de espuma y cuando no se trataba de eso era su baba cayendo sobre el parabrisas de manera inexplicable. Incluso habían veces en las que dejaba el carro más sucio de lo que lo había encontrado.

Sin embargo, mejoró, seguro debido una vez más a los esfuerzos de doña linda. Al final aprendió a lavar los carros correctamente. No era un genio pero al menos le alcanzaba para ganarse unos centavos de manera honrada. Además, durante el tiempo en que restregaba y enjuagaba lunas, ventanas y puertas, casi lograba disimular su locura. Era un verdadero milagro: aquel loco sucio, violento, desnutrido, se convertía —al menos por unos segundos— en una persona útil para la sociedad. Y ya solo cuando recibía las moneditas a cambio de sus servicios el brillo de su mirada dejaba entrever un recinto de caos, la entrada a un abismo.