No volví a verla
después de eso. Una vez apareció en la puerta del salón, entró de súbito y
ascendió por las escaleras con la cabeza gacha. No parecía la misma.
La llamé usando el sobrenombre con el que solía
dirigirme a ella, tardó dos segundos en levantar la mirada; luego vino hacia mí y
me dio un beso triste sin mirarme en ningún momento. Me quedé quieto mientras ella volvía a las escaleras y se sentaba en su mismo lugar
de siempre, pegada a la pared y sola en una carpeta para dos.
Nunca la sentí
contenta. Hasta cuando se probó por primera vez esos lentes que
fuimos a buscar hasta los confines del mundo y por los que tanto
había esperado, siempre encontré una presencia sobre sus hombros
que le impedía ser feliz. La admiraba por eso, porque aún en ese
estado era capaz de desplegar simpatía y garbo para con todos y en
cada uno de sus actos. Fue así como la conocí. Mi mutismo y mis
palabras cortantes no la ahuyentaron, ella se acercó a mí como la
enfermera al herido, y me atendió cual esposa que ve a su esposo llegar cansado del
trabajo. Corregía mis excesos al hablar y fingía que aquello era
muy importante para ella. Si repetía la falta me castigaba
negándome el habla hasta que no saliera de mi boca un propósito de
enmienda.
Pero su pena era
inmensa, se me escapaba de las manos. A veces la derrotaba y ella se
iba de la clase a limpiar sus lágrimas en algún pozo del alma.
Al día siguiente
regresaba radiante, con una ropa impecable que le ceñía
perfectamente el cuerpo. Fue lo que mis amigos que llegaron a conocerla siempre le criticaron: su esbeltez. A mí también me sorprendía que
una chica así llamara mi atención. Y sin embargo, en ella la
delicadeza era elegancia, una caricia de la naturaleza. Se asemejaba
a un plumero. Pero no a esos trapos mugrosos con los que se limpian
los muebles a los que no se les toma mucha importancia. Hablo de plumeros reales, con los se supone que reinas y
princesas limpian sus objetos más preciados. Aquellos plumeros
hechos de las plumas más finas, arrancadas de las aves con
delicadeza y nunca en un asesinato. Eso era ella, un plumero
suave y hermoso, con el encargo de remover el polvo y la basura que nunca deja de producir este mundo.