martes, 27 de noviembre de 2012

Breve mención de los hechos de hoy


Hoy hubo un ambiente cargado. Como la espera de algo que va a suceder y nada puede detenerlo. Comenzó cuando arribé al salón y ella me dirigió una mirada llena de significados. Podía ser de rencor, de reproches, de amor, y en cada una de ellas mantenía su encanto.

Hace unos días me oculté junto con Paulo detrás de un afiche gigantesco, y esperamos a que ella pasara. Paulo estaba apurado y yo recé por que ocurriera. Ocurrió. Ella cruzó delante de nosotros sin notarnos. Era un bello flamenco con la caminata altanera y las piernas larguiruchas.

— ¿Y? ¿Qué tal?

Sí, es bonita. Pero hay algo que no me cuadra. No creo que sea tan inocente como tú la describes. Hay algo en su mirada.

Claro, eso. Hace tiempo me vengo preguntando qué es. ¿Rencor? ¿Temor? ¿Sensualidad? ¿Deseo? ¿Maldad?

Un poco de todo, supongo.

Algo de eso también hubo en su mirada de hoy. Pero esta vez me comporté a la altura. No bajé los ojos en ningún momento e hice mis cosas como quien cumple una rutina. La clase acabó y creí que todo había terminado. No fue así. El ambiente cargado persistió, sin decaer en ningún momento. Incluso es posible que se intensificara, como si se acercara la hora de cumplirse el presentimiento. Y sin embargo, no hubo más que contar. Solo nosotros, bastante lejos, y un destino entre ambos, creciendo, envolviéndolo todo.

Luego ambos nos fuimos y comprobé que ya había acabado. Nada pasaría jamás entre nosotros. Aquello que crecía, era la distancia que nos separaba. Su mirada, oculta detrás de esos lentes que nunca podrán ocultar unos ojos más bellos, únicamente demarcaba su territorio.

Resignado, me dirigí a la sala de lectura. En el camino, la vi nuevamente. El ambiente se sobrecargó y era evidente que al fin pasaría. Nada podía detenerlo. Solo debía mirar al frente y seguir caminando y el destino haría el resto. Jamás habría otro momento. Y sin embargo, una vez más, nada pasó. Nos miramos desde nuestras posiciones y comprobamos cuan lejos estábamos.

Quiero creer que ella alcanzó a sentir una parte de esto.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Parangón entre nuestras casas


Soy un extraño en mi casa. Solo vengo los días en que, por lo general, estoy borracho, aburrido o muy cansado. Es decir, cuando necesito reponerme. La vida está afuera, no en casa. Ella se compone de una serie de habitaciones que solo visito si realmente hace falta. De lo contrario, duermo, leo, escribo vanidades o converso con la máquina. Me agradan esos pasatiempos.

Me molesta el movimiento en las otras habitaciones. Detesto escuchar a mis hermanos pelear y tener que intervenir. También detesto oír las quejas de mi mamá e ir a ayudarla. Nada de eso me produce placer. Los mejores momentos del día son muy de noche o bien temprano, cuando todos duermen y el silencio es estimulante. La casa sola da miedo, pero una cosa es el temor y otra la incomodidad. El miedo es peor y sin embargo, nadie elegiría estar incómodo. Me parece razonable.

Además de mi habitación, tengo un cuarto en el último piso. Me gusta porque los ruidos no llegan a ese lugar. Aquí veo videos, como, reviso mis textos y a veces duermo sobre el escritorio.

Hay ocasiones en las que pienso que los demás solo son necesarios en la medida en que son útiles. El amor y todo sentimiento de afinidad son una manera de resarcir ese egoísmo natural que nos apremia. Para vivir tranquilos con nosotros mismos, para eludir la conciencia. También para hacer que la especie sobreviva. Si todos fuésemos egoístas, nos devoraríamos unos a otros. 

Hay otras ocasiones en la que me siento un estúpido por pensar en estas cosas y salgo en busca de mis amigos. Vuelvo a los dos o tres días, cuando me siento débil nuevamente.

Mi madre es genial y sabe de lo que hablo. No me busca ni me retiene si yo no lo hago. Reconoce mis estados de ánimo. Que me vaya no quiere decir que no la ame, que me aleje no quiero decir que no la extrañe. Que funcione para todos no quiere decir que funcione conmigo. Mi casa es el mejor lugar y a la vez el más extraño. Como un sitio a donde te gusta ir pero solo puedes visitar de vez en cuando.

domingo, 18 de noviembre de 2012

El cuarto de Julio


A diferencia de Julio —al que a pesar de todo, bastaba verle la cara y conversar con él para percatarse de que seguía siendo el mismo , su hermano había cambiado bastante. Para comenzar, ya no era su hermano, sino Pablo. Sus rasgos y su carácter se habían unido, confiriéndole singularidad. Por otro lado, era idéntico a Julio. Ya había notado que se parecían pero me convencí cuando ambos mostraron sus dientes amarillos y sobresalientes. Seguramente hasta se intercambiaban la ropa.

Su enamorada estaba sentada sobre la cama. Se llamaba Stacy. No era bella como la enamorada de Julio, pero era más agradable. Su forma de ser propiciaba la confianza. Gracias a esa cualidad Julio pudo marcharse a despedir a su enamorada mientras nosotros nos reconocíamos.

Recordaba a Pablo como un enano que venía a pedirle plata a su hermano en las salidas del colegio. Era arisco y amargado; solía contestar las bromas que le hacíamos con insultos. Este Pablo era muy diferente, incluso se portó más amable que Julio. Me invitó a jugar play station y le dijo a Stacy que me diera el mando.

Pablo y ella se llevaban increíble. Eran una pareja maravillosa, con la rara cualidad de refrescar el ambiente. Daban la sensación de que ninguno había cedido frente a los conflictos de la vida. Ella lo quería y él apreciaba su compañía, no había más, y no hacía falta ni que se tocaran las manos para demostrarlo. Los tres nos encontrábamos sobre la cama, jugando y conversando sobre el pasado.

Julio no regresaba y ya íbamos por el cuarto partido. Luego anduvimos por el sexto y ya los amigos de Julio comenzaron a llegar. Fui a la sala y mi amigo me pidió que acompañara a su enamorada mientras él recibía a los chicos. Esta vez hablamos un poco más aunque nunca llegamos a intimar. Ella no dejaba de mirar a Julio y yo estaba interesado en las personas que empezaban a poblar la sala. Parecía que la habían visitado muchas veces.

...

Saludos, cholo


Suelo llamar cholo a algunas personas. Cholas también, si fuera el caso. No le encuentro nada de malo. Es solo la forma más sencilla de referirse a ellos. Si hay un cholo en un grupo de cinco personas, todas parecidas, no hay manera de ser más específico que decir: «¿Ves ese cholo de allá?».

Es una elección personal, basada completamente en la economía. Es fastidioso tener que enumerar una serie de características para referirte a alguien, cuando hablar de la raza es más eficiente. A menudo eso basta. Si uno es blanco, negro, cholo o chino, ¿por qué no decirlo? O del otro bando, ¿por qué avergonzarse de ello?

Me pasa que se molestan conmigo al oírme estos sobrenombres. Cuando eso sucede, trato de explicar mi punto de vista mientras pienso cómo solucionarlo (porque no soy una persona conflictiva). Pero no puedo hallar otro modo de referirme, por ejemplo, a un cholo. Persona de rasgos étnicos es francamente chistoso. Hombre andino no se aplica porque ignoro si vive en la sierra o es un limeño. Trigueño no es exacto. De todas formas, sospecho que todas estas definiciones enfurecerían más a mi acompañante. Finalmente, y en vista de que tampoco entiende mis argumentos, prefiero saltar a otro tema. Es curioso que de haber llamado gringo a una persona, nadie se hubiera alterado.

Entiendo que no hay un culpable. Tantos años de racismo han vuelto a la gente paranoica y propensa a creer que los insultan. Como resultado, no se puede llamar cholo a nadie, a pesar de que lo sea. En mi opinión, es una gran tontería. Con tal de no hacerlo de manera despectiva, no le veo ningún problema. Recuerdo que las pocas ocasiones en que mi abuelo se encontraba de buen ánimo, llamaba chola a mi abuela. Me encantaba el brillo que emanaba de los ojos de ella al oír esta palabra.

sábado, 10 de noviembre de 2012

La casa de Julio


Estaba bien vestido. Nadie podía estar mejor vestido que yo. Cada prenda que llevaba era de color negro, obviamente en diferentes matices, y todo combinaba muy bien. En adelante, recordaría esta combinación. Puse la canción más motivadora que pude encontrar en mi computadora y me esforcé en ser motivado. No lo conseguí pero supuse que esto también estaba bien por lo que apagué la computadora, revisé el contenido de mis bolsillos y salí de la casa.

La casa de Julio quedaba en San Isidro. Yo solo conocía este distrito por ser la popular sede del canal cuatro. Julio me había asegurado que tomando en sentido contrario el carro que me llevaba el colegio, llegaría a su casa en una hora y media. Debía bajarme en un famoso cruce de avenidas y llamarlo para que me recogiera. Lo esperé en el lugar acordado, frente a una pollería que por su magnitud sobresalía en las avenidas. Nunca había visto un sitio tan limpio. Busqué una envoltura, un pedazo de comida y por último, un perro callejero, y no encontré nada. Eso, sumado al rostro blanco de Julio que ya había llegado y al impecable aspecto que mostraba, me intimidó y de pronto me vi ridículo todo de negro en un distrito tan diáfano.

Julio había dejado el colegio hace dos años y no nos habíamos visto durante todo ese tiempo. Estaba más alto y llevaba el pelo largo y ensortijado. En su nuevo colegio se lo permitían. Todavía conservaba muchos gestos de aquel pequeño, macizo y paticorto amigo que yo recordaba. Él ya me había hablado de su cambio. Decía que en su nuevo colegio había aprendido cosas.

El edificio en donde vivía Julio era inmenso. Tenía sistema de seguridad, ascensor, recepción y cochera. Estaba al frente de un circuito de parques. Era la tercera vez durante el recorrido en que le decía que no podía creer que alguien que dejó el colegio por no tener dinero estuviera viviendo en un lugar así. Y una vez más me contestó que la casa le pertenecía a un tío, que su papá taxeaba y que, por su trabajo, casi nunca veía a su mamá.

Llegué antes de la hora pactada y su enamorada aún se encontraba allí, pero eso no era problema. Ya la conocería, era bonita y mayor que él. Su hermano, que ahora tenía enamorada, también estaba en la casa junto con ella. No me sentí incómodo al escuchar nada de esto.

Su casa era igual de limpia que San Isidro. Había pocos muebles en la sala. Eso la hacía verse espaciosa. Recostada sobre uno de los sillones, se encontraba la enamorada de Julio. Era diferente a como Julio me la había descrito y aún así, era hermosa. Llevaba pantalón blanco y blusa, y destilaba una elegancia inusual. La saludé y me senté a su lado mientras Julio anunciaba que se iba un momento a su cuarto. Ella me preguntó algo mostrando una pronunciación sutil y perfecta y toda la impaciencia e incomodidad que antes no había sentido de repente se me vino encima. Respondí una barbaridad y esperé a que Julio volviera.

Al rato regresó y me llevó por un pasadizo hacia su cuarto. Su casa era diferente a cualquier otra. Los cuartos se interconectaban mediante corredores, pasillos y más cuartos. Habían muchas curvas y muebles en casi todas las esquinas. Las puertas que Julio me anunciaba daban a habitaciones tan inusuales en una casa normal como la lavandería, el cuarto de ropa y el de espera. En ese momento, pensé que era posible perderse en ese departamento. Más tarde recalé en lo tonto de ese pensamiento.

...

martes, 6 de noviembre de 2012

Una vida solitaria


La vida para todos siguió. Yo me quedé atrás. Al final eso era, un charco que se apartó del río, un viento que entre cuatro paredes se quedó encerrado. No me interesa el futuro porque estoy cómodo en el pasado. A veces extraño a los que se fueron, a los que continuaron. Me duele el vacío que dejaron. Quisiera tenerlos a todos reunidos a lo largo de una gran mesa. Que el vino discurra y la comida sea buena. A veces ellos se apiadan de mí y vienen a verme. Soy el fantasma que los visita cuando duermen. No tardan mucho en bostezar de mí y de mis costumbres anticuadas, y de nuevo se marchan. Y ya no me extrañan. Me gustaría plasmar estos sentimientos en un libro. Sería algo único y original. Pero el papel también avanza y la tinta se me escapa. No hay triunfo en esta soledad. No hay enseñanza, ni moraleja, ni nada. Y sin embargo, a estas tierras pertenezco. Es duro reconocer que en el país de todos, uno es un extranjero. Soy la estrella que alguna vez les sirvió de guía y a la que nunca más verán.

viernes, 2 de noviembre de 2012

La muerte del Viejo


El que muere este año se libera el próximo.
Le debemos una muerte a Dios”



Aquella era una mentira más. Solo servía para volver estúpidos a los hombres. Dios da la vida pero no puede arrebatarla. No tiene esa capacidad. Nosotros decidimos cómo vivimos y cómo vamos a morir. La muerte es esencial, es un ingrediente de nuestra composición. En ella, el hombre encuentra su realización. No hay que escapar a la muerte, sino observarla, estudiarla y finalmente, desafiarla. Dejar todo antes de la muerte para que no se lleve lo mejor.

El Viejo murió pocos días antes de cumplir 62 años. Su cuerpo ya lo había traicionado. Parecía un gigante encorvado. La muerte no pudo llevarse mucho de él. Al contrario, fue el Viejo quien le arrebató mucha vida a la muerte. En historias, en viajes, en amigos, en amores. Fue para arrebatarle esas experiencias que el Viejo desafió una y otra vez a la muerte. Y ella se terminó ensañando con él. Para derrotarlo, utilizó el método más terrible de todos, uno que versa según la siguiente máxima: “al que los Dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”.

Terminó muy mal el Viejo. Loco, enfermo, iracundo, incapaz de escribir dos palabras seguidas. Eso quiso lo muerte. Cocinarlo antes de devorarlo. En compensación por los trozos de vida que él le fue arrebatando, lo privó de sus facultades. Pero fracasó, porque al Viejo aun le quedaba un arma para luchar, aun disponía de su alma. Estaba dispuesto a inmolarse y a usar el fuego de su alma como una espada, aunque ello significara quebrar el valor más sagrado para él: el coraje. Y con eso, aceptar que fue un cobarde.

Incluso el hombre más valiente de su generación fue un cobarde. Sus hazañas mundialmente conocidas no eran pruebas de su valor, sino esfuerzos de un cobarde que quería dejar de serlo.

En literatura existen pistas, pequeños indicios que nos permiten apreciar la condición humana del escritor. Son imperfecciones en la construcción de los escritos, y ya que toda construcción es imperfecta, hasta el más cuidadoso escritor deja constancia de ellas. Los personajes de Hemingway son hombres que se enfrentan a un destino desfavorable en condiciones adversas, las cuales aprovechan para mostrar su valor. Inevitablemente pierden y muchos de ellos, lo pierden todo pero han encontrado una victoria en la derrota, un triunfo en su coraje, una manera de superar a la muerte. Incluso estos impresionantes hombres muestran deficiencias, cualidades que los humanizan y los vuelven más cercanos a nosotros. De este modo, tenemos a un seductor, aventurero y bebedor que, a su vez, ha sido emasculado de su miembro viril; a un guerrillero idealista que durante una misión encuentra al amor de su vida y ya no desea pelear más, y a un joven profundamente enamorado que odia a su hijo por las complicaciones que su nacimiento significó para su mujer.

Creo con firmeza que el Viejo trató de acabar con ese miedo que lo azolaba como lo hicieron los personajes de sus ficciones. No hay nada espectacular allí. Pero Hemingway llevó su convicción hasta volverla obsesión. No pudo ver sus límites o no quiso prestarles atención. Muchas veces los sobrepasó y obtuvo consecuencias. De paso, aprovechó aquellas situaciones para nutrir sus relatos de experiencias originales. Se adueñó de ellas, las usó para crear un estilo único mientras esperaba que un día le llegara la cuenta.

Ella lo intervino el 2 de Julio de 1961. Hemingway se encontraba luchando contra sí mismo para no parecer un enfermo y que el doctor lo dejara volver a casa. Su mujer, consciente del conflicto, trataba de delatar el estado de su marido. Su fama lo precedió y Hemingway pudo volver a su residencia de invierno en Ketchum, Idaho. Invirtió sus últimas fuerzas en mostrarse saludable, devolver la confianza a su mujer y así poder acercarse al cuarto de armas. Cogió su escopeta de doble cañón, la cargó cuidadosamente y se apuntó la sien. Antes de enfrentarse a la muerte, había que rendir cuentas con la figura paterna, aquel que le había enseñado a ser un cazador y un valiente. En sus manos tenía la misma arma con la que su padre se había suicidado. Cuando murió, Hemingway estalló en ira por considerar patético ese tipo de muerte. Lo maldijo y lo llamó cobarde. Ahora él se encontraba en la misma situación. Para vencer a la muerte, debía apretar el gatillo y aceptar que era un cobarde. Y sin embargo, con todo y eso iba a hacerle frente y a salir victorioso. Sí, él era un cobarde, al igual que su padre, al igual que la humanidad y al igual que cada persona que había pisado este mundo. Y estaba bien. No había ningún problema en serlo. Entonces fue que apretó el gatillo y el Viejo eligió su tipo de muerte.