domingo, 30 de diciembre de 2012

Una mañana de estas


Una mañana de estas
me pondré a besar tus ojos,
será una verdadera fiesta
saber lo que tus cuencas
protegen con cerrojos.

Una mañana de estas
me pondré a besar tus dientes
y tus encías discretas.
Me dirán lo que conversas.
Sabré cómo se siente.

Y la tarde se irá en siestas,
mientras la noche se desboca,
la vida será perfecta
porque una mañana de estas
me pondré a besar tu boca.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Donde se cuenta parte de la gracia del Príncipe de los Ingenios


El Quijote es un libro poderoso. Invoca el recuerdo de una vieja pluma desgarrando toneladas de papel. Pero la convicción de aquella pluma es tal que termina por controlar su ira y posarse para escribir. Así es como la pluma consigue atravesar el tiempo y llegar hasta nuestros días. La tinta permanece fresca. Donde fuera que Cervantes intentó llegar, estuvo más cerca que ninguno.

Es el poder de la convicción lo que brinda poder a este libro. De ahí que se convirtiera en el primero de su clase. Un libro escrito por la necesidad de contar algo, de trasladar al papel una parte del alma que se volvió dolorosa. Rompe con la tradición de escribir en busca de fama, dinero y nombre. Cervantes fue el primer escritor en lengua española que dejó algo que merece ser recordado. Descendemos de sus convicciones.

Alonso Quijano decide un día volverse loco y dejar su pueblo en busca de aventuras. Adopta el nombre del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Decide también inventarse una amada a quien dedicarle todas sus futuras hazañas; la nombra Dulcinea del Toboso. Decide la compañía de Sancho Panza, un escudero fiel, noble y temeroso, como lo dictan las leyes de la caballería. Por último, decide pelear en contra de gigantes, rescatar desdichadas damiselas, pacificar reinos enfrascados en legendarias guerras, socorrer a las víctimas de las peores injusticias; todo únicamente con la fuerza de su brazo. Las personas piensan que se volvió loco de tanto leer novelas de caballería.  

lunes, 17 de diciembre de 2012

La marcha de los marginados

Yo estoy a punto de colocar las botellas en el piso y decir:

— Aquí está bien.

En lugar de eso, continúo caminando y escapo de las personas que bailan, bromean, beben y comen. Me encuentro aterrado. Avanzo. Solo quiero llegar hasta donde seamos nosotros mismos. Pero me cierran el paso a cada instante. Termino por abandonar el camino que me dejaría a salvo y me hago a un lado. Hay arbustos, algo de pasto y unos bancos que nadie ha visto, así que digo:

— Mejor aquí.

La facultad de Psicología es estrecha y acogedora, como la casa de una tía lejana. Ha sido acondicionada con motivo de la verbena  Lo más resaltante es el estrado. Aunque pequeño, domina el lugar con sus luces y parlantes. Los músicos y sus instrumentos tienen que acomodarse como pueden. Parece que todo fuese a venirse abajo en cualquier instante. Pero la gente le tiene mucho respeto al estrado y no dejan de mirarlo.

Todos tienen prisa por emborracharse. Apuran los tragos en competencias. Un único puesto de cerveza se encuentra sobre la vereda. Allí, un vendedor apenas logra contener el ejército de manos que se cuelan en su dependencia. Extrae la cerveza de una llanta en cuyo interior flotan grandes trozos de hielo. Coloca las botellas en una mesa, las destapa y las entrega a quien alcanza a darle el dinero. El sonido de las botellas siendo destapadas excita a la gente, quienes pelean por ser atendidos. Vende mucha cerveza aunque pocos cigarros.

Al lado, un grupo de señoras ofrece anticuchos. Su puesto es chico, al igual que su parrilla. Apenas si pueden preparar unos cuantos palitos a la vez. Más temprano, las señoras casi no fueron requeridas. Pero luego de unas horas, el mismo ejército ahora de bocas hambrientas abarrota el puesto. Los anticuchos se terminan en una hora. Las señoras tardan demasiado en desarmar su puesto. Mientras, tienen que decir varias veces que se les terminaron los anticuchos.

En la acera del frente, una fila de baños ha sido instalada. Su uso es gratuito. Las colas son largas, atestadas de impaciencia y de fricción entre los impacientes señores. Durante la espera, muchos claudican y se van a orinar detrás de los baños. Se forma un río apestoso con sus orines, el cual impacienta aún más a las filas, que jamás dejan de estar repletas.

Las personas se divierten porque sí y les daría lo mismo reemplazar toda esta organización por una vieja radio y un trago barato. Necesitan divertirse, tanto como se requiere comer y dormir. Son indiferentes a las orquestas que se suceden en el escenario. Todo lo bailan igual, todo lo cantan con el mismo entusiasmo. En su afán por divertirse, cada cierto tiempo hacen alguna estupidez.

En su mayoría, estas gentes que beben de forma desastrosa y bailan peor, son buenos alumnos. Han estudiado de manera responsable durante todo el ciclo y probablemente han dejado de hacer muchas cosas por priorizar sus cursos. Todos pertenecen a la misma familia, todos son unos marginados en una sociedad que premia el facilismo, promueve la ignorancia y exige las pensiones más altas. Se merecen una noche como esta y yo intento no juzgarlos. Pero la cerveza nunca me pareció tan amarga.

jueves, 13 de diciembre de 2012

La chica esperanza

Me alegró que no lo mencionaras. Nunca lo hubiese creído. Lo cual está mal, porque debemos confiar siempre en las mujeres. En toda ocasión, debemos pensar que son buenas. Ese es uno de los pilares de la sociedad.

Te decía que si tan solo insinuabas débilmente que eras de esa forma, cerraba el cuaderno y me largaba. Te habría considerado molesta y presumida. Aunque ninguna mujer debe ser calificada jamás con esos términos. Por eso me disculpo y aclaro que no dije que lo eras, sino que lo hubieses sido.

Entonces, como no dijiste nada, te fui conociendo y comenzé a creer que era verdad. Y tuve que alejarme por un tiempo. Era la única manera de comprobar mi teoría. Pero esa es otra cosa que nunca se debe hacer con una mujer. Ellas no han heredado la capacidad de retraerse a un plano inmaterial. Por eso el mundo sigue de pie y las ciudades funcionan.

Ya que seguías sin decirlo pero con cada acto lo demostrabas, estuvo a punto de quedarme claro. No era necesario más. Con eso bastaba. Estar seguro es una estupidez. Solo los imbéciles están seguros de algo. Eso, si eres hombre. Porque las mujeres están hechas de seguridades, lo que las hace verse muy bellas.

Solo faltaba preguntárselo. No directamente, claro. Nadie aceptaría algo así. No sería su culpa, el mundo está lleno de prejuicios. Había que hacer dos, tres preguntas que lo confirmaran y nada más. No me podía dejar llevar. Tenía que recordar lo mucho que les gusta ser interrogadas. Eso prueba que hay que confiar en ellas.

Finalmente, me convencí. El mito era real. Tan de verdad que lo tenía frente a mí. Lo afirmaba con la voz débil y los ojos atentos del que está siendo sincero: ella era capaz de vivir sin un hombre al lado. No me necesitaba. No necesitaba a nadie en realidad. Lo cual era genial porque demostraba que el mundo no está acabado. Había gente que podía pensar por su cuenta, actuar por su cuenta y amar a quien se le dé la maldita gana. O no amar, en este caso. Ella me devolvió la esperanza en el género humano.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Un gato encerrado



Ricardo miró una vez más por la ventana. Calculó que era una caída de diez metros. No se animaba debido a que no reconocía el verde del pasto ni sabía lo que era. Imaginaba un duro golpe contra el pavimento. Pensaba en el dolor. Terminó por desanimarse y retrocedió una pata, después otra, hasta caer dentro de la casa. Estaban su manta, sus juguetes, su caja de arena y varios muebles. También había un ratón en la mesa, erguido sobre sus patas traseras. Con ayuda de sus otras patas devoraba un trozo de pollo. Lo odió por eso, pero no intentó atraparlo. Hubiera sido imposible. Lo abultado de los vientres de ambos animales así lo demostraba: el de Ricardo, por la vida sedentaria, y el del ratón, por ser, a estas alturas, un inquilino más de la casa.

Dejó de mirar al ratón. Le producía asco, al igual que la casa. La comida era mala (el ratón le hacía un favor devorándola), y los hombres, numerosos. Ya no lo molestaban como cuando le decían minino pero aún eran seres desagradables. Lentos, molestos, lerdos, incapaces de apreciar lo bueno de la vida. Siempre moviéndose, incapaces de entregarse a los placeres del sueño y el acicalamiento. Solo de oscuro se podía estar bien en esa casa. Aunque desde la llegada del hombre Fermín, con su costumbre de quedarse a dormir en la sala viendo televisión, ya hasta la noche había dejado de ser tranquila. Sin embargo, hoy estaba solo. El hombre Fermín junto con toda la familia se habían marchado a una reunión. En la casa quedaban Ricardo, el ratón y esa ventana inusualmente abierta.

Afuera, el tiempo era bueno. De vientos frescos, leve humedad y una luna que sobresalía de entre las nubes. No llovería en este oscuro. Ricardo había saltado a la ventana y de nuevo miraba hacia fuera. Veía las copas de los árboles repletas de nidos de aves. El pasto tenía un aspecto salvaje por lo descuidado que estaba (lo que a él le parecía genial). Habían hombres descansando al resguardo de los árboles, pero eran pocos y dormían. Definitivamente era mejor afuera que adentro. Otra vez quiso saltar y no pudo. Se alejó de la ventana y se dispuso a atrapar al ratón, pero tampoco logró encontrarlo.

Se acurrucó sobre los cojines que servían de almohada al hombre Fermín. A Ricardo le agradaba que estuvieran rellenos de plumas de ganso. Eran cálidos, como Aurora. Ella fue quien lo crió: una gata fuerte y aguerrida, que mientras estuvo en la casa nunca dejó que nadie se acercara a su pequeño. Un día, Aurora se paró sobre el marco de la ventana, le dirigió una mirada llena de calma en señal de despedida, y se marchó de la casa. Desde ese día las cosas cambiaron: Ricardo se convirtió en amo y señor de todo; a cambio, tuvo que acostumbrarse a las frías manos de los hombres. Pero la vida era buena y apostó a que nunca se iría. De todos modos, nunca más dejaron la ventana abierta.

Él nunca había experimentado el recuerdo de Aurora tan fuerte como esta noche. Sus sentidos se agudizaron. Detectó al ratón sobre la mesa, medio oculto detrás de una taza. Saltó sobre él y con una pata lo aplastó contra la mesa. Sus garras lo tenían amenazado del cuello. El ratón se movía y Ricardo tuvo que introducirlo en su boca y matarlo antes de que encontrara la salida. No lo comió de inmediato, sino que lo mantuvo en el paladar y se puso a brincar por toda la casa hasta que se le terminó la adrenalina. Se recostó sobre los cojines de plumas de ganso y lo engulló lentamente.

Tuvo un sueño en el que habían doscientas, trescientas Auroras lamiéndole el cuerpo. Primero lo sintió agradable, luego empalagoso y finalmente incómodo. Las lengüitas eran indiscretas y lo habían alcanzado en sus partes más sensibles. Se despertó sobrecogido e intrigado. Intentó lamerse aquellas partes pero su lengua no llegaba hasta más abajo de su panza. Se arremolinó contra el sillón para que este lo tocara pero no era lo mismo que en el sueño. Molesto, volteó y le clavó las garras a uno de los cojines. Las plumas salieron disparadas y Ricardo huyó hacia la ventana.

El mismo panorama, por última vez. Desde luego que Ricardo no lo supo hasta que detectó un aroma en el aire. Era amargo y dulzón, refinado y vulgar, distinto de todo lo que había experimentado en el pasado. Sintió un escozor en aquellas partes inalcanzables y eso fue todo. No supo que más hacer y saltó por la ventana. No volvió la mirada como Aurora porque no había de quién despedirse, a menos que hubiera pensando en los otros ratones que en ese momento empezaban a hacer suya la casa.

...

Su cuerpo se comportó como nunca antes. Algunos músculos y huesos se contraían a la vez que otros se expandían para dejar correr el aire y eliminar la fricción. Era como masticar en el sentido de haber dominado esa función desde toda la vida. En efecto fueron dos segundos de descenso, los cuales conformaron una caída limpia y armoniosa, que terminó con las patas de Ricardo aferradas al suelo.

Todo se vio más pequeño delante de él y todo se vio más grande arriba suyo. Comprendió que no podría alcanzar jamás las copas de los árboles. Pero había mucho que hacer allí abajo. Iba a empezar por correr para hacer suya esa tierra cuando el aroma volvió. Ricardo trató de encontrar un indicio del lugar de donde provenía, pero le fue imposible. El olor estaba en todos lados. El mismo olor era el aire. No encontró nada que desgarrar y así expresar su desesperación, por lo que abrió la boca y maulló como nunca antes. Un sonido particular, agraviante, extraño, pero suyo, nació de su garganta hacia el mundo. Se estremeció la totalidad del parque. Las aves volaron, los arbustos se movieron y una gata emergió de algún misterioso lugar. Ricardo la contempló y su desesperación se transformó en rencor hacia ella. No supo cuando salió disparado pero se percató de inmediato de lo ágil que era su enemiga, de lo bien que conocía el terreno y del esfuerzo que exigía la operación.

La gata corría, brincaba y se escabullía con avidez. Ricardo no podía atraparla. Tampoco detenerse y echar a perder su vida. Porque en esos momentos, atraparla era su vida. Encontró la oportunidad perfecta cuando la gata saltó para esquivar un arbusto, el cual estaba desnudo y lleno de huecos traspasados por ramas filudas. Ricardo no dudó y lo atravesó directamente, inmolando su cuerpo. La gata se vio sorprendida y quiso correr pero Ricardo ya le había puesto las garras sobre el lomo y desde allí solo tuvo que derribarla con su peso. Mientras la ultrajaba, creyó sentir que las garras de la gata lo llenaban de heridas y que su cuerpo sangraba, pero lo ignoró. También, por un instante, intuyó, no, mejor dicho, tuvo la certeza de que se trataba de Aurora, pero igualmente rechazó esta sospecha. Solo tenía que eyacular antes de que los hombres regresaran. Ricardo aún pensaba que vendrían a buscarlo para llevarlo nuevamente a la casa.