“Todas
las cosas son fatales, lógicas, necesarias; todas las cosas tienen su razón
poderosa y profunda”. Azorín
Yo he cogido casualmente este libro: “La ruta de Don
Quijote”. Y entendí, después de leer la cita que antecede estas líneas, que nada
es indeterminado, que todo proviene de un orden solo visible desde el tiempo y la
distancia y en un momento de fugaz iluminación.
Y he buceado en mis memorias para asistir a este
importante, decisivo momento: me encuentro solo, resignado, después de
abandonar la Sala de Lectura. La tarde ha sido provechosa, y como sucede en
estos casos, estoy reconciliado con el mundo. Y me han invadido deseos de
realizar alguna hazaña. Pero he salido de la facultad y el estupor se ha
apoderado de mí al contemplar cómo el crepúsculo se llevaba la tarde en una
explosión milenaria. Sentí la desazón, la fatiga, el cansancio, e inmediatamente
tuve la determinación de volver a casa.
En este punto caí en una disyuntiva: un sendero
corto, feliz, que avanza siguiendo la fachada de la facultad, recto hasta el
paradero que ha de llevarme a mi casa, y un sendero obtuso, pesado, que invita
a la fatiga pero también a la aventura, a lo que podría ser en un momento cumbre en mi vida. Yo he suspirado hondamente, comprendiendo lo fatal de mi destino, y
he tomado el segundo camino.
Como lo concebí, este camino rebosa de almas que se
dirigen a la facultad, cuyos vigorosos cuerpos impactan una y otra vez contra
mí, empujándome fuera del camino. Yo he cerrado los ojos fruto de la
desesperación y al abrirlos me he encontrado en una cancha de fulbito, a merced
de veintitantos atletas que cargaban hacia mi persona, y he salido disparado,
esta vez, hacia las puertas de la Feria del Libro Viejo de la universidad. Pero
estos comerciantes, estos filibusteros, son lo más innoble que hay, hombres que
no dudarían en apropiarse de tus pertenencias hasta dejarte desnudo. Entonces,
yo he tenido un momento de súbita valentía y he dicho suficiente, basta, hasta
aquí nomas, y he decidido atravesar esta feria a como dé lugar y de la manera
más violenta y despiadada.
Y mi andar se convirtió en el recorrido de una saeta.
Cuando estaba más seguro de lograr mi empresa y ya me veía libre de los
vendedores, algo he distinguido, algo he columbrado, algo que de caer en mis
manos cambiaría mi vida, algo que me facilitaría el cumplir mi misión en el
mundo. Un libro entre todos ha llamado mi atención, “La ruta de Don Quijote” se
llama, ese prohibido volumen que innumerables escritores aconsejan leer antes
de hacer lo propio con el de Cervantes.
¿Quién es el autor de semejante tomo? ¿Qué pluma fue
capaz de crear un libro de viajes acerca de la ruta de Alonso Quijano y lo
hiciera además con garbo y maestría? ¡Ah, pues, si se trata de Azorín! Tenía
que ser Azorín, una vez más colocando sus obras al alcance de mi mano para que
yo las revise y emite mi juicio certero.
Pero aquí mis memorias me han traicionado y yo pido
disculpas y espero no ser juzgado con demasiada severidad. Fui presa de la emoción
que me embargaba. Este pequeño libro, este sencillo ejemplar, roído,
deslustrado, fue el primer libro de Azorín que cayó en mis manos. Y ya se ve de
qué manera el destino, ese predicador que de azaroso no tiene nada, es en verdad
un tipo estricto y muy lógico al que nada se le escapa, que calcula hasta el
más pequeño detalle a fin de cumplir sus cometidos. Fue así que me obligó a
hacer mil cosas y a dar mil vueltas con el único fin de llevarme hasta aquí.
Yo he salido de la Feria del Libro Viejo feliz y
campante, con las narices pegadas a este librito que ha de acompañarme de ahora
en adelante y que tendré en mucha estima de no prestar a cualquiera y menos si
se trata de manos dudosas.
Volviendo al presente, veo nuevamente este libro
sobre mi pupitre, después de haberse colado casi sin querer en mi mochila, y me
dispongo a terminar de leerlo, ya que he olvidado mis cuartillas en casa y no
puedo escribir, al menos por este día, mi primera gran historia, de honda
influencia azoriniana.