lunes, 4 de febrero de 2013

Elogio de la tortuga


Mi amigo Junior tenía una tortuga a la que nos gustaba poner boca arriba. Después del susto inicial, la tortuga asomaba su cabeza junto con sus extremidades y empezaba la lucha por incorporarse. Era una batalla feroz, parecía que toda la vida del animal se le iba en ese momento. Naturalmente, al rato nos aburríamos y la dejábamos sola. Cuando volvíamos, la encontrábamos todavía luchando y no teníamos pruebas de que hubiese dejado de hacerlo ni un instante. Entonces nos apiadábamos de su suerte y la volvíamos a colocar sobre sus patas.

Pero a veces olvidábamos a la tortuga y al día siguiente la encontrábamos en la misma posición, media muerta y aún en la pelea.

La naturaleza nos enseña que se puede luchar y no obtener nada. También se puede luchar y conseguir algo, pero no hay un encargado de las reparticiones. Nadie puede asegurarte nada.

...

En el fútbol ocurre algo similar. Se puede atacar durante noventa minutos, sin renunciar, sin desfallecer, y sin embargo nadie te asegura que tus intentos darán resultados.

El equipo nacional atacó en todos sus partidos. Lo ha hecho de una manera admirable, con convicción, seguro de sí mismo. No renunció a su identidad ni fue desleal cuando lo superaron. No esperó una promesa de triunfo; siguió atacando. No recibió palabras de alivio; continuó atacando. Muchas veces esos ataques fueron en vano.

La perseverancia no es una cualidad común entre los hombres. Hay otros alternativas, muchos partidos por jugar. En los animales no existe esa disyuntiva. Incluso la muerte está permitida si se trata de seguir el orden natural de las cosas. Las bestias no saben del arrepentimiento.

Encontrar un equipo de fútbol con estas cualidades, que no duda, que sigue atacando por amor al juego, es para quitarse el sombrero.

Mañana habrá otro partido y será lo mismo. Seguiremos intentando. Aunque nadie nos entregue nada a cambio, aunque posiblemente sea en vano, aunque se abra la tierra o parta el rayo. Nunca es tarde para aprender a ser valientes, una selección juvenil puede enseñárnoslo, tan valientes como una tortuga.

viernes, 1 de febrero de 2013

Un hombre malo

No conozco un hombre malo. Tampoco poseo el recuerdo de ninguno. Conozco, sí, hombres prepotentes, deshonestos, mentirosos, crueles, y en general, normales. Pero malos, no. Ser un hombre malo supone una negación de toda virtud, una recopilación de los atributos más siniestros. Significa hacer el mal sin tener un propósito, el mal por el mal, si se quiere. No eres malo malo por las circunstancias; aunque hubiesen sido otras, igual serías malo. Naciste malo.

Lo que veo a diario y lo que me duele reconocer es una inclinación hacia el mal. Tomaré el ejemplo de mis amigos, ellos sabrán perdonarlo. Son buenos tipos, se les reconoce en la cara. En circunstancias habituales son prudentes y si sobresalen por algo, es por su amabilidad. Se diría hombres pacíficos y dignos de toda confianza.

Pues bien, estos mismos hombres, tienen un secreto. Basta tocar algunas de sus fibras o mencionar algún recuerdo inadecuado, para alterarlos, para volverlos seres momentáneamente malos. Casi se puede apreciar la astucia en sus miradas. Pero creemos que son hombres buenos, por eso los soportamos, amparamos sus excesos, alimentamos su embriaguez y, sin querer, los abandonamos.

Al llegar a determinada edad, han sido vencidos. Se han convertido en hombres malos con pequeños episodios en los que hacen el bien. Prueba de lo que un día fueron, a veces se redimen entregando una limosna, cediendo el asiento, dando las gracias, diciendo unas palabras de aliento o solidarizándose. Pero es igual, jamás dejarán de ser hombres malos.

Pero entonces, ¿qué es lo que corrompe a los hombres? Es difícil saberlo.

Un esbozo de respuesta se me presentó en estos días, seguro proveniente de alguna lectura. El hombre malo no sabe que es malo. Cree que actúa con normalidad. Cuando se excede, se justifica. Pero en general, destruyen, abusan y dañan porque todo el mundo lo hace, porque se los hicieron a ellos, porque lo vieron en las calles. No son ellos, es el mundo quien los trastorna. Y un mundo que solo piensa en beber, fumar, copular y distraerse, evidentemente será malo, evidentemente generará hombres malos. No es culpa de los hombres, ni de mis amigos, ni mía, ser malos; es culpa de quienes lo saben y no hacen nada para remediarlo.