En verano es una buena temporada para visitar a los abuelos y subir
a leer al balcón del tercer piso de la casa. Durante la mañana, el
sol no da directamente a la cara y solo después del mediodía comienza a
calentarse la baranda y es momento de retroceder la silla hasta que no se puede más y el sol comienza a calentar los pies y las rodillas y la sombra ya no alcanza.
A
ratos pasa alguien conocido y es necesario saludar o hacer una seña
pero sin levantarse para que no piensen que uno tiene ganas de salir. Algunos se quedan parados y ya no hay más remedio que
intercambiar unas palabras lo que tampoco es malo si no toma mucho
tiempo. Otros salen a hacer sus cosas a la calle y uno se siente
incómodo de estar sobre ellos y evita observarlos para no
que no se importunen; aunque eso de no fijarse en un punto lo termina
incomodando horriblemente a uno y puede hasta sacarlo de su lectura.
En
verano la gente anda en shorts y
sandalias y uno se siente bien estando entre personas sanas. No
tanto como en la playa o durante los carnavales que es cuando uno se siente saludable en verdad, pero se nota la diferencia.
En
verano todo reverdece y los jardines muertos durante todo el
invierno se tornan coloridos y frondosos. Frente a mi casa hay una
planta que parece una sábila pero que no puede ser porque llega
hasta el tercer piso; se balancea ligeramente con el viento y a pesar
de tener un tronco fuerte como un árbol es sorprendente que no pierda el equilibrio
En
verano el día prende o se apaga dependiendo del recorrido de las
nubes sobre el sol. Hay muchas nubes blancas y a veces, cuando está un poco despejado, se pueden forman todo tipo figuras con ellas pero siempre
durante las tardes y siempre que el sol no brille con excesiva fuerza.
Pero a veces la lectura se torna pesada y es cuando vale más cerrar el
libro y prestar atención a las cosas que hay en frente.
Es
como poner un hombrecito allí donde no hay nada y ese es el amigo
Junior jugando a la pelota. Y en ese portón donde tampoco hay nada
nada estás tú diciéndole a Junior que patee. Y sobre esas
escaleras tan vacías como la suerte están Ángel y Óscar, y luego
llegan Jesús y Martín, y más tarde Jeremie y Gerardo, y hasta
Kevin sale de su casa, y todos ellos se ponen a conversar de asuntos
que los tienen muy preocupados, pero lo olvidan todo cuando la pelota
choca con el portón y es el turno del siguiente.
Pero
todos estos hombrecitos no existen más.
En
ese tiempo Óscar iba a su casa y volvía con muchos batitubos que
repartía a cambio de veinte céntimos que eran para su tía que los
había preparado. A nosotros nos gustaba sobre todo la carambola, y
Óscar tenía que volver varias veces por más batitubos de carambola hasta que se molestaba
y se negaba a ir. Entonces traíamos las piedras para hacer los
arcos y era el momento donde todos se ponían serios.
No
valían los goles que no fueran con la pelota rodada; fuera de eso, todo era válido, incluso que la pelota rebotara sobre las paredes de las casas. Y al
otro lado de la calle, bastante lejos, las chicas que a veces venían
a ver cómo jugábamos pero que nunca se acercaban demasiado.
Y uno
queriendo decir tanto y por qué no dedicar una buena jugada y a veces hasta lo intentamos pero fue en vano porque ellas no sabían de eso. Y todas
enamoradas de Gerardo, que era el más cobarde de todos pero tenía
unos ojos azules y grandes. Así que lo pateábamos como al peor siempre diciéndole que no fuera llorón y que se pusiera de pie.
Y
luego de un tiempo lo que tenía que suceder, pero que no quiero contar, lo que nunca tendré
el valor de contar.