viernes, 25 de octubre de 2013

Las estaciones

En verano es una buena temporada para visitar a los abuelos y subir a leer al balcón del tercer piso de la casa. Durante la mañana, el sol no da directamente a la cara y solo después del mediodía comienza a calentarse la baranda y es momento de retroceder la silla hasta que no se puede más y el sol comienza a calentar los pies y las rodillas y la sombra ya no alcanza.

A ratos pasa alguien conocido y es necesario saludar o hacer una seña pero sin levantarse para que no piensen que uno tiene ganas de salir. Algunos se quedan parados y ya no hay más remedio que intercambiar unas palabras lo que tampoco es malo si no toma mucho tiempo. Otros salen a hacer sus cosas a la calle y uno se siente incómodo de estar sobre ellos y evita observarlos para no que no se importunen; aunque eso de no fijarse en un punto lo termina incomodando horriblemente a uno y puede hasta sacarlo de su lectura.

En verano la gente anda en shorts y sandalias y uno se siente bien estando entre personas sanas. No tanto como en la playa o durante los carnavales que es cuando uno se siente saludable en verdad, pero se nota la diferencia.

En verano todo reverdece y los jardines muertos durante todo el invierno se tornan coloridos y frondosos. Frente a mi casa hay una planta que parece una sábila pero que no puede ser porque llega
hasta el tercer piso; se balancea ligeramente con el viento y a pesar
de tener un tronco fuerte como un árbol es sorprendente que no pierda el equilibrio  

En verano el día prende o se apaga dependiendo del recorrido de las nubes sobre el sol. Hay muchas nubes blancas y a veces, cuando está un poco despejado, se pueden forman todo tipo figuras con ellas pero siempre durante las tardes y siempre que el sol no brille con excesiva fuerza.

Pero a veces la lectura se torna pesada y es cuando vale más cerrar el libro y prestar atención a las cosas que hay en frente.

Es como poner un hombrecito allí donde no hay nada y ese es el amigo Junior jugando a la pelota. Y en ese portón donde tampoco hay nada nada estás tú diciéndole a Junior que patee. Y sobre esas escaleras tan vacías como la suerte están Ángel y Óscar, y luego llegan Jesús y Martín, y más tarde Jeremie y Gerardo, y hasta Kevin sale de su casa, y todos ellos se ponen a conversar de asuntos que los tienen muy preocupados, pero lo olvidan todo cuando la pelota choca con el portón y es el turno del siguiente.

Pero todos estos hombrecitos no existen más.

En ese tiempo Óscar iba a su casa y volvía con muchos batitubos que repartía a cambio de veinte céntimos que eran para su tía que los había preparado. A nosotros nos gustaba sobre todo la carambola, y Óscar tenía que volver varias veces por más batitubos de carambola hasta que se molestaba y se negaba a ir. Entonces traíamos las piedras para hacer los arcos y era el momento donde todos se ponían serios.

No valían los goles que no fueran con la pelota rodada; fuera de eso, todo era válido, incluso que la pelota rebotara sobre las paredes de las casas. Y al otro lado de la calle, bastante lejos, las chicas que a veces venían a ver cómo jugábamos pero que nunca se acercaban demasiado.

Y uno queriendo decir tanto y por qué no dedicar una buena jugada y a veces hasta lo intentamos pero fue en vano porque ellas no sabían de eso. Y todas enamoradas de Gerardo, que era el más cobarde de todos pero tenía unos ojos azules y grandes. Así que lo pateábamos como al peor siempre diciéndole que no fuera llorón y que se pusiera de pie.

Y luego de un tiempo lo que tenía que suceder, pero que no quiero contar, lo que nunca tendré el valor de contar.

lunes, 21 de octubre de 2013

Un mensaje para Eneas

Hoy, en esta noche húmeda tanto llover, estoy pensando en usted. Los chopos que diariamente me encuentro al salir de casa me han hablado de usted por la mañana. Pero al rato estos chopos han enmudecido porque es mejor hablar de usted en días cálidos. Y yo recuerdo que era bueno esconder el frío debajo las veinte capas de su abrigo. A veces nos figuramos importantes y emprendemos obras de gran revuelo: se piensan cosas como esta para no caer en la cuenta de que es usted lo que nos hace falta.

Ya durante la tarde, después de los terribles alimentos, un silencio nos viene a hablar de usted. Y nosotros dormíamos de lo más tranquilos en el parque. Es un silencio profundo y orondo, más terco que una mula, que se empeña en hacer doler la imagen suya. ¿Cómo la recuerdo yo? Yo no sé bien qué responder a estar pregunta. Hay carne por todo su cuerpo, es uted carnal, señora. Que la carne no se agota en su universo, que es todo creación, que la vida parte de usted, nace de usted, señora.

En un salón de clases donde todos se unifican y a veces hasta se confabulan me han dicho de usted cosas infames. ¡Con cuánto valor la defendí de una y otra arremetida! Y cuando estaba más rendido le sonsaqué fuerzas al diablo para poder hablar bien de usted y que no se malentienda. Porque déjeme decirle que la pienso en los salones y también fuera de ellos. Hay en el aire unas partículas diminutas que me recuerdan a usted, y usted viene y pregunta que cómo quiere que la recuerde si de usted cabe esperar cualquier cosa, si usted en unos meses ya me habrá olvidado.

Y así es como me doy cuenta que es muy tierna cuando se me enfrenta, es muy dulce cuando le molesta algo y me ordena, y es conmovedora cuando se equivoca y no sabe más que decir. Hay en el aire un polvillo que me impide pensar de momento en otra. Cuando se acabe dejaré de pensar en usted ya para siempre.

De seguro habrás oído la triste historia de Dido y Eneas. Nosotros desconfiamos de su final: nosotros pensamos que Dido prometió esperar a su marido hasta que su aroma abandonase su cuerpo. Y ella envejeció a tal punto que la muerte le cerró las puertas, pero siguió esperando la vuelta de Eneas. Dido no se retiró; si este polvo podría darle mil vueltas a la tierra antes de desvanecerse.

domingo, 6 de octubre de 2013

Confesiones de un hermano pensativo

Hoy quiero contar algo. Tengo, sobre esta mesa, tres pequeñas hojas escritas; sobre cada de ellas, hay una gran equis. Las hojas escritas significan intentos de plasmar una emoción, mientras que las equis simbolizan mis constantes fracasos. ¿Por qué continúo escribiendo? ¿Por qué escribo? ¿Por qué, en primer lugar, comencé a escribir? Allá en mi primera infancia debe haber un motivo poderoso, un suceso que me dolió, que me conmovió, que me entristeció, o un suceso que a lo mejor me hizo feliz. Yo quisiera hablar de tal evento, ¡cuánto me gustaría sacarlo de mí!; pero yo, penosamente, no soy capaz de ello. El día llegará, y mientras tanto yo trato de sacarle el jugo al castigo y así escribir de las cosas terribles que me pasan.

Tengo un cuadernito azul donde escribo mis emociones, donde estoy escribiendo ahora mismo. Yo hago tres clases de escritos.

No sé con seguridad cómo llamar al primero de ellos. Algunos me parecen cartas, otros páginas de un diario, otros artículos, y la mayoría me parecen desahogos. Concluyo entonces, llamarlos a todos desahogos. Son textos que, después de haber sido escritos, se corrigen una vez y luego son pasados a máquina. Si considero —yo pido perdón por mis consideraciones— que no son realmente malos, los comparto con todos, y así comienza su vida. Se parecen a esos soldados que se enlistan al ejército para servir diligentemente hasta el día en que tengan que sacrificarse en algún heroico combate.

¡Pero yo también compongo cuentos! Son unos cuentos muy malos, la verdad. Cuando los releo me miran como culpándome por haberlos escrito tan malos. Y sin embargo, ellos me quieren, y yo los quiero. ¡Cómo no habría de quererlos, siendo como soy, hombre dado al amor desinteresado! Estos mis engreídos suelen ocupar cinco o seis de las caras de mi cuaderno, y son muy fáciles de reconocer: están llenos de notas y correcciones, de tachaduras y aclaraciones; a mí mismo me cuesta una enormidad descifrarlos. Pero estos cuentos no se quedan en el mismo sitio toda su vida, sino que van moviéndose, ocupando otras páginas, corrigiéndose, reescribiéndose, hasta el día en que con suerte aparezca uno lo suficientemente bueno como para salir al mundo y abrir el camino para sus hermanos.

Yo soy regular escribiendo desahogos —no se necesita verdadero talento para hacerlos—, malo escribiendo cuentos, pero soy un desastre escribiendo poesía. Mi poesía es una cosa muy mala. Si continúo con ella, es debido al cariño que le tengo. Yo, niño de ocho a diez años, escribía poesía en las últimas páginas de mis cuadernos. Usaba siempre las mismas palabras: lucero, ilusión, esperanza, amor. ¿Qué será de ellos?, ¿dónde estarán mis primeros poemas? Muchos no habrán sobrevivido; pero quiero creer que alguna de mis amiguitas, hoy ya señorita, con un enamorado fiel, responsable, lleno de ingenio y un poco ambicioso, haya conservado, en uno de sus cajones, un trozo de papel, escrito a lápiz, con mala ortografía y una letra corrida como la de tantos niños acostumbrados a escribir los dictados de los profesores...

En fin, yo he olvidado lo que quería contar. ¡Algún día lo contaré! Yo tengo miedo de extenderme demasiado. Soy dueño, además, de otras responsabilidades. Debo, por ejemplo, leer muchísimo para no dejar huérfanas de técnicas que sirvan como envolturas a mis ideas. Debo también de realizar profundas meditaciones sobre el género humano. Debo, por último, no olvidarme de vivir. Esta es, sin duda, la más ardua de las empresas. Porque suele tratarse, no de vivir, sino de seguir viviendo...

jueves, 3 de octubre de 2013

Curso de fotografía

«No se preocupen, yo tomaré la foto. No es lo que parece; pero hoy no tengo ganas de salir en ninguna foto. Estoy cansado de ellas. No es cierto; no me canso; pero es que no los entiendo, ¿por qué se comportan así? ¿Por qué ya no pueden extrañar a nadie? Yo sé que es difícil, que se extraña con paciencia, con dedicación, con empeño, que se extraña con amor. Y yo no quiero salir en la foto porque prefiero extrañarlos a todos ustedes. De acuerdo, no a todos, pero sí a algunos de ustedes. No se puede querer tanto; no se puede tener cien amigos porque no le quedaría nada a uno. Tampoco es cierto que se pueda tener cien compañeros o cien conocidos. Eso sería una falta de respeto para nuestros verdaderos amigos. ¿Por qué entonces la foto? Además, ¿eso no haría sentirse mal a nuestros reales amigos? Si una sola amistad requiere de tiempo, de diligencia, de sacrificio, requiere de cariño. Cuando construimos una nueva relación, las otras se debilitan. Es el orden natural de las cosas. Y a las que se debilitan, y a las que se alejan un poco más cada día, se les recuerda con melancolía. Hasta que de alguna manera vuelven y reemplazan a su vez a otros amigos, y uno nunca está solo. ¿Por qué quieren más? ¿Por qué una foto? Una foto obliga al recuerdo, altera su curso, lo incomoda, lo hace sentirse apenado de no extrañar lo que antes quería con toda su fuerza. Qué malo este mundo que no nos permite extrañar, que nunca nos dejó acostumbrarnos. Se pierde a alguien y se le reemplaza; se pierde a alguien y se le olvida. Nadie merece ser olvidado. Y no por ellos, ellos quizás nunca lo sepan; sino por el mundo, por este mundo tan golpeado, por este mundo que les permitió conocerse. No se le puede quitar eso al mundo, el mundo no merece eso, el mundo se duele en el alma cuando dos personas hacen como si nunca se hubiesen querido. ¿Una foto? No insistan, ¿para qué? Yo tomaré la foto. Pero deja ahí tu cámara. Esta foto será para mí y será de las personas que quiero; la tomaré con mis ojos y la guardaré donde sé que nunca la perderé ni mucho menos podré olvidarla. ¿Ves que no es necesario turnarnos para que salgamos todos?».