viernes, 12 de diciembre de 2014

Llega diciembre

Cuando comenzaba el verano las parejas iban a estudiar a los parques de la universidad para los últimos exámenes. Creo que alguien hacía coincidir a propósito los exámenes con la canícula de diciembre; así que para estudiar al fresco todos tenían que guarecerse en la sombra de los árboles. De todos modos, con canícula o sin ella, después de las fiestas y de los exámenes el día duraría lo mismo, pero parecería más largo porque la noche sería más fresca y más apropiada para salir a pasear o hacer dos veces lo que a uno le gusta.

A veces pasar un curso era como experimentar de nuevo la sensación de desprendimiento y de confianza de la niñez. Y de manera especial si las dificultades del curso habían sacado lo mejor de uno, cuando incluso creías que no lo tenías. Así se renovaba la confianza para el año siguiente, que parecía lejano y glorioso, y cuando la emoción era muy grande uno quería empezar a estudiar al día siguiente.


Pero uno también se creía con derecho a divertirse. Con los chicos del colegio salíamos siempre a alguna parte dependiendo de nuestro dinero. Eran fiestas de días, que nunca terminaban y a la mañana siguiente empezábamos a tomar tan temprano que no podíamos saber si habíamos dormido. Es tan insólita la sensación de vacío después de beber que a veces, honestamente, es preferible seguir bebiendo. 

En casa los preparativos estaban repletos de confianza. Los abuelos daban por descontada la presencia de todos, y cuando alguno pasaba la Navidad lejos de casa ellos sufrían mucho y estaban intranquilos. Recuerdo que habían años en los que alguien no tenía nada para dar. En la casa siempre habían niños y era difícil no regalarle nada a quien había compartido tu techo y tu mesa y te había obsequiado su confianza y se había mostrado especialmente servicial durante los últimos meses. Se sentían desgraciados y se encerraban en su habitación; no salían hasta que los abuelos lo mandaban a llamar, minutos antes de las doce. El abuelo nos había enseñado que no había excusa para no trabajar, y menos en las últimas semanas del año, cuando toda la gente estaba detrás de algo.


Después me pareció que conforme los abuelos envejecían empezaban a maravillarse de algo que había pasado desapercibido a sus ojos: que también era posible que sus hijos y sus nietos fuesen diferentes y pensaran de otro modo, y que a algunos la responsabilidad o el amor les tomaría más tiempo. Pero para ese momento, ya todos habíamos absorbido las primeras ideas del abuelo. Parece que siempre llega un momento en el que uno se parece a sus padres y abuelos.

Nos asemejaba a nuestros vecinos la forma de obrar, de pensar, de dormir, incluso la manera de celebrar, de pensar la vida. Después de tantos años conviviendo nuestras diferencias se habían ablandado y si alguien llegó al barrio con costumbres muy diferentes hace ya mucho que las había olvidado.

Todos los vecinos colocaban sus luces durante los primeros días de diciembre si todo andaba bien, y unos días antes de Navidad si los asuntos no marchaban. Y viendo la hora en la que encendían sus luces sabíamos si en aquella casa habían tenido un buen año, si todos permanecían unidos, o si alguien se había marchado.

Todos comíamos después de las doce tras abrir los regalos; Navidad era el único día del año en el que los niños tenían permitido salir antes y después de la cena, siempre que no se alejaran del barrio. La cena era sencilla: pavo (a veces lechón) con ensalada, papas y arroz, vino y champagne, tamales o humitas y panetón con chocolate. Pero antes, unas horas de sueño por la tarde. Al día siguiente teníamos la obligación de levantarnos muy temprano a limpiar la casa para tener contento al abuelo y recién podíamos salir a la calle a estrenar nuestros regalos.

Mientras éramos niños no dejamos de visitar ninguna Navidad a los bisabuelos. Aquello se convertía en una segunda Navidad, pues ese día toda la familia que andaba desperdigada por la ciudad tenía la misma idea de ir a ver a los bisabuelos. Y estoy seguro de que mis abuelos no lo planificaban, porque al igual que mi abuela todos estaban muy ocupados con sus propias familias, y creo que también habían olvidado que vinieron a este mundo como hermanos.

De la universidad no volvíamos a saber hasta marzo o abril; era muy raro que alguno llevara cursos en verano (hablo por mis amigos y la gente que conocí). No podría asegurar en qué se nos iba la vida tras las fiestas, pero todos andábamos muy ocupados. Los días eran aparentemente más largos y el tiempo transcurría muy rápido, pero los sentimientos se acumulaban en alguna parte para aclararlos durante el año.

De vez en cuando algún amigo, alguien partía, pues habían lugares dentro de uno que solo podías conocer yendo muy lejos. Pese a todo, nos alegrábamos por su partida, y unos días antes la pasábamos bebiendo como unos condenados. Luego tomaba tiempo acostumbrarse a la vida, pero al cabo de un tiempo incluso la vida se curaba a sí misma, y una generosidad repentina nos invadía a todos.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Chino de mi barrio

Mi abuela opina que yo tengo un parecido con el chino de la televisión. Con este chino que sale todas las noches, no muy tarde, y sonríe más que reírse. Con este chino que le toma el pelo a casi todos y que a veces organiza campañas para ayudar a los que están en apuros, a los que la pasan mal, a los desfavorecidos, los mismos que vienen de todas partes a colmar las gradas de su set mientras el escenario se llena con los productos de sus auspiciadores, a los que 'no les queda más que portarse'.

Puesto que mi abuela lo dice, este chino debe ser mi alma gemela. Con sus cabellos negros y sus barbas desaliñadas, sus lentes oscuros y su variedad de peinados que no obstante parecen siempre el mismo, y sus inmensos ojos que parecen más grandes mientras más angostos. Y yo solo conocí a otra persona con estos mismos ojos.

Y porque mi abuela lo dice, yo debo creerlo. Ella, eternamente sentada en su sillón de tela, junto al comedor, al lado de la cocina, frente al televisor, en la misma pared que el almanaque y el reloj, cerca del pasadizo, ella, a cuyo lado yo me siento a veces pero no sin antes advertirle: Abuela, sin chismes. Y mi abuela asiente, pero al rato comienza a contarme las novedades del barrio como si fueran pedacitos de noticias, que yo sé que son chismes. Yo no los querría disfrutar, pero lo disfruto, y ella me dice de repente: Este chino tiene un aire a ti, hijo. 

Yo no sé quién pueda parecerse a mí, por lo torpe que soy para las cosas simples, por lo decidido para las grandes. Yo creo más bien que mi abuela aspira a que yo pueda aprender algunas actitudes del chino. De este chino a quien vemos a diario y que para nosotros es un buen guionista, un actor sobrio, un honesto columnista. ¡Acaso lo fuese yo! Y ahora me doy cuenta de que puede que mi abuela piense un poco demasiado bien de mí.

¿Sabrá mi abuela que hace muchos años un papel del chino me cambió mi nombre para siempre? ¿Cómo me llamaba yo antes? No es posible que yo haya olvidado quién era y lo que hacía antes. Bueno, pero yo tengo que dejar sentada mi opinión. A mí el chino me parece un buen hombre, y me parece además—al fin y al cabo somos como hermanosque brinda lo mejor de sí, desde donde está, por hacer lo que está a su alcance. Y yo creo que esto es lo mejor que puede hacer un hombre.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Mi cuarto

Al fin nos hemos decidido a cambiar el orden de las cosas de mi cuarto. Quebrantar el antiguo régimen, impuesto un poco al azar, en el que los objetos empezaban a escalfarse: la cama se había amodorrado y se negaba a moverse y el viejo armario detestaba entregarme lo que guardaba en sus compartimientos.

Y yo he convocado a un niño, sí, a un niño: los niños son los trabajadores más entusiastas: una vez que se les señala el camino, te seguirán hasta el fin. Así es como mi hermano y yo —mi hermanita no; ella se retuerce de estas labores mundanas— removimos lo innecesario; barrimos, trapeamos y enceramos el piso; cambiamos las fundas de los cojines, y las sábanas y colchas de la cama; quitamos el polvo de las superficies así como el polvo que se oculta debajo de los objetos; echamos una mano de pintura; cambiamos la cortinas tal como nos enseñó el abuelo; encajonamos la ropa y dispusimos los muebles de una manera revolucionaria, que estamos seguros nunca fue vista antes.

La cama la pusimos frente a la ventana, para prodigarnos luz por las mañanas y una suave brisa al dormir. Colgamos unas cortinas blancas repujadas con hojas y flores. Llevamos hasta un rincón nuestros zapatos, muchos de ellos abandonados por su pareja, y como se sentían un poco avergonzados, arrastramos hasta allí la cesta de la ropa sucia, para ocultarlos. Nosotros solo usamos, a fin de cuentas, uno que otro calzado, que nos espera puntualmente debajo de la cama. Construir un mueble para administrar los zapatos nos parece mucho trajín y complicarnos.

Luego echamos una mano de pintura, de un color que preferimos ocultar. Como retiramos la cama de su viejo rincón, ahora esa pared nos parece muy amplia, aburguesada, distante, limpia. Y se nos ocurrió poner un cuadro. Sí, un cuadro, acaso de Velázquez, ¡Los borrachos!, o quizás de van Gogh, aquel en donde muestra su frugal habitación, solo con los objetos necesarios para dormir, comer y trabajar. Y salimos a dar unas vueltas, sí, unas vueltas, con el fin de hallar nuestros cuadros. Y terrible, no, mórbida impresión nos ha dejado toparnos solo con cuadros modernos, desafiantes, faltos de fe, rutilantes, carentes de amor. Y decidimos dejar un espacio libre para cuando llegue nuestro cuadro.

Pusimos un sillón y una mesita, para escribir y leer por las noches acompañados solamente de una taza de té. Escribir y leer por las noches, ya que ahora nos resulta imposible hacerlo por las mañanas. Y rogamos, clamamos al cielo, que no se nos vuelva un hábito trabajar de noche.

Nuestro nuevo cuarto tiene pocos adornos. Antes mis frascos de colonia eran mis adornos. Pero mi hermano y yo hemos descubierto la verdad: que habíamos sido engañados, porque los frascos no eran realmente adornos. Y los hemos condenado a un cajón subrepticio. ¿Y qué hemos puesto en su lugar? En su lugar, nos ha quedado, un Ekeko plagado de regalos, una caja hecha para guardar queques y pasteles y un collar con una piedra entre violeta y el color de la fucsia, que no nos pertenece. ¡Y, claro, nuestros libros!

Yo tengo un reclamo fuerte hacia mis libros: se acumulaban en mi buró y formaban una larga pila, que a veces alcanzaba el techo. Entonces mi hermano, muy gentil, me dijo: «No te preocupes, hermano, te regalaré algo para que guardes tus libros». Yo dudaba un poco de la utilidad de su regalo, hasta que escuché el grito de mi madre: «Anthony, ven a ver lo que está haciendo tu hermano». Y lo encontré arrastrando un pesado mueble que le compramos para que colocara sus cuentos. Pero él no tiene muchos cuentos todavía, y me ha encomendado su estante por el momento, y yo he guardado, feliz, aquí mis libros, los que llevo a mi cuarto, los que releo siempre.

Y me he sentido muy a gusto en mi nuevo cuarto.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Hoy habrá una chica sola menos

Yo quisiera escribir historias hermosas, que te hiciesen sonreír y olvidarte de los malos ratos. Pero no siempre me encuentro bien, y si alguna vez encuentras una historia triste así es como me sentía. Tú me sugerirás, entonces, que procure escribir solo cuando me sienta feliz. Y yo te contestaré que apenas me siento dichoso corro a buscar a mis hermanos, a reencontrar a los amigos, a indagar cómo van los asuntos de la familia, para que todos conozcan siempre la mejor parte de mí, para que tengan esa fortuna.

Y me sucede que con frecuencia solo escribo cuando me siento desventurado, cuando me vence el desánimo, cuando me siento triste y descorazonado (y la tristeza es de esas cosas que siempre vuelven). Y ya no puedo escribir cosas hermosas, sino cosas comunes, cosas vulgares, cosas que no la hacen bien a nadie.

Pero si yo dejara de escribir, ¿cómo podría salir de la tristeza? Yo no puedo distraerme, no puedo caminar, no puedo ni pensar claramente cuando estoy apenado. Por eso a veces escribo dos o tres páginas de cosas sin sentido antes de intentar escribir cosas para hacerte sonreír. Es un trabajo fatigoso, porque no hay nada que yo pueda hacer con estas páginas y a menudo me pregunto si no estaré desaprovechando mis fuerzas.

Yo soy un muchacho torpe y descuidado, se me olvidan los nombres y las fechas, y por si fuera poco, siempre rompo alguna cosa, ya que soy un poco tosco. Por eso, no debes asustarte cuando oigas algo cruel de mí; debes amarme todavía más, que seguramente yo estaré atravesando un dolor sin fondo. No es necesario que digas o hagas nada, con que lo sientas será suficiente. Hay mucho que se transmite solo con el pensamiento, con los buenos deseos, y cuando tengas un día feliz seguramente seré yo que no habré dejado de pensar en ti en toda la tarde.

sábado, 25 de octubre de 2014

Con el canto de los pájaros

Al caer la noche mi familia comenzaba a llegar a la casa. Todos se sentían muy cansados, pero mis hermanos aun estaban llenos de energía. Tenían planes para después de la cena, juegos en los que todos participábamos y que nosotros escuchábamos llenos de alborozo; así de cansados estábamos.

Pero se habían acostumbrado a dormir después de la cena. Mi madre les llevaba la leche a su habitación y al rato se quedaban dormidos y todos respirábamos aliviados. Volvíamos al comedor o a la sala, encendíamos el televisor, recogíamos los platos y después cada uno se iba a su habitación porque no había nada más por hacer. 

La casa se hacía muy grande para nosotros. Yo entraba a mi cuarto y pensaba en lo que podría hacer a partir de ahora. Intentaba leer, pero incluso mi cuarto se hacía grande y pronto solo quería dormir.

Me costaba mucho dormir. No quería encender la televisión y me parecía en vano volver a leer. Así transcurrían muchas horas y se iba apagando el murmullo de la calle. Tenía miedo de que los pájaros comenzaran a cantar. Cuando lo hacían, ya era muy tarde para dormir y su canto también me diría que no tendría nada que hacer durante toda la mañana.

Entonces recordaba que tenía el roto el corazón.

Alcanzaba a oír el bramido de los carros corriendo por la Panamericana. Cerraba la ventana, pero el rumor persistía y yo buscaba el lado fresco de la cama pero ya no podía olvidarme del rumor, como no podía evitar que cantaran los pájaros y, de la misma manera, mi corazón tampoco podría evitarlo.

—Tienes roto el corazón, y te seguirá a donde vayas. Porque no tienes otro y no estás dispuesto a cambiarlo. Lo mejor será que te ocupes de tus cosas; así podrás olvidar que tienes roto el corazón, aunque realmente no seas capaz de olvidarlo.

Estaba en casa y era Navidad. Me sentía dichoso porque se acercaba la medianoche. En casa vivían muchas tías y sorprendí a una de ellas cenando solo un pedazo de pan con mantequilla. Se lo quité y lo boté a la basura, y cuando me inquirió le dije: "Es Navidad, ¿cómo vamos a estar comiendo pan con mantequilla?". Era un muchacho muy injusto. Al cabo de un rato salí y comencé a reventar silbadores contra las casas de los vecinos. Se acercaba la hora y el olor de la pólvora era cada vez más penetrante. Se adhería a mi camisa y a mi pantalón y se confundía con el ambiente de la casa. Recuerdo el sabor del chocolate y la alegría de ver la mesa servida, con todas las sillas apretujadas para que nadie se quedara fuera y luego de las doce aun podía volver a salir. Ya todos los chicos estarían afuera enseñando sus juguetes nuevos, que volveríamos a sacar mañana temprano y durante todo el verano, aunque al final los olvidaríamos como todo lo que nos regalaban cada año, a veces haciendo verdaderos esfuerzos.

Había olvidado el calor de la cama y el rumor de los autos. Había olvidado incluso el canto de los pájaros. Sabía que pronto me dormiría y no recordaría que tenía roto el corazón.


sábado, 18 de octubre de 2014

Deseos del corazón

Hoy voy a describirte mi casa. La casa donde vivo es grande. Tiene tres pisos y un balcón muy bonito sobre la terraza. Antes, yo tenía una habitación aquí en el tercer piso, una especie de cuarto de estudio, donde estaban la computadora, un escritorio que me envió mi tía y mis libros. Yo subía todas las noches para intentar escribir; escribía cosa que en ese momento me hacían sentir muy dichoso y que estaba camino a ser un escritor; pero cuando volvía a leerlas descubría que eran malas, que no expresaban lo que yo había querido decir. Y entonces volvía a escribir de nuevo, pero esta vez con más cuidado.

Cuando venían mis amigos encontraban este cuarto lleno de papeles garrapateados y exclamaban: "¡Pero qué tanto escribes!", y yo me sentía un poco orgulloso de haber escrito tanto. Luego comencé a escribir en cuadernos. Eran unos cuadernos azules de la marca Ray Perú. Me agradaban por su seriedad y discreción, como deben ser los cuadernos de un escritor. Recuerdo que compré varios de una vez, de diferentes tamaños, y me dije:

—Muy bien, estos cuadernos pequeños tienen que ser para escribir. No es bueno que yo escriba en cuadernos muy grandes porque podría desanimarme. Lo mejor será que los cuadernos grandes los use como cuadernos de citas.

Y en esos cuadernos escribía las partes más asombrosas de los libros que leía. Una vez transcribí una cita de tres páginas que trataba sobre la astucia de los animales y que los ordenaba de esta forma: caballo, perro, gato, rata y burro, siendo este el más astuto, ya que no tenía ninguna obligación reproductiva con su especie, y por consiguiente, hacía lo que venía en gana (el libro era The Reivers, de William Faulkner).

Los cuadernos pequeños los acababa en algunos meses. Me propuse terminarlos cada vez más rápido, porque un escritor debe tener multitud de cuadernos con cosas muy interesantes para mostrar a los curiosos. El primero me duró cuatro meses; el segundo, tres meses y medio, tres meses el tercero. ¿Y el cuarto? —tú te preguntarás—, pero no hubo un cuarto.

Cuando fui a la librería ya no los vendían. Pregunté a la dependiente y me dijo que habían dejado de trabajar con la empresa y no sabía dónde podía encontrarlos. Estuve buscándolos un tiempo, pero no los encontré y asumí que ya no los vendían en ninguna parte. Esto me puso muy triste, porque uno se acostumbra a sus instrumentos de trabajo, como se acostumbra a una manera de vestirse y no se siente igual en otros atuendos.

Entonces me dije:

—Bueno, no has encontrado tus cuadernos. Pero aun no has escrito lo suficiente para ser un escritor; es más: aun estás aprendiendo. Lo que debes hacer ahora es comprar cualquier cuadernos y ponerte a escribir. Entonces estarás un poco más cerca de ser un escritor y quizás hasta consigas olvidarte de lo mucho que te gustaría serlo.

Y eso fue lo que hice. Me puse a escribir en cualquier cuaderno o papel que tuviera a la mano. Y no creo que llegue el día en que los curiosos se interesen por unos papeles desperdigados.

Veo que pensaba hablarte de mi casa y he terminado por contarte sobre mis materiales de trabajo. Más tarde te contaré cómo es mi casa. Lo que tenga que ser será a su debido tiempo y seguro hay una razón, aunque ni tú ni yo la sepamos, para que tú supieras estas cosas en este momento.

Un fuerte abrazo y un cariñoso beso.

martes, 7 de octubre de 2014

Tu amigo

Amiga dame tu mano
vayamos por el jardín
y entre rosales y faunos
cuéntame ese desliz
y no me sueltes la mano
si viene tu amor por ti.

Entiende que yo te amo.
!Ejem! Yo lo que quise decir
entiende que soy tu hermano
y si estuvimos enamorados
el fuimos es para ti
porque yo sigo enamorado.

En la sombra de un árbol
reparemos este desastre.
Yo te perdono lo pasado
y tú perdóname el adorarte
si te ofendí, te contaré algo...
¡Yo me moría por abrazarte!

Y en el camino de los álamos
¡me daba pena mirarte!
Yo oía a los tristes pájaros
aletear de un árbol a otro
yo que sentía tu ardiente mano
¡no me atrevía a mirar tus ojos!

Pero dejemos mi sufrimiento
y cuéntame de aquel villano
buscado en el firmamento
¡Traidores y soberanos!
Confía en mí tu lamento
¡y no me sueltes la mano!

Considérame tu defensor,
así te condenen los hechos
tu viento guía, tu protector
y duérmete sobre mi pecho.
¡Es mi última petición!

tu buen amigo, tu hermano.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Debate municipal

—Tony, usted no sé qué hace con su tiempo.

Es verdad, y yo tampoco lo sé. Salí tarde del salón de clases, maltratando el mobiliario, azotando las sillas y torciendo las puertas, y porque ya escuchaba los reproches:

—Pero Tony, ¿qué cosa hace usted con su tiempo?

Pero al llegar el debate aun no había comenzado. Los candidatos ya se habían apoderado de sus asientos, así que pensé : ¿por qué yo no puedo hacer lo mismo?, y busqué el mío. No creía que hubieran tantos candidatos. A los extremos de la mesa estaban los de Acción Popular y Somos Perú. No parecían los mismos que en su propaganda. Un periodista no puede estar desinformado ni decir que no conoce a un candidato. Pero son tantos, que yo me digo que lo mejor será que vote por quien exponga las mejores propuestas y se muestre más sincero esta noche.

Ya sospechaba que no tiene sentido que hayan tantos candidatos. Apenas han tocado uno que otro punto, cuando un timbre sin educación, un timbre que no conoce las buenas costumbres, interrumpe la lectura del plan de gobierno, las arengas o la apelación a los sentimientos de la población. Y como a los candidatos les quitan el micrófono, no les queda más que farfullar de indignación, que sonrojarse o terminar su discurso dignamente, aunque ya nadie los esté escuchando. Lógicamente, es imposible enviar un mensaje a los ciudadanos en tres minutos. Los candidatos tendrían que ser sobresalientes, cultos, tendrían que estar preparados. Nuestros candidatos, claro está, no son ni lo uno ni lo otro. Y ya que parece imposible escuchar aquí soluciones para los sempiternos problemas de Lima —que acaso sean irremediables— yo me digo que acaso sea lo mejor votar por quien me inspire más confianza.

Yo creo; no, yo estoy convencido de que todos votamos por quien nos parece más fiable. Las promesas son hojas de hierba y los planes y proyectos casi nunca llegan a concretarse. Al menos, no como se concibieron inicialmente. Yo querría votar por el más preparado, por el más honesto, por el que haya demostrado mayor capacidad de gestión; pero siguiendo ese camino inevitablemente después me asaltará la duda y pensaría en el qué hubiese sido, porque todos los argumentos palidecen ante al don de inspirar fe, de mover a las personas únicamente con la confianza.

Volviendo a este triste salón, donde por tantas cámaras y equipos casi no se puede ver nada, el moderador ha declarado tiempo muerto. Y los asesores —¡que eran casi la mitad de la audiencia!— han subido a la palestra a guardar a sus candidatos. Los asesores piden agresividad y los candidatos aseguran que esta vez sí serán agresivos, piden claridad y los candidatos afirman que esta vez serán más claros, piden, por último, audacia, y los candidatos coinciden en que ha llegado el momento de ser audaces.

El moderador reinicia el debate. Ha de estar de un pésimo humor, ha de haber tenido un día horrible, porque ha declarado que ya no serán tres sino dos los minutos para los candidatos. El auditorio se subleva y un espectador, un hombre serio y corriente, eleva su voz y afirma que un modelo en una pasarela dispone de más tiempo. Y mientras los modelos salen una vez más yo caigo en la cuenta de que fue un error venir aquí. Y me arrellano en la silla para echar un sueñecito.

Más tarde, durante la cena familiar, hemos visto las noticias, y nos alegró la comida comprobar que nuestro candidato, según todos los especialistas, ha triunfado en el debate. Yo tengo mis dudas sobre lo qué significa triunfar en un debate. Yo pienso que nadie triunfa jamás en las discusiones, en los altercados, y sobre todo, en los debates. Pero claro está que esto no lo digo.

—Primo, ¿quién piensas tú que ganará las elecciones?

Yo no sé qué responder, así que yo le digo a mi prima que creo ganará el hombre que han pronosticado los especialistas.

—Primo, ¿por quién piensas votar?

Yo de ordinario no contestaría esta pregunta. Yo pienso que esta pregunta esconde siempre otras intenciones, y que la gente lo que menos quiere saber es por quién voy a votar. Pero como mi prima aun es una niña, y siempre debemos responder las dudas de los niños, yo le contesto:

—Votaré por el que me parece el más preparado, pero no por esta razón, sino porque confío en él.

Y mi prima se ve obligada a escuchar, por varios minutos, los argumentos que voy exponiendo y que imagino que ella ya ha escuchado otras veces.

—¡Pero primo! —responde mi prima—¿Acaso no has leído su plan de gobierno?

Yo le respondo que este periodista no ha tenido tiempo.

—¡Ay, primo! Yo no sé qué haces con tu tiempo.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Mi buena suerte

No siempre se tiene suerte y hay periodos en los que la suerte está, literalmente, al otro lado de la ciudad. Y uno es como aquellas casas derruidas y abandonadas en medio de la calle, ante las que solo queda preguntarse: ¿Qué ciego rayo de la fortuna vino a caer sobre los habitantes de esta casa?, y alejarse en seguida.

Por eso es preferible, cuando se tiene buena suerte, perder un poco a propósito; pero más preferible todavía es depositar un poco en una persona para que nos socorra en momentos difíciles. Es lo que hizo Ricardo con su suerte. Y ahora tiene una buena mujer al lado, que cuida de él y que lo secunda en todo, y que cree firmemente en dos cosas: que Ricardo puede lograr cualquier cosa que se proponga, y que su destino es pasar su vida al lado de él. 

Yo ignoro si la suerte ande rondando la vida de Ricardo. Por lo que el viernes pasado fui a comprobar la situación. Ricardo estaba con esa buena mujer en su cuarto y evitaba emborracharse. Cada mañana yo tenía una resaca de pesadilla y me arrastraba hasta la cocina apenas oía que Mamapi salía con el carro. Pero el domingo, tras dejar mi plato en el microondas, me venció el sueño y volví al cuarto de Karlo. En eso escuché el carro de Mamapi, que seguro se había olvidado algo y di por perdido mi plato. Mamapi detesta que entren en su cocina, y más vale no molestarla. Pero tal como estaban las cosas, yo necesitaba comer, así que me arrastré a la cocina y casi se detuvo mi corazón cuando encontré a Mamapi sentada tranquilamente en el comedor, preparándose una taza de té. Regresé inmediatamente, muy avergonzado, hasta que escuché una dulce voz que decía:

—Tony, soy yo.

Y supe entonces que Ricardo había guardado una buena parte de su buena suerte para los malos tiempos, que siempre llegan, suerte que además estaba aprendiendo rápidamente las aptitudes que toda mujer necesita.

A mí me pasaba lo opuesto. Había malgastado toda la buena que se me presentó y no sabía cómo vivir sin ella. Me quedaba esperándola tardes enteras, en mi casa, en la biblioteca o con mis abuelos, cuando la suerte andaba al otro lado de la ciudad al servicio de otro. Y yo sentía temor de salir a buscarla, pensando que mi suerte podría venir durante mi ausencia y no encontrarme.

Comenzaba a calentar en Lima y ya estaba más despejado, el cielo se abría y ya habían parado las lluvias. Pero yo me sentía débil y blando como un animal doméstico y volví a enfermarme. Hacía un mes apenas que, en Pacopampa, mientras todos dormían o se lamentaban de los periplos del viaje, yo me sentía sano y fuerte, y me pasaba la noche despierto, anotando las cosas que nos habían ocurrido durante el día y cómo las había visto.

Una de esas claras mañanas, después del desayuno, Ricardo me preguntó si iría a visitar al chamán.

— ¡Que se joda el chamán! Vayan y cuando regresen, me cuentan cómo les fue. 

Y a las dos horas regresaron y me contaron las visiones del supuesto chamán, que decía, entre otras cosas, que Ricardo muy bien podría viajar o escribir o tomar cualquier iniciativa, porque tenía buena estrella y mejor suerte. Yo le respondí:

— Yo ahora mismo estoy escribiendo bien y tengo kilómetros de buena suerte. Coge un poco y se lo muestras al chamán más tarde, y me cuentas cómo te fue.

Porque, por un asunto de dinero, la sesión había quedado inconclusa. Así que cuando volvieron a visitar al chamán, esa misma noche, yo me quedé con mis libros y mis apuntes y mi salud que era toda la suerte que creía que podía necesitar un hombre, tanto en Pacopampa como en cualquier parte.

Al volver, Karlo me mostró una piedra llamada Lumbre, que tenía propiedades curativas y que le había entregado el chamán para que realizara un ritual de tres días. Yo le contesté:

— En este momento iré a comprar seis cervezas para que veas lo que un hombre necesita para arreglar cualquier asunto. Luego tú pondrás seis cervezas más, Ricardo seis más, nuevamente yo seis más, y al final de la noche tu único problema será devolver esos envases.

Lo cierto es que ya en el viaje de regreso pude comprobar que mi suerte se terminaba, al romperse el bastón que me había obsequiado T.S. y que me había acompañado en casi todo el viaje. Y aquí me tienes nuevamente, sin suerte y sin nadie que haya guardado un poco de suerte para mí, sin nadie que pueda socorrerme ahora que la fortaleza y el entusiasmo me han abandonado. Yo trato de encontrarle gracia al asunto, pero lo único capaz de reconfortarme sería encontrar al sujeto que se ha llevado mi buena suerte. Lo último que supe de ella fue que esperaba algún día volver a querer y cuidar de alguien como lo había hecho conmigo.


sábado, 30 de agosto de 2014

Scott Fitzgerald

Suponte que estás un poco atormentado porque es viernes, y todo el mundo sabe que las mayores tragedias comienzan los viernes. Suponte, además, que has encontrado un lugar cálido para leer y puedes oírte pensar. Suponte, sobre todo esto: estás atormentado y puedes oírte pensar. Ahora imagina que despliegas tu periódico sobre la mesa de roble y encuentras este titular: "Scott Fitzgerald le dirige una carta terrible a su hija". No olvides que puedes oír tus pensamientos y que te has venido sintiendo atormentado desde la mañana. Y estás a punto de leer una carta del hombre más atormentado que haya pisado esta buena tierra, del golden boy a quien arruinaron la vida la locura y la incomprensión y el egoísmo de su mujer, de un hombre que estuvo perdido desde el día en que comenzó a escribir con éxito. Hemingway confesó que estuvo dispuesto a ayudar en todo lo que estaba a su alcance a Fitzgerald y a ser uno más sus amigos, por más que los tuviera todos, porque si era capaz de escribir un libro como El gran Gatsby, solo Dios sabría lo que llevaba en el alma ese chico atormentado.

Veo una foto en la que Zelda aparece muy bella al lado de su hija, en una ropa de baño que le cubre el torso mas no los brazos y piernas. Ya no parece un gavilán que no comparte nada, sino una muchacha que ha pasado momentos rudos, pero que ha conversado su corazón en buen estado; con una mirada maliciosa y una sonrisa de quien ha pecado, pero ha conservado su corazón intacto.

Scott era el hombre del mañana que iba a realizar una obra que todos necesitábamos. Era el golden boy, el elegido. Hemingway y Faulkner por momentos parecen fermentados en el alcohol y en el sufrimiento; pero Scott Fitzgerald se mantuvo siempre lúcido en su amor. A mí me duele el corazón a ratos y siento una persecución dentro de mí, y mis actos son contradictorios. Por eso admiro tanto la ausencia de malicia en toda la obra de Fitzgerald. Hasta cuando quiere ser vengativo y huraño, parece un animal salvaje que es un criminal solamente ante nuestros ojos, y pasando tiempo a solas con él nos sentimos menos malos.

Pero Scott no fue el hombre de su época ni lo será después. El hombre de su generación fue Hemnigway y el hombre del mañana, qué duda cabe, será William Faulkner. Scottie murió como mueren los hombres incapaces de adaptarse a un mundo habitado por seres que no pertenecen a la misma raza, a los que sin embargo aman, aun cuando no se amen ellos mismos.

Me recuerda a Leonidas Yerovi, que debió ser el mejor poeta de su generación, y cuyo recuerdo quedó tan aplastado después de su asesinato que hoy su imagen no evoca ni a Mariátegui, que se arrepentía de no haber sido su amigo, ni a Valdelomar, a quien todos los trabajadores de La Prensa miraban con desprecio por haber ocupado, tras su muerte, su oficina en el diario. A Yerovi le dice Valdelomar:

«Oye hermano Leonidas, yo te quiero contar lo que ha pasado. Yo vivo allá, en el Barranco, junto al mar. Yo estaba soñando, a la aurora, cuando entró mi madre sollozante, y me dijo: "¡Corre, corre! ¡Un hombre malo ha matado a tu amigo! ¡Corre!"».

«Yo venía jadeando, pero no podía llorar. Subí a La Prensa. En el gran salón, sobre la mesa de caoba, había una camilla y en ella estaba un cuerpo cubierto por un lienzo blanco. Yo preguntaba por ti. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi hermano? ¿Quién se ha llevado a mi hermano? ¿Le han hecho daño? Pero no podía llorar. Y todos lloraban, lloraban».

Es el fondo de tristeza donde se escribe la historia de todos los muchachos dorados. Me imagino esos momentos supremos de alegría en la vida de Scott Fitzgerald, caminando de la mano de su hija por el prado, o sabiendo muy dentro de sí que había hecho feliz a Zelda por una noche, aunque ella se esforzara en negarlo. Me imagino su alegría como un rayo de luz cuando ilumina en la mañana, más pleno y más fuerte sin la luz artificial.

Hay otras fotos, pero en todas ellas sendas sombras oscurecen los ojos de Scott, de Zelda, de su niña. No es como un artificio de la cámara; es como esas fotografías de linajes antiguos, donde se reconoce la Tragedia. Esta es una generación sin Tragedia. Porque donde hay tragedia diariamente, en todas partes, y la gente la soporta sin quejarse, deja de haber tragedia, y deja de haber posibilidades para el individuo. Acaso hoy en día la familia Fitzgerald habría sido salvada, y la mariposa hubiera tenido una vida larga, pero, seguramente, imposibilitada para el vuelo. Suponte mi desazón y di junto conmigo una breve oración por la sana muerte de estos hombres, libres al fin de todo tormento por el amor de Dios.



domingo, 3 de agosto de 2014

Dejemos dormir a Reina

La plaza es un discreto cuadrado cubierto de tierra con un monolito al centro. Hemos visto fotos de esta misma plaza, hace algunos años, cuando reverdecía y la copaban cientos de personas durante las fiestas patronales. Hace unos meses la tierra fue volteada para instalar el desagüe; dicen los pobladores que en unos meses, con las lluvias, la plaza volverá a florecer. Unas cuantas plantas se han refugiado en las puertas de las casas, antiguas y señoriales, con balcones y alfeizares crujientes y apolillados. Frente a la carretera, al otro lado del valle, se alzan las montañas de la cordillera, pardas, con la cosecha casi a punto. Las nubes son anchas y consistentes y se desplazan lentamente hacia el sur. Hasta ahora, solo hemos podido apreciar las estrellas un poco antes del amanecer. Los estudiantes de arqueología dicen que algunas de estas constelaciones únicamente son visibles desde el ecuador, y que existe una antigua leyenda, según la cual el Incario comenzó a desmoronarse cuando la panaca real de Huáscar se desplazó al norte del imperio y determinó, mediante cálculos astrales, que el Cuzco no era el centro del universo.

Viajamos por la ruta más usual, toda la costa hasta Chiclayo y luego por la sierra hacia Cajamarca. Debido a la oscuridad, apenas vemos la carretera y algunos pueblos estragados y una ciudad que suelta un profundo olor a pescado. Le damos a una cantimplora llena de pisco, que Mamapi nos llenó generosamente antes de partir. Ricardo está junto a la ventana, al lado de Karlo, que estira la mano a través del pasillo para cederme la cantimplora. La chica que está a mi izquierda nos mira y sonríe, como queriendo conversar o acaso un trago. Lo que traemos nos alcanza para llenar tres veces la cantimplora. 

Pronto Ricardo se adormita sobre la ventana, envuelto en su casaca. Toma un par de tragos más y se duerme profundamente. Apenas se siente el movimiento del bus. Karlo está más animado y nos entretenemos imaginando situaciones tortuosas, situaciones felices, situaciones imprevistas. No tarda en acabarse el pisco y Karlo extrae la botella de su mochila y llena cuidadosamente la cantimplora.

La chica que viaja conmigo se llama Reina. Vive sola en Lima y se lamenta de no haber viajado antes, pero no le querían dar el permiso en la Marina. Me pide cortésmente que deje de beber y yo le digo que eso es imposible. Le ofrezco un trago y lo rechaza y yo me lamento por ello. Reina se dirige a Jaén llevando un montón de cosas para sus hermanos, a quienes no ve desde hace mucho. Confía en que al menos uno se vaya a vivir con ella a su cuarto en la avenida Colonial, donde el frío es cada año más terrible y uno nunca se acostumbra. De rato en rato recibe un mensaje, y yo aprovecho para darle a la cantimplora, que Karlo me alcanza generosamente.

Reina dice que estoy borracho y se echa a dormir. Pero yo la despierto y le pido que por favor continúe hablando, que me hace mucho bien oírla. Me habla de su supuesto encuentro con Dios y de su renacimiento. Sabía que estaba resultado demasiado bien, y yo no quiero renacer, sino aprovechar lo que tengo y mi carácter. Vuelven a llamarla; Reina dice un par de palabras y cuelga. Decido dejarla dormir y me concentro en la cantimplora, que es menester volver a llenar. Karlo se pone a escuchar música y al rato también se duerme. Ya no hay nada que hacer, así que le doy a la cantimplora hasta terminarla e intento dormir, sin molestar a nadie. Antes de perder el conocimiento llego a la conclusión de que, tal como sospechaba, ese pisco tenía un sabor excelente. 

martes, 22 de julio de 2014

Las vacaciones acordes

Últimamente los periódicos están exagerando. No es verdad que hayan pasado tantas cosas malas y hasta me atrevo a decir que todo sigue como antes. Salvo una cosa, y es que Adrián está de vacaciones. Para los que no conozcan a Adrián es urgente que sepan que Adrián ha trabajado, a sus veintidós años, lo que ha trabajado un peruano de treinta: ¡una barbaridad! Ha trabajado tanto de noche como de día; ha trabajado en doble turno; también ha trabajado y estudiado, y cuando no tuvo trabajo, no pudo librarse de la idea de que tenía que conseguir un trabajo. Pero ahora todo eso pertenece al pasado y Adrián por fin está de vacaciones.

Adrián me busca muy temprano para salir a correr. Vivimos a una cuadras. Tenemos que correr, esta vida sedentaria nos hace daño. Adrián viene a las seis y como es imposible esperarlo despierto, toca el timbre, y yo tengo que tranquilizar a todos en casa. Es Adrián, iré a correr con él y luego al trabajo. Mi madre confía mucho en Adrián. Confía más en Adrián que en mí. Esto es algo extraordinario, porque mi madre detesta a todos mis amigos. Esos borrachos. Seguro te vas de nuevo con esos borrachos. Así que cuando no estoy en casa, mi madre asume que estoy con mis amigos, los borrachos. No presume mal, pero es incómodo que siempre sepa donde estoy y con quien ando...

Creo que mi madre piensa así de Adrián porque él ha trabajado. A veces parece que el trabajo ennoblece a las personas lo mismo que la muerte. He visto desgraciados que pasaron a ser santos después de morir. Y he visto malnacidos que se volvieron medianamente buenos cuando empezaron a trabajar.

Corremos por un parque que queda a unas cuadras de la avenida Las Palmeras. Este parque de noche es peligrosísimo. De día no lo es tanto, mucha gente viene a correr, a sacar a sus perros, y los niños lo atraviesan para ir a la escuela. Yo corro unos minutos y vomito. Una cosa es vomitar estando borracho y otra es vomitar estando sobrio. Lo que debe ser símbolo y coronación de la autodestrucción y de la hombría, se convierte en una penosa señal del decaimiento físico y espiritual. Al regreso, pasamos por una juguería —yo casi no corro nada, y a veces pienso que solo me levanto temprano para permanecer tranquilo toda la mañana, así como por el jugo—, y volvemos a casa caminando.

Adrián está leyendo un libro. Un libro grueso y extraño. Tiene mil quinientas páginas y cuenta la historia de un payaso que aterroriza a varias generaciones de un pueblo. Yo me pregunto, entre admirado y consternado, cómo Adrián puede leer y disfrutar la lectura de ese modo. Amigos tengo que retrocederían frente a semejante bodrio. Y mientras yo escribo noticias, tomo fotografías y leo los libros del instituto donde trabajo, Adrián se pasa las mañanas leyendo ese extraño libro, que sin duda le dará, más tarde o más temprano, algún poder sobrenatural.

Por la noche, Adrián me escribe un mensaje: Tony, estoy donde Sandro, baja. O yo le escribo este otro: Estoy donde Jorge, baja. Y a eso de las ocho aparecemos donde Sandro o donde Jorge (aunque toda esta semana hemos terminado, de manera sorprendente, en la casa de Diego). Nosotros no lo decimos, pero llegamos con hambre. Este es un mal hábito que arrastramos desde el colegio, donde siempre, por alguna razón, estábamos con hambre. La paga en el instituto, y en general la de todos, es mala, así que solemos cocinar, aunque últimamente Adrián está comprando la comida.

Sin embargo, Adrián tiene una manía: a fin de ahorrar, conserva todo su dinero en la tarjeta. Por lo que cada vez que vamos a comer, a beber o al cine, Adrián nos arrastra a todos al cajero (que no es verdad que los haya en todos lados). Yo no entiendo la verdad cómo funcionan este mecanismo y si acaso Adrián logra ahorrar alguna vez, porque de todos modos vamos al cajero varias veces en un día.

Adrián y Sandro me están enseñando a bailar. En ese momento tienes que llevarla, esperar y hacer este paso. Sandro baila mejor, pero Adrián disfruta más la música. Justo ahí le metes. Si tuviera esa capacidad, me gustaría bailar la mitad de bien de lo que bailan estos dos. De verdad disfruto viéndolos bailar, por puro placer, como si realmente tuvieran una chica entre sus brazos. Ahí la haces girar, la mueves así y luego le metes el quiebre. Se necesita valor para hacer ese quiebre.

Adrián quedó en salir el viernes con una chica. Estuvo el lunes, el martes y el miércoles farfullando sobre lo mucho que deseaba salir con esta chica. El jueves nadie supo de él. Pero Adrián, que está de vacaciones, no ha salido con ninguna chica. Y el sábado nos dio cuenta de lo que ahora pensaba de esa chica. 

Ese mismo día fue la fiesta de Sandro y bebimos hasta quedar inconscientes. Nos despertamos el domingo al mediodía y vimos los partidos metidos en la cama de Sandro, medio enfermos, vomitando y bebiendo las cervezas que sobraron.

Ni el domingo ni el lunes vimos a Adrián. Pero hemos quedado en salir a correr el martes. En la noche bajaremos donde Diego. Sandro ha dicho, medio en broma, que deberíamos alquilar una casa para vivir todos juntos.

lunes, 14 de julio de 2014

Comunicación y Sociedad

Yo he hecho unos amigos en esta clase. Se llaman Antoñito y Esperanza. No pienses mal, ni que hago amigos en cada clase ni que en todas las clases se puede hacer amigos. Yo he tenido la suerte de conocer a unos compañeros y de hacerlos mis amigos fuera de clase, en los pasillos. Los pasillos sirven para conocer gente y para ir de un salón a otro. Esas pequeñas puertas sin visillos, que el conserje siempre se olvida de abrir, son los salones. En un salón del segundo piso, donde una vez me quedé leyendo hasta muy tarde, hasta que comencé a sentir pasos y a oír voces, conocí a Esperanza y a Antoñito.

Antoñito nunca va a los exámenes. Jamás lo he visto preocuparse por nada. Pero no vayas a pensar que es indolente este Antoñito. Cuando le dan una mala noticia, Antoñito se pone pálido, tartamudea y parece que va a desmayarse, hasta que se dice a sí mismo en voz alta: "Seguro el profesor me dejará volver a dar el examen", y nos tranquiliza a todos con una sonrisa. Es un hombre bastante sonriente este Antoñito.

La verdad es que el profesor deja muy poca tarea. No es muy exigente el profesor. El primer día de clases organizó las exposiciones para todo el ciclo, y eso es básicamente lo que hacemos: asistimos a las exposiciones. A la derecha se sientan los alumnos que oyen las exposiciones; a la izquierda se sientan los que aprovechan el tiempo en leer y avanzar con otros trabajos, al centro nos sentamos los que por momentos estamos atentos, por momentos avanzamos las tareas, y luego de media hora nos quedamos largamente dormidos.

Esperanza arriba al salón siempre cinco minutos antes de que el profesor tome la asistencia y se retire. Cuando hay examen llega media hora antes. Antoñito y yo sufrimos mucho si Esperanza se tarda, porque es ella quien nos presta las hojas, que arranca de su cuaderno. Es más divertida que nosotros y sabe hacer muchas cosas: canta, danza, pinta, escribe, toma fotografías y dicta un cursito de canto a unos niños. Una vez fuimos a oírla en la Casa Mariátegui. Antoñito y yo hemos jurado que ese día sentimos vibrar a las paredes...

No te pongas celosa, tú sabes que yo sería incapaz de hacer más que amigos. Me gusta, sí, una chica. No me preguntas cómo es esta chica. Yo no podría más que decir dos cosas sobre ella. Ignoro cómo se llama, pero se sienta a la derecha, es decir, con los que oyen las exposiciones. A veces se sienta junto a un chico. Tiene valor, porque anda haciendo preguntas, pero también es evidente que anda un poco perdida. Hay que estar un poco perdido para seguir las exposiciones. En esto Esperanza es muy perspicaz. Pero un hombre enamorado todo lo perdona, y mis amigos —los nuevos y los antiguos— me han hecho entender que es preciso que yo me halle enamorado si quiero escribir. Antoñito me aconsejó el otro día: "Recuerda que el Caballero de los Leones dijo alguna vez: yo estoy enamorado, porque es preciso que los caballeros andantes lo estén".


No me odies todavía. Yo aun no me atrevo a decirle nada a este chica. Hace tiempo, cuando expuse, ella me preguntó algo intrincado, que me puso muy nervioso, y luego aclaró que le había gustado mucho mi exposición. Últimamente he notado que Antoñito y Esperanza se sientan cada vez más cerca de ella, y yo tengo que seguirlos. Ellos piensan que no me doy cuenta.


El jueves tuvimos un examen: apenas dos preguntas, más una pregunta comodín, a pedido de todos. Antoñito no asistió arguyendo que todavía tendría tiempo para volver a dar el examen. Esperanza llegó faltando muy poco. Yo salí casi al final porque tuve que copiar las preguntas en la carpeta hasta que llegó Esperanza con las hojas. Cuando terminé casi no había nadie. Pero estaba la chica que quería. Entregó su examen unos minutos antes que yo y salió del salón. 


Pero al rato volvió y nos encontramos en la puerta. Nos miramos por un rato. No te pongas triste. Solo nos miramos. Y ella entró al salón raudamente porque se había olvidado de firmar su asistencia. Y aunque nos percatamos de que íbamos el uno contra el otro, yo no pude detenerme, y ella tampoco. Sonrió y yo intenté mostrarme serio. Antoñito y Esperanza me están animando a que la invite a salir. Ellos han notado que ella podría llegar a quererme.


domingo, 6 de julio de 2014

Buscando una oficina

Advierten los periódicos que este año el invierno se ha retrasado hasta julio, y que los vientos y las lluvias arreciarán recién en agosto. Yo busco trabajo. Salgo temprano, para que no me gane la pereza; compro, uno, dos, tres periódicos, y me centro en aquellos recuadros que salen debajo de las grandes noticias, donde las empresas pagan sus anuncios. Yo viajo de carro en carro, por diversas avenidas, a extraños distritos, tocando puertas y leyendo las noticias de mis tres diarios.

¿Tres diarios? Yo creo que tres diarios, en nuestra ciudad, es una obligación. Yo compro, en primer lugar, el Trome, para solazarme un rato, para saber cómo está el fútbol y, más tarde en casa, recortar toda clase de tickets, vales y cupones de descuento (que tanta falta me hacen). Compro también Perú21, como un sistema de alertas: si un día me sorprendo de acuerdo con un artículo de Perú21, me pongo lívido, y pienso que algo debo estar haciendo mal o que hay algo que no he visto. Compro, por último, La República, para ver qué de nuevas se trae Carlín y aprender un poco de ajedrez.

Todo esto leo yo mientras estoy en los carros. No hago mucho caso de las noticias porque en nuestra ciudad es inhumano estar al tanto de las noticias, con tanta inmoralidad y con tanto crimen; además, porque recientemente extraños eventos me ha llevado a la conclusión de que en nuestro país todo se repite, solo que a escalas cada vez mayores.

Veamos un ejemplo. ¿Qué sucedió en nuestro país hace dos años? Así, de manera somera. ¿No es cierto que alguien robó, que se descubrió que alguien estuvo robando, que se cometieron muchas injusticias y que murió gente buena? Aquí los nombres son lo de menos. ¿Y qué hechos ocurrieron hace poco, el año pasado? ¿No es cierto que nuevamente algunos robaron, se descubrió que muchos venían robando, se cometieron incontables injusticias y murió casi toda la gente buena? Mientras recorro las avenidas de esta curiosa ciudad, con mis tres diarios a cuestas, yo pienso que lo más seguro es que vuelva a pasar lo mismo este año.

Mi hoja de vida, o como le decimos aquí: currículum vítae (la única locución latina que manejamos), es una cosa muy curiosa. Está mi nombre, mi dirección, mi número, mi experiencia ultraterrena y mis expectativas salariales. Yo tengo un problema con mis expectativas salariales. Aquí los empresarios esperan que los estudiantes coloquen trescientos setenta y cinco soles en sus expectativas salariales, que viene a ser la mitad del salario mínimo (cuando no lo redondean, como es justicia para ellos, a trescientos cincuenta). Mi problema con las expectativas salariales, que es de paso mi problema con los empresarios, es que en Lima nadie puede sobrevivir con trescientos setenta y cinco soles. ¿No se gastan doscientos soles mensualmente solo en el almuerzo? ¿Acaso el pasaje baja de cien soles cada treinta días? ¿No tiene además uno que estudiar, que cenar, que sacar copias y separatas, que pagarse algún curso o al menos tener cincuenta soles en el bolsillo para gastarlos en lo que le venga en gana?

Este es mi problema con las expectativas salariales. Porque en ese caso sin duda es mucho más digno quedarse todo el día en casa, abrigado, seguro, sin gastar mucho dinero ni tener que mostrar proactividad y buen ánimo a las gentes. Claro que con sus empleados, secretarias y asistentes; porque nadie conoce donde operan los verdaderos empresarios. Por este pequeño desarreglo discutimos los representantes de los empresarios y yo continuamente.

Pero no todo son malas noticias. En mis recorridos he comprobado que cada día hay más celulares en la ciudad, y cada día entran nuevas marcas con increíbles innovaciones al mercado. También he notado que la instalación del servicio de gas avanza a paso firme, que los eventos musicales y deportivos están a la orden del día, que proliferan los restaurantes y las marcas de ropa. Y en camisas por fin estamos avanzando.

Yo no puedo evitar fijarme en esto cuando ando por las calles, con mi hoja de vida, mis periódicos, con mis sueños y mis expectativas salariales. ¿Dijimos sueños? ¿Todavía hay sitio en nuestra ciudad para los sueños? Oh, queridos amigos, queridos lectores, siempre habrá lugar para los sueños.

domingo, 29 de junio de 2014

Una amiga

Entonces yo tenía una amiga a la que apreciaba realmente, como no he vuelto a querer a nadie. Nos gustaban las mismas cosas y detestábamos a la misma gente, que era la manera de ser amigos en la escuela. Yo la quería sobre todo porque era absolutamente honesta y absolutamente orgullosa, decía las cosas sin medir las consecuencias y nadie se atrevía a enfrentarla, aunque no creo que llegara a odiar a nadie.

Fuimos amigos toda la secundaria. Ella no cambió ni cuando se enamoró ni cuando comenzó a rodearse de otra gente, como suele ocurrirle a la gente de la escuela. Gala, por ejemplo. Gala había sido mi mejor amiga mucho tiempo, pero después de enamorarse se echó a perder. Me disgustaba que alguien que había sido tan valiosa se echara a perder sin ninguna razón, simplemente por haberse enamorado. Pero las mujeres tienen estas cosas.

Por eso apreciaba realmente a esta amiga. Era algo así como un recodo cálido al que siempre podías regresar cuando las cosas se ponían duras. Porque en ese tiempo tenías la obligación de aprender de los chicos y cómo funcionan las cosas aquí abajo. A veces salías mal parado. Como cuando tenías que decir que no. Decir que no era muy complicado; luego te sentías vencido y con frecuencia eso te quedaba por mucho tiempo. Pero era bueno volver a ese recodo y contarle esas cosas y oír con cuánta amabilidad ella le restaba importancia.

A ella le dolían las cosas funestas de la vida, como la deshonestidad y la traición. La vida no sería tan perra si las personas sufrieran más por estas cosas. 

En una ocasión discutimos por una tontería y dejamos de hablar durante meses, solo por conocer hasta donde podía llegar nuestro orgullo, y quién cedería primero.

Luego me enamoré de una de sus mejores amigas, y después de mucho sufrimiento, conseguí que esa muchacha me amara. No era tan difícil en ese entonces. Ella se puso feliz cuando se lo contamos a la vez que nos inquiría sobre cómo había podido ocurrir algo así a sus espaldas.

Más tarde yo ingresé demasiado pronto a la universidad. Y me perdí cosas que ahora no puedo disfrutar tanto, pero que disfruto de todas maneras. Allí me di cuenta de que en serio la apreciaba. La buscaba para salir a comer o dar unas vueltas por la alameda mientras fumábamos y ambos intentábamos pasarlo bien poniendo todo de nuestra parte y a veces hasta lo conseguíamos. Pero siempre se terminaba demasiado pronto.

En uno de sus cumpleaños conocí a su novio. Cuando llegué, su numerosa familia ya llenaba la pequeña salita de su casa. Ahí estaba el chico de su universidad. Era alto, pelucón y se dejaba la barba. Tenía además un no sé qué de misterio. Fue el último hombre que conocí que me agradó desde el inicio. Ese algo misterioso no era más que una fuente de bondad y buenas maneras que divertían a todos. Después de comer, nos fuimos a la vuelta de su casa a beber unas cervezas mientras hablábamos de cuánto queríamos a esa mujer y él no dejaba de repetir que tenía las mejores intenciones y que estaba muy enamorado de ella.

Hasta que tuve que confesarle lo que de verdad quería hacer con mi vida. Ella me escuchó, me tanteó y me dijo lo que más temía: que yo sería un completo imbécil si decidía hacer eso. Pero esos eran unos momentos difíciles y decidí no hacerle caso. Antes de despedirnos, me dijo: Si quieres escribir, enamórate.

Yo era demasiado orgulloso para aceptar que solo podría escribir estando enamorado y lo negué muchas veces y hasta que creo que me puse irrespetuoso. Luego ya no volvimos a hablar, y yo la perdí definitivamente, de esa manera en que solo se pierden a las personas que uno ha apreciado verdaderamente: sin terminar de creerlo hasta que alguien te cuenta lo mucho que ha pasado en la vida de esa persona.

No he vuelto a tener otra amiga así ni a apreciar a alguien con tanta seguridad. Cuando cumplió quince años le hicieron una fiesta. Un bus inmenso vino a recogernos al colegio y nos llevó a mí y a Toshio a la fiesta, que era en la casa de algún pariente, al otro lado de Lima. Estaba la familia que yo conocía, pero también habían bastantes personas que nunca había visto, como sus primas. Era un grupo de jóvenes muchachitas que sonreían mucho y se decían cosas de manera confidencial, a las que nosotros mirábamos con avidez. Aquella noche bailamos bastante, hasta que las chicas se sacaron los zapatos. La casa era angosta y amena, y cuando dejamos de bailar todavía nos divertimos un rato comiendo, bebiendo y viendo a las chicas descalzas, con el maquillaje bastante corrido por el sudor pero aun con ganas de bailar, porque al fin y al cabo esa era una fiesta por los quince años de mi amiga y un momento así no volvería a repetirse.

domingo, 8 de junio de 2014

Las casas

La casa está muy vieja. Ya casi nunca vamos a la casa. La vemos desde el auto achacosa, mohína. Presumimos que todo ha de seguir envejeciendo en su interior. El tiempo ha mermado los castillos, los palacios, las casonas; mermará también las casas. No viviremos más como hombres, cerca del suelo; sino en inconcebibles rascacielos, rodeados de comodidades. Quizás ya no tengamos que descender a las frías calles. La casa y las costumbres de las casas quedarán olvidadas, y al cabo de un tiempo, nosotros también seremos olvidados.

Las casas han influido en el sentir de las personas. No eran cómodas, es cierto; mucho que limpiar, rincones imposibles de barrer, incontables desplazamientos para ir de una habitación a otra. El recibidor, el porche, el patio, los bastidores, el garaje, la biblioteca, el jardín y la azotea. Hoy se prioriza la economía de los espacios, hoy se valora un poco más la libertad de las personas. 

Y aunque sea difícil encontrar un argumento mejor que este, ¡cómo se hacen extrañar las casas! 

Agoniza la vieja casa de dos o tres —¡y hasta cuatro!— pisos. ¿Agonizarán también sus habitantes? El hombre puede adaptarse casi a cualquier cosa: en algunos lugares ya ha prescindido totalmente de las casas y aparenta ser feliz de esa manera. Pero, ¿quién ha demostrado que el hombre haya descendido a la Tierra para ser feliz? (Quizás por eso nunca pueda ser feliz del todo.) 

Las nuevas casas buscan la felicidad, ¿qué buscaban las antiguas? Buscaban la dedicación, el compromiso, buscaban cultivar la responsabilidad, el buen gusto y el buen tino. Algo desencajados se han de sentir sus habitantes en el nuevo mundo, que todo lo hace rápido, que todo lo hace bien.

La vieja casa tiene grietas, polvo en todos lados, y una luz que no siempre alcanza los rincones más alejados (y es que en ocasiones se apuraba la construcción de las casas). La casa intuye que su destino es morirse. Así sin más, morirse: contemplar cómo crece la ciudad sabiendo que no tiene nada para darle. 

Sus vecinas, dos construcciones hacinadas de cuartos en alquiler, repletas de televisores que rugen todo el día, presionan a sus propietarios para que compren la casa. Esta contempla un árbol, igual de viejo que ella, observa la calle que se convirtió en asfalto, los niños tan distintos de los que albergó un día. Y la casa se llena de silencio sepulcral mientras los vecinos le van quitando las tapias, se apropian de sus cobertizos.

Solo un suceso alegra la casa. De vez en cuando, un visitante, un viejo amigo de la familia, arriba a la casa. Conocedor de las costumbres de sus propietarios, toca con los nudillos dos veces la puerta y espera. Se presenta antes los dueños: si lo invitan a pasar, entra discretamente; sino, consiente el ser atendido desde la puerta. 

Pero cada vez menos gente se interesa por los habitantes de esta antigua casa. Uno por uno, en días trágicos, en inevitables días, expiran, dejando mucho o sin dejar nada. Cuando fallezcan estos ancianos que habitan la casa desde hace mucho —¿sesenta, setenta años?— la casa correrá la misma suerte. Sabe que, aunque quisiera seguir viviendo, sus nuevos propietarios no podrían cuidar de ella, no sabrían que hacer con tanta casa.