viernes, 28 de febrero de 2014

Mi perro: segunda parte

Pues resulta que mi perro, cansado de mis desórdenes y mis desavenencias, se dignó a hablarme. Yo tampoco me lo explico: estábamos mirando la televisión cuando de repente se incorporó en cuatro patas, pero con una dignidad que yo nunca le había visto y dijo: “Tu pie”. Yo retiré mi pie, que había estado apoyando sobre su lomo, por esa inclinación a acariciar superficies suaves que tenemos los hombres.

Entonces sucedió lo imposible: ¡mi perro se irguió en dos patas!, aunque apoyando las patas delanteras sobre mi regazo, siempre con la mirada de dignidad que yo ignoraba que tuviera hasta ese momento, y con la lengua totalmente quieta detrás de su hocico.

Escucha, me dijo, ya no soporto más esta esta situación, ¿qué pasa contigo? Antes llegabas a la casa de muy buen ánimo y jugábamos con la pelota mientras farfullabas de lo bien que te iba en los estudios, en el fútbol y a veces con alguna chica, y de lo equivocados que estaban todos y cómo tú siempre tenías razón.

Ahora vienes como un perro (reconozco que hasta en nuestra especie hay seres desagradables), muerto de tristeza, y lo único que haces es sentarte en ese mesa donde ni siquiera quepo entre tus piernas y te hundes en sabe Dios qué cavilaciones que no llevan a ningún sitio. Y por si esto fuera poco, ya no eres más el hombre seguro que conocí y que respetaba; ahora le das la razón a todos menos a ti y haces un escándalo de todo.

¿Y qué sacas de todo esto? Yo no creo que sabiduría porque si sabiduría es sinónimo de pasarse la vida como perro sin su amo (que también hay de esos) prefiero mil veces vivir en la ignorancia y ser feliz con mis cosas, que yo nada pido. Tampoco me salgas con lo del dinero, que ambos sabemos que si sales con un solo billete ya es mucho y si te las das de desprendido con tus amigos es porque a nadie le cuesta deshacerse de un par de monedas cuando es lo único que tiene.

En este punto mi perro posó su garra sobre el control de la televisión y sin darme tiempo de reaccionar cambió de canal hasta poner unos programas que hacía años no veía.
¿Ves eso?, continuó, antes cuando estabas cansado te sentabas en este mismo sillón y veíamos programas como este y la pasábamos excelente. Al cabo de un par de horas ya estabas repuesto y te ibas a la computadora (que me lleve la perrera si sé dónde está ahora) y al rato salías otra vez, bien perfumado, bien vestido y bien seguro de ti, absolutamente convencido que esa era la labor de un hombre de verdad.

Y en cambio ahora ves programas (cuando te animas a prender la televisión) que ni tú mismo entiendes y que te dejan más perplejo que el hambre y a veces hasta dices incoherencias. ¿Es vida esto?, me pregunto yo, ¿no se supone que uno hace las cosas para disfrutarlas y no para entristecerse?, que nada bueno sale de ello.

Aquí donde me ves, yo soy feliz. No pido mucho y de lo poco que pido recibo en abundancia, y eso me basta para ser feliz. Cuando como, como hasta hartarme porque nadie me asegura que pueda comer mañana y menos ahora que, lejos de agilizar tu pensamiento, todo se te olvida. Cuando duermo, procuro hacerlo como si no fuera a despertar jamás, que es este el modo correcto para levantarse de buen ánimo y con buena disposición. Cuando necesito desfogarme, salgo a la calle y me relaciono con la primera hembra que encuentro, que no veo cómo pueda ser de otra manera para no involucrar mi futuro, mi nombre, pero sobre todo mi corazón, el mismo que tú entregas con tanta facilidad y eso me dice que todavía no aprendes a valorarlo.

¿No es este un modo ejemplar de vivir? ¿No es esta una vida digna? ¡Habla, por Dios!, que las palabras para eso se han hecho, y no para andar escribiendo cosas sin sentido y menos para guardarlas dentro de tu cabeza.

No es que realmente me importe. ¡Total!, cada quien puede hacer con su vida lo que le plazca; pero empiezas a entrometerte en mis hábitos, que tanto he cuidado de guardar todos estos años, y esta casa se pone cada vez más insoportable; y si sigue así, no te sorprenda que un día me vaya por esa puerta y no vuelvas a saber más de mí, y allí si no tendrás más compañía que la soledad y el frío y espero que así aprendas.

Dicho esto, mi perro se fue andando en cuatro patas, rojo de ira, solo Dios sabe dónde. 

jueves, 27 de febrero de 2014

Mi perro

La noche en que la chica me dejó, antes de tomar su carro, me dijo que no podía ser que yo prefiriera dejarlo así antes de luchar y hacer cualquier cosa por retenerla.

Lo cierto es que no era la primera vez que una mujer me lo decía. Pero ahora la chica se estaba llevando una buena parte de mí y yo no podía simular que no estaba pasando.

Yo no entiendo hasta hoy qué entienden las mujeres por luchar; si uno lucha a cada instante, en todo momento; todos los días hay que enfrentar una nueva batalla para ganarle terreno a la cobardía y al pecado porque Dios ha dispuesto que ese sea el precio de vivir en la tierra.

Mi perro no tiene idea de esto, pero él también libra su lucha, ¡contra tantas cosas!, y yo no me figuro que él hiciera mucho caso de una hembra de su propia raza que viniera un día a la casa a pedirle que luche por ella, aunque toda la labor de mi perro consista en echarse de bruces sobre el piso de la sala a mirar la televisión.

Y en el hipotético caso que mi buen perro se dignara a escuchar el ladrido de la hembra, creo que respondería: «Eso, exactamente lo que dices, ni más ni menos, pero es lo que hago». Y se volvería a tender de bruces sin hacer caso de la hembra hasta que tengan lista su comida o sea hora de cazar algún ratón.

Y es que, como bien sabe mi perro, todos hacemos algo. Casi nunca hay razón para hacerlo, pero cada quien se dedica a algo diferente y nadie tiene porqué meterse en las cosas de uno. 

Pues yo supongo que esta chica creyó que ya que yo no libraba ningún combate bien podría librar el suyo. ¡Al diablo con ella!, diría mi perro si pudiera hablar, que allá afuera hay miles de sujetos incapaces de comprometerse con nada, dispuestos a celebrar cualquier batalla para no sentir que la vida se les va sin dejarles nada a ellos; pero tú no, tú tienes un compromiso y debes llevarlo hasta el final, no porque saques nada de ello, sino porque lo has decidido; tú libras, desde tu escritorio, tus propias batallas y luego ya no tienes fuerza para volver a luchar, así sea por ti mismo. 

Eso diría mi perro, que me conoce, y menos mal que no habla, si mañana se le da por ponerse a debatir con los hombres, labor de sumo ingrata que no le recomiendo a ninguna especie.

Puesto que mi perro y yo somos incorregibles seguiremos perseverando en nuestros ideales. A nosotros nos dicen muchas cosas cuando salimos a la calle, pero ambos sabemos que él moriría cien veces por mi causa y yo entregaría casi cualquier cosa a cambio de una buena obra. Esto no es del todo cierto, ¡pero es que mi perro y yo somos unos exagerados!

domingo, 23 de febrero de 2014

Amores de Fernando y Sofía

¿Ya viste a Fernando y Sofía? De seguro los has visto: temprano, en la puerta de la Facultad, a la espera uno del otro; al mediodía, despidiéndose de los amigos para ir a comer; en la tarde, amodorrados en el jardín, difícilmente recuerdas dos seres más entrelazados sobre un jardín; de noche, despidiéndose nuevamente de los amigos —¡qué seres más molestos son los amigos!— para volver a sus casas, un poco tristes y un poco desolados por tener que tomar caminos distintos.

Es un hecho que has visto a Fernando y Sofía. Pero apuesto a que no conoces su historia: yo te la contaré, de muy buen agrado, si permaneces unos minutos conmigo, ¡que tampoco serán muchos!, porque la vida es demasiado corta para andar prestando atención a los amores ajenos.

Cosa extraña es el corazón. Las mujeres, como a estas alturas ya se sabe, nacen sin un corazón y solo lo obtienen al cabo de un tiempo de sufrimiento y de dolor, y el tamaño de este corazón es lo que han tenido que pagar para conseguirlo. De esta pequeña filosofía se entiende que hay corazones grandes y corazones pequeños. 

Sofía aun no tenía un corazón, ignoraba cómo conseguirlo y tampoco había oído hablar de él.

Fernando quería un corazón para Sofía. Pero no cualquier corazón: este tenía que ser grande, tenía que ser fuerte, ¡tenía que ser sano! Pero Fernando enfrentaba un problema: no quería que Sofía sufriera. 

¿Qué plan no concibió Fernando? ¿Qué precio no estuvo dispuesto a pagar por un corazón para Sofía?

Pero ella permanecía ajena a las intenciones de Fernando, abocada a sus cosas. No sabía por supuesto que las cosas realmente importantes son aquellas que no hay que considerar demasiado. Porque la consideración sobrestima las cosas, y lo único verdaderamente importante es aquello que no vale demasiado, por lo mismo que está al alcance de todos.

Y sucedió que de tanto pensar Fernando halló el origen de su problema, de uno de los más grandes problemas de nuestro mundo, ¡y se sorprendió como cualquiera! El problema no era filosófico, tampoco religioso, y muchos menos social; era una cuestión de aritmética: habían cien pobres diablos detrás de cien mujeres bellas. ¡Cada una de ellas era pretendida por los cien pobres diablos!, y como se sabía deseada no prestaba mucha atención a ninguno. Así que los pobres diablos, al tratar de abarcar más de una mujer, las repelían a todas. 

¡A pesar de que él se resistiera todavía quedarían noventa y nueve pobres diablos detrás de su bella! ¡Qué dilema fue para Fernando! ¡Cuánto no quiso acabar con cada uno de los noventa y nueve pobres diablos!

Entonces Fernando descubrió lo que cada cual descubre a determinada hora, de determinado día, de determinado tiempo; porque así lo ha querido una presencia superior: descubrió que la vida es dura con todos los hombres.

A fin de cuentas, ¡qué se podía hacer! Fernando cogió sus cosas y se fue, dejando a Sofía a merced de los noventa y nueve sujetos, que la estaban esperando ebrios de placer.  Porque no iban a ser rechazados siempre; alguno rompería el equilibrio y abriría el camino por donde entrarían los otros.

¿Fue grande el sufrimiento de Sofía? Fue, verdaderamente, grande. Noventa y nueve sujetos atravesaron su naciente corazón, lo vapulearon, lo tuvieron sujeto, lo deformaron, y lo repararon para volverlo a utilizar cuantas veces fue necesario para saciar a todos. 

Una gran masa de cariño y misericordia y abnegación fue lo que quedó después del paso de los noventa y nueve sujetos. ¿Qué se puede hacer?, pensaba Fernando, la vida es dura con todos los hombres.

Ya pudo volver Fernando a cuidar de Sofía, ya pudo remachar los contornos de su nuevo corazón, que sería inmenso, y con el tiempo crecería lo suficiente para darle vida a otros corazones. 

—Veo que en su vida tuvo que pasar muchas dificultades. ¿No cree que el mundo es un lugar duro para todas las personas? —preguntó Fernando.

—No. Yo no he tenido suerte. Pero el mundo es un lugar hermoso por lo que me dicen. Quizás algún día, con la persona correcta, pueda disfrutarlo; de verdad que cuento con ello —contestó Sofía.

Y esa fue la historia de Fernando y Sofía. Y esa es la historia de los amores de hoy; porque ya no pueden prosperar de otra manera en el mundo. Sin embargo, aquellos que creen que el espíritu del amor reina y gobierna, guardan el mismo consuelo que Fernando: que a mayor el sufrimiento, ¡más grande el corazón!

lunes, 17 de febrero de 2014

Larra


¿Que mis ideas no son propias?, ¿que este párrafo ha despertado el relente de otro visto en el pasado? ¿que muchas dudas me genera este otro? Ya no podemos seguir callando. Y es que nosotros rara vez vemos con claridad, rara vez atinamos a penetrar en lo oscuro de la civilización, de los hombres y, todavía menos, del futuro. ¿De dónde provienen pues nuestras ideas? Ya es preciso confesarlo: provienen de Azorín, de Faulkner, de Hermingway, de Ribeyro, pero sobretodo, de Larra.

Trocar nuestras ideas por otras mejores, como las de Larra, nos parece un negocio justo por donde se mire. ¿Acaso se preguntarán quién es este Larra al que hemos venido leyendo sin saberlo? Larra fue, y esta descripción vale por todas sus obras, el hombre que murió de amor.

Mariano José de Larra, madrileño, fue lo que hace varios años se conocía como escritor de costumbres, alguien que narraba las peripecias, las vicisitudes y el día a día de los pueblos. Harto difícil es hablar de los pueblos, siendo como son de mentirosos, disolutos y cizañeros. Pero también porque el pueblo no gusta de oír sus defectos, y porque es una condición rara de las personas el pensar que sus defectos esconden virtudes inusuales o son virtudes en potencia.

Y sin embargo Larra supo hacerse con el cariño de los españoles de su tiempo, y con la admiración de los hombres venideros. Es extraño que las personas se encariñen con quien les recuerda lo haraganes, desapasionados y malagradecidos que son; cosa semejante no se ha visto nunca por estos lares. 

Pero dijimos, y no nos engañamos, que Larra fue el hombre que murió de amor. Por culpa del amor, si somos detallistas, y en efecto lo somos. Porque cosa segura de todo buen hombre es su deseo de vivir; y Larra, aunque de forma resignada, quería vivir, quería vivir junto a su pueblo; pero sucumbió al ser alcanzado por el rayo fulminante del amor: «Y que sé yo los muchos nombres que me quedarán por tomar en los muchos años que, Dios mediante, tengo el propósito de vivir en este bajo suelo».

¿Dónde radica el deseo de vivir, la esperanza en un mañana mejor y más amigo? ¿Acaso en la alegría?, ¿acaso en el abandono, en la euforia? Nosotros creemos que estas son ocupaciones pasajeras para posar la mirada en otro lado, lejos de los problemas y del mundo, que a veces son una misma cosa, «porque solo un Dios y un Dios todopoderoso podía hacer amar una cosa como la vida», como pensaba Larra, y porque «suponte por un momento, aunque te cause pena hasta el figurártelo, que eres español. No te aflijas, que esto no es más que una suposición».

Ese era Larra, el hombre que murió de amor. Murió a los veintiocho años, como si el jardinero celestial reservara para sí la mejor de las flores, mientras aún se conserva joven y hermosa. Y nosotros, de una vez lo advertimos, continuaremos repitiendo sus ideas. Ya que Larra no está aquí, alguien tienen que seguir su legado, y por el momento yo siento —y siento profundamente, penosamente— el que tengan que conformarse conmigo.

«Ha muerto el joven, noble y generoso, y ha muerto creyendo: la suerte ha sido injusta con nosotros, los que le hemos perdido, con nosotros, cruel; con él misericordiosa».

«En la vida le esperaba el desengaño, ¡la fortuna le ha ofrecido antes la muerte! Eso es morir viviendo todavía, pero, ¡ay de los que le lloran, que entre ellos hay muchos a quienes no es dado elegir, y, que entre la muerte y el desengaño tienen antes que pasar por éste que por aquélla, que esos viven muertos y le envidian!».

¿Que cómo murió, al fin, Mariano José de Larra? Yo lo diría en este momento, de buen agrado lo diría; pero hay cosas que, al menos por mis manos, no pueden ser escritas.

sábado, 8 de febrero de 2014

¿Seré visionario?

Estas controversias y retruécanos en que nos encontramos requieren el socorro de todos. Nosotros, a pesar de ser bastantes flojos y apasionados, suplicamos el favor de los hados para servir a esta ciudad sofocada y adormecida, que no decimos que lo esté siempre, pero que suele estarlo casi todo el año.

¿Habrase visto ciudad más dividida que nuestra Lima? Este es un buen punto de partida. Y es que nada divide tanto como la desconfianza, y la desconfianza no es sino miedo. A donde quiera que vayamos esta tarde, se respirará un miedo por algo oculto, desconocido, un miedo que no construimos, es cierto, pero que heredamos y claro que uno puede ir a un lugar limpio, seguro y bien iluminado, que los hay, y hacer de cuentas que todo estará bien, pero el peligro seguirá allá afuera, y siempre quedará la duda de quién es ese que ha entrado, y ulteriormente, ¿qué habrá más adelante?, ¿es este un lugar seguro?, ¿qué hacemos aquí?, ¿hacia dónde vamos?

Pues yo creo que a ninguna parte, si es que es necesario ir a algún lado. Que es lo que nos conviene, porque otra cosa segura es que aquí todos tenemos diferentes ideas de hacia deberíamos ir. Porque ya que estamos aquí, hace solo veinte años que estábamos en otra parte, y hace nada más diez que las cosas cambiaron radicalmente, y a este paso ya viene siendo hora de un cambio, y todo estaría bien si supiéramos hacia donde será esta vez, porque es preciso evitar que el mundo se nos escape, pero no, el cambio devendrá del cielo en cualquier minuto, con un presidente, un ministro o un militar, y todo seguirá igual y todo habrá cambiado para siempre.

Y en este punto ya es un hecho que en nuestra Lima nada ocurre, nada digno de mención, de verdadera mención, de auténtica mención, en fin, lo cierto es que nada ocurre. Nos han hecho creer que Lima es una ciudad muy entretenida, que para lugares interesantes Lima, que los mejores artistas vienen a Lima, que los eventos más extraordinarios se llevan a cabo en Lima, que Lima es una ciudad con gran patrimonio y riqueza histórica, que no hay como el clima siempre cambiante y benigno de Lima, que los partidos de fútbol paralizan Lima cada fin de semana, que las reformas que ya se están implementando harán de Lima una ciudad mejor, que cómo podría uno vivir en otra ciudad que no sea Lima, y en suma, que todo lo bueno sucede en Lima y que debemos dar gracias a la providencia por hacernos limeños y criollos y costeros.

Yo no digo que Lima sea mala, yo lo que digo es que si gustas del griterío y la euforia, el hacinamiento y el desorden, la suciedad y el egoísmo, los periódicos donde nunca pasa nada, los parques invisibles y las playas imposibles, esta es la ciudad para ti.

Claro que siempre están los amigos y la familia y las mujeres de Lima. Yo no voy a decir una palabra de las limeñas, por respeto a las señoras, a las primas, y a una que otra amiga pasajera, pero también por esto otro: porque no existe la mujer limeña. Cuentan los libros que hace algún tiempo vivía aquí la mujer limeña, con su garbo y su sombrero, con su recogimiento y su paraguas, y que uno era feliz viéndola pasar los domingos por el Centro de Lima, sus plazuelas y sus calles, donde a veces se sonrojaba por los piropos lanzados por los elegantes señores. Pues es evidente que esa limeña no existe por ningún lado; habrá perecido en los vaivenes del tiempo, dejando solo un recuerdo de manitas perfumadas y largos vestidos con encajes.

Deshonesto sería negar a las miles de mujeres bellas viviendo en nuestra Lima. Pero la belleza, como la maldad y los amigos, siempre renace en todas las esferas y en todas las épocas. En consecuencia, no hay ningún milagro aquí, no hay ninguna virtud en la belleza congénita. Por el contrario, la belleza, cuando no se cultiva ni se adorna, se vuelve vulgar, agresiva, terrenal, viciosa, esa belleza termina destruyendo las costumbres y las maneras y todos acabamos comerciando con lo que debería ser el alimento para las almas y la recompensa para el corazón cansado. De aquí a un tiempo, mucho temo que esto ha venido sucediendo con las mujeres de Lima. "¡Con unas pocas!", exclamará el feminista vendido, y yo le responderé que tiene razón, pero sucede en todas partes que los más tienden a imitar a los menos, y así es como llegamos a la conclusión de que Lima no es una ciudad aconsejable para hallar con quien unirse en santo matrimonio.

Y, pese a todo lo dicho, despreocupado lector, sucede que por algún extraño motivo el aquí escribiente no puede permanecer más de unos días fuera de Lima. Digamos solo que lo ha intentado algunas veces, con penosos resultados. Puede ser amor a la fusta, lo cual sería locura lamentable, pero al fin, entendible; como puede ser costumbre de vivir en el terruño, lo que sería loable. El punto es que desconocemos los motivos, como sucede siempre con los asuntos del corazón, que es sin duda lo correcto, porque de lo contrario estaríamos viajando por todo el mundo, buscando lo que se nos es dado una sola vez por designio de Dios. Porque misteriosos, pero salvos, son siempre sus caminos.