sábado, 29 de marzo de 2014

Taller de imagen

I

La clase es poquísima. El profesor ha arribado al salón y ha visto lo obvio: que la clase es poquísima. El profesor está entusiasmado: ¿entusiasmado por el nuevo ciclo o por algún suceso inesperado en su vida? Al profesor no debe sorprenderle el nuevo ciclo; ya debe estar acostumbrado a esa aparición repentina. No existe un término, tampoco un fin: a cada ciclo lo sucede otro, inevitablemente, inexorablemente, hasta que un grupo de alumnos deja de estar con nosotros, o más terrible aun, un decano, un profesor, un auxiliar, un portero abandona la universidad y ya no vuelve.

¿Y tendrá algo de cierto aquello de las personas que pasan y las instituciones que quedan? ¿Tendrá sentido acaso?

—¡Alumnos! —rompe el silencio el profesor—: lo más importante es la teoría.

¿Cómo dudar de una afirmación así? Ahora ya lo sabemos: lo más importante es la teoría. Y el profesor dice: «Yo podría enseñarles photoshop a un nivel avanzado en tan solo un día». Nosotros, aunque seamos poquísimos, nos emocionamos y ya nos vemos explorando ese terreno, conociendo sus misterios, dominando sus aplicaciones, hasta que el profesor agrega: «Pero no lo haré. ¿De qué les serviría aprender la tecnología? La tecnología es banal. En tres meses saldrá una nueva tecnología que dejará obsoleta a su predecesora», y finaliza con esta sentencia: «Alumnos, lo más importante es la teoría».

II

—¿Y bien? —interpela el profesor—, para ustedes ¿qué es la imagen?

El curso se llama Taller de imagen, nombre que el profesor desdeña; en su opinión, el curso debería llamarse Teoría de la imagen ya que, como lo viene diciendo desde que comenzó la clase, nosotros aprenderemos principalmente la teoría.

—La imagen es la representación de la realidad —dice un alumno obligado por la mirada inquisitiva del profesor.

—Correcto —dice el profesor, y aquí hace una pausa ceremonial, toma impulso, se percibe que está a punto de decir algo trascendental, algo que no hemos de olvidar nunca, por muy desavenida que sea la vida—. ¡La imagen es la representación de la realidad! Lo demás son elucubraciones científicas.

¿Quién no ha tropezado alguna vez con las elucubraciones científicas? Los científicos discurren y discurren sobre una materia que creíamos simple y compacta, y concluyen que no, que en lugar de ser simple y compacta la cuestión es amplia y complicada, además de permanecer abierta a futuros descubrimientos y que, en definitiva, nada está dicho sobra esa materia.

—Mientras somos jóvenes —dice el profesor—queremos ser fotografiados. Cuando somos vigorosos, fuertes, simpáticos, queremos que nos fotografíen. Pero al envejecer ya no tanto. ¿Por qué?

—Y no solo eso—añade el profesor al silencio—. Al encontrarnos con alguien a quien no hemos visto en mucho tiempo; más aun, al saber que no volveremos a verlo en mucho tiempo, queremos que nos fotografíen. Nos tomamos la foto por el temor de no ver más a esa persona.

Nosotros nos consternamos; de más está decir que nosotros nunca nos habíamos detenido sobre estas cosas.

—¿Por qué? —pregunta el profesor, y así copáramos el salón en lugar de ser poquísimos, creo que no alcanzaríamos la respuesta—. Se los voy a decir: por el miedo a la Muerte; de allí viene ese deseo de ser representados, que no es sino el anhelo de permanecer aquí, de escapar de la Muerte que viene a buscarnos.

Y todos nos sobresaltamos ante esta fatal respuesta.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Mi viaje a París

Es ruido. Los transeúntes conversan, quizás alguno pide un favor, a lo mejor alguien necesita ayuda; pero es ruido. Hay bocinas, hay neumáticos, hay motores y hay fricción sobre la pista; pero solo es ruido. Y viento que corre, y perros que ladran, y palomas que agitan sus alas, nubes libres que viajan; pero para mí no es más que ruido.

Y de entre todos estos ruidos o todo el ruido, hay uno que no lo es propiamente, que divaga, que conversa, que argumenta, que convence, y si no te convence, te obliga. Pero, ¿te obliga a qué? A seguir a su pista. Y uno la sigue, quiero decir que uno se incorpora y sale del parque —porque a todo esto primero hay que hallar un parque—, lo siente otra vez y empieza su búsqueda siguiendo los rítmicos sones de su propia alma. 

¿Es una marcha hacia el futuro? Pero el futuro está muy lejos aun, oculto detrás de situaciones que no hemos enfrentado todavía, lleno de gente irreconocible, en lugares inesperados hacia donde seguramente nos dirigimos.

¿Es acaso un retornar al pasado? Pero el pasado no ha pasado todavía, y a veces nos alcanza y ya no somos libres sino prófugos de ese pasado, el cual tenemos que cumplir para seguir con vida y yo solo actuaré basándome en mi pasado, porque sencillamente no puedo escapar de él.

Y ahora no sabemos por donde iba ese ruido, que propiamente no es un ruido. Caminamos en círculos, quizás visitamos unos amigos, tomamos unos cuantos carros, vagamos por unas horas —un poco excéntrico es nuestro viaje— tratando de hallar la misteriosa pista de este sonido diferente a todo ruido.

Pero nos es difícil recordar la ruta que habíamos tomado. Y es imposible regresar, ¿a dónde, por otra parte, regresaríamos? Pero estamos llegando, lo sentimos; y ha sido un viaje muy cansado; dentro de poco llegaremos, tú lo dices, y ya ha sido aplazado tantas veces este encuentro. Tú me dices que estoy cerca, que no dude, que si ha sido arduo el camino es delicioso el llegar, y yo te sigo, porque no conozco otra manera de buscar. 

Abre tus puertos, ciudad extraña, y cuéntanos tu historia, muéstranos tu antigua ciudad, tus monumentos, las rarezas de tu aire, tu cielo mejor que el que nunca hemos visto, tus bibliotecas, tus esculturas, tu deliciosa lengua, tu modo de vivir y cómo es esa melancolía de la que hablan aquellos que fueron tus habitantes; pero antes, enséñanos tu vino, que es ley de los pueblos del mundo recibir a los viajeros exhaustos y brindar con ellos a la salud de la mujer amada.

viernes, 14 de marzo de 2014

Mujer inconstante

¡Qué linda está Lucía!
La vecinita menuda,
la niña de las verduras
que sus vestidos cosía.

¡Y cómo ha crecido Manola!
Ya no le teme a los perros.
Ella trepaba a los cerros
para evitar hacer cola.

Y mi vecina Susana
la de los pies menuditos
que hacían tanto ruidito
me dicen que no está sana.

¡Ay! ¿Y qué de María Isabela?
Del barrio la más coqueta
con su sonrisa discreta.
¿Cómo que esperan que vuelva?

¡Ay! A mí me da algo
pero, ¿y dónde Jimena?
para las fiestas primera.
(Como que yo poco valgo.)

¿Y la pequeña Fernanda?
Y su cabello dorado,
¿es cierto que se ha casado
con un rufián de la banda?

¿Dónde mi fiel Carolina?
Que del colegio a su casa
y de su casa a la plaza
yo a todas partes seguía.

Por mucho que me termina,
ignorándome a casa paso,
rompiendo este fuerte lazo,
del mundo la más ladina.

¿En dónde mi Carolina?
¡Yo no lo quiero saber!
Antes prefiero no ver
si viendo mi vida termina.

¡Qué hacer con esta escena!
Si Lucía más linda,
Susana bastante enferma,
perdida Maria Isabela,
Manola y su perra Nina,
Fernanda ya casada,
Jimenita sin casa,
y muerta mi Carolina.

lunes, 10 de marzo de 2014

Reportaje a un parque

   —¿Ha pensado alguna vez en suicidarse?
   —No, no tengo razones…
   —¿Y el abandono?
   —Ahhh… el abandono…

   Por regla general son tácitos los parques; pues yo tengo que decir que nunca ha habido parque más tácito que este. Es todo silencio, como un niño dormido; pero él dice que percibe y escucha, y aclara que si alguna vez dudas de su contestación y la confundes con el espantoso silencio, prestes atención al sordo rumor de los insectos, de las aves, de las plantas y el follaje, que él habla a través de la Naturaleza como la ciudad a través de sus habitantes.

   —¿Está usted muy solo? le pregunto.
   —No…solo no. Las personas creen a veces estar solas, y sin embargo no lo están. ¿Acaso un animal está solo? ¿Acaso un árbol, por más aislado que se encuentre, admitiría estar solo? Los árboles son orgullosos, sabe. Yo conozco los secretos y las virtudes de la Naturaleza, y puede confiar en mí.
   —¡Ajá! ¡Al fin ha hablado!
   —Ahhh…la soledad. Debe ser algo difícil… estar solo.
   —¡Es usted incorregible!
   —Ahhh…
   —Pero ¿por qué se niega usted a hablarme?
   —Yo no me niego a nada, en razón de que… sencillamente… no puedo negarme. Los pastos salvajes, la vieja sabana, la selva antigua y milenaria, los bosques, la lejana puna y los fértiles prados, ellos sí pueden negarse. Pero yo no, porque soy un parque. Nací de las manos del hombre; él le puso un cerco a mis límites; él abonó mis tierras; él me regó allí cuando la lluvia se ausentó por largo tiempo; él me enseñó a temer la oscuridad y a dormir bajo la lumbre de los postes; él me corrigió cuando hice mal, y me cercenó y me educó, y yo no puedo negarle a él nada.
   —¡Ajá! ¡Ha usted hablado nuevamente!
   —Yo no puedo negarme… yo siento… yo siento no poder negarme.

   Vaya si es contradictorio este parque. Su voz viene de todas partes, de las copas de los árboles y del follaje del suelo; habla a través del viento y de los animales. Te mira desde todos los rincones; si eres asustadizo, incluso podría llegar a intimidarte. Lo mejor es mostrarle el puño desde el inicio, desafiarlo; entonces adquiere una actitud sumisa, ablanda sus hojas y te ofrece una buena superficie para descansar. Está acostumbrado a temer a la autoridad y a temer del castigo; a mí me recuerda a ciertas mujeres…

   —Entonces, si mañana un tribunal conformado por personas decidiera tu muerte, ¿usted aceptaría?
   —Claro que no... Mire, usted, en ese sentido, se rige bajo las mismas reglas que yo: viene al mundo para felicidad de sus padres; pero ellos no le otorgan un fin, no le dan un motivo, no le trazan un camino a seguir ni le enseñan nada verdaderamente importante. Ahora, figúrese que usted, con mucho esfuerzo y un gran número de sufrimientos, consigue construirse todo aquello que no le dieron, simplemente porque no podían dárselo. Luego, ¿aceptaría usted que venga alguien a querer llevárselo? Yo supongo que no, solo Dios y la Muerte han de acabar con los sueños de uno.
   —Pero ¿cómo se defendería?, ¿qué podría usar contra los dientes de la poderosa máquina, el filo del acero, la ira de los hombres?
   —Ciertamente, nada puedo. Si es así como usted dice, yo como unidad dejaré de existir, pero no como entidad. Yo viviré adonde quiera que vuelen mis aves, que renazcan mis semillas, que la Brisa Suprema restalle mi aliento, en donde renazca la tierra por mí fecundada, donde las piedras de mi suelo formen nuevos caminos, donde mis minerales sirvan para grandes obras.
   —Ahora está hablando bastante.
   —¡Así es! Yo… yo… usted preguntó y yo le he respondido.
   —Sí, sí, con calma.

   La luz penetra por unas cuantas zonas del abundante follaje. Pareciera que los árboles escogieran a quien brindar la luz y a quien sumir en las tinieblas. Ahora me bendice con la luz, pero es una luz tenue, pesada, paliada por un vaho proveniente de los altos nemorosos. El parque me ha dejado hablar y me ha hablado, pero ¿confiará realmente en mí?, ¿me estará diciendo todo? No tiene ningún motivo para hacerlo, y sin embargo, yo no puedo irme sin antes hacer la pregunta, sin arrancarle algún secreto, sin penetrar en lo más hondo de algún sublime misterio.

   —¿Cómo explicar, señor, el abandono?
   —Ah… el abandono. Yo no sé… son tan difíciles los hombres.
   — Son misteriosos, en general, todos los seres vivientes. Cada voz, cada graznido, cada rugido, cada balido, es como si guardaran un malestar, un sufrimiento, una tragedia. ¡Sí! ¡Una tragedia! Una vieja y olvidada tragedia.
   —¿Una tragedia? y el parque en su candidez, parece esforzarse en recordar, parece escarbar en lo más profundo de su memoria, que debe ser vasta, quizás milenaria.
    Sí, una tragedia de la civilización, de la materia, de las cosas; usted que es más viejo, más sabio, más generoso y más humilde, ¿no puede decirme algo?
    Una tragedia… Sí, ya recuerdo. Hubo un hombre, el primero de todos. Un hombre que cayó del cielo, que no era hombre, pero que fue el más hombre de todos. Él vino, exploró, contempló, conoció. Antes de él no sabíamos nada; no sabíamos por qué estábamos aquí, no hablábamos siquiera. Entonces el hombre, una vez que hubo recorrido todos los lugares de la Tierra, volvió al lugar donde había caído y exclamó: “¡Qué bello es todo esto!”. Y nosotros empezamos a comprender… que éramos bellos, y nos dimos a la conversación y al halago. También a la procreación… para saber si realmente éramos bellos y si éramos capaces de crear cosas aun más bellas, y yo creo que lo conseguimos, no sé. Entonces el hombre dio otra vuelta a la Tierra. Todos nos emocionamos por saber qué diría esta vez, y cuando regresó estaba bastante contento y dijo: “¡Qué bello es todo esto!”, y luego agregó: “¡Y lo mejor es que guarda un secreto!”. Luego desapareció y nunca más se le volvió a ver. Entonces nosotros quisimos saber a qué se refería y toleramos e incluso fomentamos el tránsito de los hombres; para que algún día pudieran realizar la labor de ese único hombre y decirnos qué fue lo que vio, cuál era ese secreto. Algunos de nosotros todavía esperamos ese día; otros creen que ya todo está perdido, y hay unos que simplemente eligieron olvidarlo.

   Un largo silencio se hizo entre nosotros, y creo que el parque comprendió que debía haber confinado al olvido esas palabras, que hay historias que jamás deben ser dichas, y si es posible, deben arrancarse de la mente de quienes las poseen porque ya hace tiempo dejamos de ser dignos…

    —¡La vanidad! exclamé yo ¡Somos la vanidad de la Naturaleza!

   Y esta vez el parque calló.

viernes, 7 de marzo de 2014

La ladrona

En el Parque de los Arbustos Lúgubres. Mil estrellas; pero si uno desiste en su empeño, se confunde por un momento, y las estrellas desisten también y se revelan como postes de luz, alineados simétricamente y el cielo es opaco y las estrellas no existen. Pero nosotros persistimos y nos encontramos en el pequeño Parque de los Arbustos Lúgubres, y esta es una noche saturada de estrellas que centellean por todo lo alto.

Una señora marcha tranquilamente con su carrito de compras a través del parque. Llega a la avenida y detiene un carro. Mete sus bolsas dentro del vehículo; es un poco brusca esta señora. Ella, al cabo de un rato, entra también.

El vigilante maneja una radio, la radio suena, el vigilante escucha, mira hacia su objetivo y duda. Es inevitable que dude, pero la labor manda y el vigilante, al fin, atraviesa el Parque de los Arbustos Lúgubres y corre a detener a la señora.

En este parque los arbustos están muy enfermos. El parque está entre el cine, el centro comercial, la playa de estacionamiento y la granja; alberga unas cuantas banquitas y unos árboles realmente enfermos; el parque no mide más que el patio de la casa.

El vigilante ha llegado a tiempo para detener a la señora. No le permite arrancar al chofer; abre la puerta del taxi y le solicita a la señora que salga del carro, o si lo prefiere, le devuelva las bolsas. El taxista saca un trapo de su guantera y aprovecha para limpiar el parabrisas y las ventanas, que se hallan un poco sucios.

Aquí vinimos una vez, huyendo del tedio de las clases, y nos sentamos a esperar la hora de la película. ¡Y de qué manera pasaba el tiempo aquí! Era la tarde y comenzamos a revisar los arbustos que parecían tan vigorosos, tan fuertes. Eso fue cuando descubrimos que los arbustos estaban muy enfermos, y aquella película fue un desastre y ambos estábamos emocionados porque acabábamos de conocer a Vallejo.

Ahora hay más policías tratando de hacer bajar a la señora. Como ella se resiste, y ha comenzado a gritar, el vigilante le da sigilosamente la vuelta al vehículo, abre la puerta y le arrebata las bolsas. El vigilante las devuelve al carrito, pero la señora sale del taxi y se aferra nuevamente a sus bolsas y nadie sabe qué hacer.

Se empieza a diluir la atención de la gente. Ya el enfrentamiento ha durado lo que tenía que durar. La señora no cede, y grita que las cosas son suyas y que estos malditos le quieren robar. Los policías le dicen que será peor, que traerán más gente, pero eso no le importa a la señora.

Los arbustos, aunque verdes, brillantes y esponjosos por fuera, estaban podridos por dentro. Y la terrible maleza avanzaba desde el tronco hasta las múltiples ramas y despedía un olor nauseabundo y repelente. 

El vigilante, quizás cansado de la señora, de todo esto, de la vida misma, se vale de su fuerza y le arrebata las cosas de un solo tirón. Ahora se marcha con el carrito, donde rebotan pacíficamente los productos con sus empaques roídos. Los policías abandonan dignamente la escena y el chofer termina de limpiar su carro. La señora permanece aferrada a unas cuantas bolsas que ha logrado retener. Pide justicia, porque junto con las cosas se han llevado también su cartera y sus documentos; pero al siguiente instante desaparece, y yo estoy aquí sentado mirando a cualquier parte para no ver el interior de estos arbustos lúgubres.