sábado, 30 de agosto de 2014

Scott Fitzgerald

Suponte que estás un poco atormentado porque es viernes, y todo el mundo sabe que las mayores tragedias comienzan los viernes. Suponte, además, que has encontrado un lugar cálido para leer y puedes oírte pensar. Suponte, sobre todo esto: estás atormentado y puedes oírte pensar. Ahora imagina que despliegas tu periódico sobre la mesa de roble y encuentras este titular: "Scott Fitzgerald le dirige una carta terrible a su hija". No olvides que puedes oír tus pensamientos y que te has venido sintiendo atormentado desde la mañana. Y estás a punto de leer una carta del hombre más atormentado que haya pisado esta buena tierra, del golden boy a quien arruinaron la vida la locura y la incomprensión y el egoísmo de su mujer, de un hombre que estuvo perdido desde el día en que comenzó a escribir con éxito. Hemingway confesó que estuvo dispuesto a ayudar en todo lo que estaba a su alcance a Fitzgerald y a ser uno más sus amigos, por más que los tuviera todos, porque si era capaz de escribir un libro como El gran Gatsby, solo Dios sabría lo que llevaba en el alma ese chico atormentado.

Veo una foto en la que Zelda aparece muy bella al lado de su hija, en una ropa de baño que le cubre el torso mas no los brazos y piernas. Ya no parece un gavilán que no comparte nada, sino una muchacha que ha pasado momentos rudos, pero que ha conversado su corazón en buen estado; con una mirada maliciosa y una sonrisa de quien ha pecado, pero ha conservado su corazón intacto.

Scott era el hombre del mañana que iba a realizar una obra que todos necesitábamos. Era el golden boy, el elegido. Hemingway y Faulkner por momentos parecen fermentados en el alcohol y en el sufrimiento; pero Scott Fitzgerald se mantuvo siempre lúcido en su amor. A mí me duele el corazón a ratos y siento una persecución dentro de mí, y mis actos son contradictorios. Por eso admiro tanto la ausencia de malicia en toda la obra de Fitzgerald. Hasta cuando quiere ser vengativo y huraño, parece un animal salvaje que es un criminal solamente ante nuestros ojos, y pasando tiempo a solas con él nos sentimos menos malos.

Pero Scott no fue el hombre de su época ni lo será después. El hombre de su generación fue Hemnigway y el hombre del mañana, qué duda cabe, será William Faulkner. Scottie murió como mueren los hombres incapaces de adaptarse a un mundo habitado por seres que no pertenecen a la misma raza, a los que sin embargo aman, aun cuando no se amen ellos mismos.

Me recuerda a Leonidas Yerovi, que debió ser el mejor poeta de su generación, y cuyo recuerdo quedó tan aplastado después de su asesinato que hoy su imagen no evoca ni a Mariátegui, que se arrepentía de no haber sido su amigo, ni a Valdelomar, a quien todos los trabajadores de La Prensa miraban con desprecio por haber ocupado, tras su muerte, su oficina en el diario. A Yerovi le dice Valdelomar:

«Oye hermano Leonidas, yo te quiero contar lo que ha pasado. Yo vivo allá, en el Barranco, junto al mar. Yo estaba soñando, a la aurora, cuando entró mi madre sollozante, y me dijo: "¡Corre, corre! ¡Un hombre malo ha matado a tu amigo! ¡Corre!"».

«Yo venía jadeando, pero no podía llorar. Subí a La Prensa. En el gran salón, sobre la mesa de caoba, había una camilla y en ella estaba un cuerpo cubierto por un lienzo blanco. Yo preguntaba por ti. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi hermano? ¿Quién se ha llevado a mi hermano? ¿Le han hecho daño? Pero no podía llorar. Y todos lloraban, lloraban».

Es el fondo de tristeza donde se escribe la historia de todos los muchachos dorados. Me imagino esos momentos supremos de alegría en la vida de Scott Fitzgerald, caminando de la mano de su hija por el prado, o sabiendo muy dentro de sí que había hecho feliz a Zelda por una noche, aunque ella se esforzara en negarlo. Me imagino su alegría como un rayo de luz cuando ilumina en la mañana, más pleno y más fuerte sin la luz artificial.

Hay otras fotos, pero en todas ellas sendas sombras oscurecen los ojos de Scott, de Zelda, de su niña. No es como un artificio de la cámara; es como esas fotografías de linajes antiguos, donde se reconoce la Tragedia. Esta es una generación sin Tragedia. Porque donde hay tragedia diariamente, en todas partes, y la gente la soporta sin quejarse, deja de haber tragedia, y deja de haber posibilidades para el individuo. Acaso hoy en día la familia Fitzgerald habría sido salvada, y la mariposa hubiera tenido una vida larga, pero, seguramente, imposibilitada para el vuelo. Suponte mi desazón y di junto conmigo una breve oración por la sana muerte de estos hombres, libres al fin de todo tormento por el amor de Dios.



domingo, 3 de agosto de 2014

Dejemos dormir a Reina

La plaza es un discreto cuadrado cubierto de tierra con un monolito al centro. Hemos visto fotos de esta misma plaza, hace algunos años, cuando reverdecía y la copaban cientos de personas durante las fiestas patronales. Hace unos meses la tierra fue volteada para instalar el desagüe; dicen los pobladores que en unos meses, con las lluvias, la plaza volverá a florecer. Unas cuantas plantas se han refugiado en las puertas de las casas, antiguas y señoriales, con balcones y alfeizares crujientes y apolillados. Frente a la carretera, al otro lado del valle, se alzan las montañas de la cordillera, pardas, con la cosecha casi a punto. Las nubes son anchas y consistentes y se desplazan lentamente hacia el sur. Hasta ahora, solo hemos podido apreciar las estrellas un poco antes del amanecer. Los estudiantes de arqueología dicen que algunas de estas constelaciones únicamente son visibles desde el ecuador, y que existe una antigua leyenda, según la cual el Incario comenzó a desmoronarse cuando la panaca real de Huáscar se desplazó al norte del imperio y determinó, mediante cálculos astrales, que el Cuzco no era el centro del universo.

Viajamos por la ruta más usual, toda la costa hasta Chiclayo y luego por la sierra hacia Cajamarca. Debido a la oscuridad, apenas vemos la carretera y algunos pueblos estragados y una ciudad que suelta un profundo olor a pescado. Le damos a una cantimplora llena de pisco, que Mamapi nos llenó generosamente antes de partir. Ricardo está junto a la ventana, al lado de Karlo, que estira la mano a través del pasillo para cederme la cantimplora. La chica que está a mi izquierda nos mira y sonríe, como queriendo conversar o acaso un trago. Lo que traemos nos alcanza para llenar tres veces la cantimplora. 

Pronto Ricardo se adormita sobre la ventana, envuelto en su casaca. Toma un par de tragos más y se duerme profundamente. Apenas se siente el movimiento del bus. Karlo está más animado y nos entretenemos imaginando situaciones tortuosas, situaciones felices, situaciones imprevistas. No tarda en acabarse el pisco y Karlo extrae la botella de su mochila y llena cuidadosamente la cantimplora.

La chica que viaja conmigo se llama Reina. Vive sola en Lima y se lamenta de no haber viajado antes, pero no le querían dar el permiso en la Marina. Me pide cortésmente que deje de beber y yo le digo que eso es imposible. Le ofrezco un trago y lo rechaza y yo me lamento por ello. Reina se dirige a Jaén llevando un montón de cosas para sus hermanos, a quienes no ve desde hace mucho. Confía en que al menos uno se vaya a vivir con ella a su cuarto en la avenida Colonial, donde el frío es cada año más terrible y uno nunca se acostumbra. De rato en rato recibe un mensaje, y yo aprovecho para darle a la cantimplora, que Karlo me alcanza generosamente.

Reina dice que estoy borracho y se echa a dormir. Pero yo la despierto y le pido que por favor continúe hablando, que me hace mucho bien oírla. Me habla de su supuesto encuentro con Dios y de su renacimiento. Sabía que estaba resultado demasiado bien, y yo no quiero renacer, sino aprovechar lo que tengo y mi carácter. Vuelven a llamarla; Reina dice un par de palabras y cuelga. Decido dejarla dormir y me concentro en la cantimplora, que es menester volver a llenar. Karlo se pone a escuchar música y al rato también se duerme. Ya no hay nada que hacer, así que le doy a la cantimplora hasta terminarla e intento dormir, sin molestar a nadie. Antes de perder el conocimiento llego a la conclusión de que, tal como sospechaba, ese pisco tenía un sabor excelente.