lunes, 24 de noviembre de 2014

Chino de mi barrio

Mi abuela opina que yo tengo un parecido con el chino de la televisión. Con este chino que sale todas las noches, no muy tarde, y sonríe más que reírse. Con este chino que le toma el pelo a casi todos y que a veces organiza campañas para ayudar a los que están en apuros, a los que la pasan mal, a los desfavorecidos, los mismos que vienen de todas partes a colmar las gradas de su set mientras el escenario se llena con los productos de sus auspiciadores, a los que 'no les queda más que portarse'.

Puesto que mi abuela lo dice, este chino debe ser mi alma gemela. Con sus cabellos negros y sus barbas desaliñadas, sus lentes oscuros y su variedad de peinados que no obstante parecen siempre el mismo, y sus inmensos ojos que parecen más grandes mientras más angostos. Y yo solo conocí a otra persona con estos mismos ojos.

Y porque mi abuela lo dice, yo debo creerlo. Ella, eternamente sentada en su sillón de tela, junto al comedor, al lado de la cocina, frente al televisor, en la misma pared que el almanaque y el reloj, cerca del pasadizo, ella, a cuyo lado yo me siento a veces pero no sin antes advertirle: Abuela, sin chismes. Y mi abuela asiente, pero al rato comienza a contarme las novedades del barrio como si fueran pedacitos de noticias, que yo sé que son chismes. Yo no los querría disfrutar, pero lo disfruto, y ella me dice de repente: Este chino tiene un aire a ti, hijo. 

Yo no sé quién pueda parecerse a mí, por lo torpe que soy para las cosas simples, por lo decidido para las grandes. Yo creo más bien que mi abuela aspira a que yo pueda aprender algunas actitudes del chino. De este chino a quien vemos a diario y que para nosotros es un buen guionista, un actor sobrio, un honesto columnista. ¡Acaso lo fuese yo! Y ahora me doy cuenta de que puede que mi abuela piense un poco demasiado bien de mí.

¿Sabrá mi abuela que hace muchos años un papel del chino me cambió mi nombre para siempre? ¿Cómo me llamaba yo antes? No es posible que yo haya olvidado quién era y lo que hacía antes. Bueno, pero yo tengo que dejar sentada mi opinión. A mí el chino me parece un buen hombre, y me parece además—al fin y al cabo somos como hermanosque brinda lo mejor de sí, desde donde está, por hacer lo que está a su alcance. Y yo creo que esto es lo mejor que puede hacer un hombre.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Mi cuarto

Al fin nos hemos decidido a cambiar el orden de las cosas de mi cuarto. Quebrantar el antiguo régimen, impuesto un poco al azar, en el que los objetos empezaban a escalfarse: la cama se había amodorrado y se negaba a moverse y el viejo armario detestaba entregarme lo que guardaba en sus compartimientos.

Y yo he convocado a un niño, sí, a un niño: los niños son los trabajadores más entusiastas: una vez que se les señala el camino, te seguirán hasta el fin. Así es como mi hermano y yo —mi hermanita no; ella se retuerce de estas labores mundanas— removimos lo innecesario; barrimos, trapeamos y enceramos el piso; cambiamos las fundas de los cojines, y las sábanas y colchas de la cama; quitamos el polvo de las superficies así como el polvo que se oculta debajo de los objetos; echamos una mano de pintura; cambiamos la cortinas tal como nos enseñó el abuelo; encajonamos la ropa y dispusimos los muebles de una manera revolucionaria, que estamos seguros nunca fue vista antes.

La cama la pusimos frente a la ventana, para prodigarnos luz por las mañanas y una suave brisa al dormir. Colgamos unas cortinas blancas repujadas con hojas y flores. Llevamos hasta un rincón nuestros zapatos, muchos de ellos abandonados por su pareja, y como se sentían un poco avergonzados, arrastramos hasta allí la cesta de la ropa sucia, para ocultarlos. Nosotros solo usamos, a fin de cuentas, uno que otro calzado, que nos espera puntualmente debajo de la cama. Construir un mueble para administrar los zapatos nos parece mucho trajín y complicarnos.

Luego echamos una mano de pintura, de un color que preferimos ocultar. Como retiramos la cama de su viejo rincón, ahora esa pared nos parece muy amplia, aburguesada, distante, limpia. Y se nos ocurrió poner un cuadro. Sí, un cuadro, acaso de Velázquez, ¡Los borrachos!, o quizás de van Gogh, aquel en donde muestra su frugal habitación, solo con los objetos necesarios para dormir, comer y trabajar. Y salimos a dar unas vueltas, sí, unas vueltas, con el fin de hallar nuestros cuadros. Y terrible, no, mórbida impresión nos ha dejado toparnos solo con cuadros modernos, desafiantes, faltos de fe, rutilantes, carentes de amor. Y decidimos dejar un espacio libre para cuando llegue nuestro cuadro.

Pusimos un sillón y una mesita, para escribir y leer por las noches acompañados solamente de una taza de té. Escribir y leer por las noches, ya que ahora nos resulta imposible hacerlo por las mañanas. Y rogamos, clamamos al cielo, que no se nos vuelva un hábito trabajar de noche.

Nuestro nuevo cuarto tiene pocos adornos. Antes mis frascos de colonia eran mis adornos. Pero mi hermano y yo hemos descubierto la verdad: que habíamos sido engañados, porque los frascos no eran realmente adornos. Y los hemos condenado a un cajón subrepticio. ¿Y qué hemos puesto en su lugar? En su lugar, nos ha quedado, un Ekeko plagado de regalos, una caja hecha para guardar queques y pasteles y un collar con una piedra entre violeta y el color de la fucsia, que no nos pertenece. ¡Y, claro, nuestros libros!

Yo tengo un reclamo fuerte hacia mis libros: se acumulaban en mi buró y formaban una larga pila, que a veces alcanzaba el techo. Entonces mi hermano, muy gentil, me dijo: «No te preocupes, hermano, te regalaré algo para que guardes tus libros». Yo dudaba un poco de la utilidad de su regalo, hasta que escuché el grito de mi madre: «Anthony, ven a ver lo que está haciendo tu hermano». Y lo encontré arrastrando un pesado mueble que le compramos para que colocara sus cuentos. Pero él no tiene muchos cuentos todavía, y me ha encomendado su estante por el momento, y yo he guardado, feliz, aquí mis libros, los que llevo a mi cuarto, los que releo siempre.

Y me he sentido muy a gusto en mi nuevo cuarto.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Hoy habrá una chica sola menos

Yo quisiera escribir historias hermosas, que te hiciesen sonreír y olvidarte de los malos ratos. Pero no siempre me encuentro bien, y si alguna vez encuentras una historia triste así es como me sentía. Tú me sugerirás, entonces, que procure escribir solo cuando me sienta feliz. Y yo te contestaré que apenas me siento dichoso corro a buscar a mis hermanos, a reencontrar a los amigos, a indagar cómo van los asuntos de la familia, para que todos conozcan siempre la mejor parte de mí, para que tengan esa fortuna.

Y me sucede que con frecuencia solo escribo cuando me siento desventurado, cuando me vence el desánimo, cuando me siento triste y descorazonado (y la tristeza es de esas cosas que siempre vuelven). Y ya no puedo escribir cosas hermosas, sino cosas comunes, cosas vulgares, cosas que no la hacen bien a nadie.

Pero si yo dejara de escribir, ¿cómo podría salir de la tristeza? Yo no puedo distraerme, no puedo caminar, no puedo ni pensar claramente cuando estoy apenado. Por eso a veces escribo dos o tres páginas de cosas sin sentido antes de intentar escribir cosas para hacerte sonreír. Es un trabajo fatigoso, porque no hay nada que yo pueda hacer con estas páginas y a menudo me pregunto si no estaré desaprovechando mis fuerzas.

Yo soy un muchacho torpe y descuidado, se me olvidan los nombres y las fechas, y por si fuera poco, siempre rompo alguna cosa, ya que soy un poco tosco. Por eso, no debes asustarte cuando oigas algo cruel de mí; debes amarme todavía más, que seguramente yo estaré atravesando un dolor sin fondo. No es necesario que digas o hagas nada, con que lo sientas será suficiente. Hay mucho que se transmite solo con el pensamiento, con los buenos deseos, y cuando tengas un día feliz seguramente seré yo que no habré dejado de pensar en ti en toda la tarde.