domingo, 29 de junio de 2014

Una amiga

Entonces yo tenía una amiga a la que apreciaba realmente, como no he vuelto a querer a nadie. Nos gustaban las mismas cosas y detestábamos a la misma gente, que era la manera de ser amigos en la escuela. Yo la quería sobre todo porque era absolutamente honesta y absolutamente orgullosa, decía las cosas sin medir las consecuencias y nadie se atrevía a enfrentarla, aunque no creo que llegara a odiar a nadie.

Fuimos amigos toda la secundaria. Ella no cambió ni cuando se enamoró ni cuando comenzó a rodearse de otra gente, como suele ocurrirle a la gente de la escuela. Gala, por ejemplo. Gala había sido mi mejor amiga mucho tiempo, pero después de enamorarse se echó a perder. Me disgustaba que alguien que había sido tan valiosa se echara a perder sin ninguna razón, simplemente por haberse enamorado. Pero las mujeres tienen estas cosas.

Por eso apreciaba realmente a esta amiga. Era algo así como un recodo cálido al que siempre podías regresar cuando las cosas se ponían duras. Porque en ese tiempo tenías la obligación de aprender de los chicos y cómo funcionan las cosas aquí abajo. A veces salías mal parado. Como cuando tenías que decir que no. Decir que no era muy complicado; luego te sentías vencido y con frecuencia eso te quedaba por mucho tiempo. Pero era bueno volver a ese recodo y contarle esas cosas y oír con cuánta amabilidad ella le restaba importancia.

A ella le dolían las cosas funestas de la vida, como la deshonestidad y la traición. La vida no sería tan perra si las personas sufrieran más por estas cosas. 

En una ocasión discutimos por una tontería y dejamos de hablar durante meses, solo por conocer hasta donde podía llegar nuestro orgullo, y quién cedería primero.

Luego me enamoré de una de sus mejores amigas, y después de mucho sufrimiento, conseguí que esa muchacha me amara. No era tan difícil en ese entonces. Ella se puso feliz cuando se lo contamos a la vez que nos inquiría sobre cómo había podido ocurrir algo así a sus espaldas.

Más tarde yo ingresé demasiado pronto a la universidad. Y me perdí cosas que ahora no puedo disfrutar tanto, pero que disfruto de todas maneras. Allí me di cuenta de que en serio la apreciaba. La buscaba para salir a comer o dar unas vueltas por la alameda mientras fumábamos y ambos intentábamos pasarlo bien poniendo todo de nuestra parte y a veces hasta lo conseguíamos. Pero siempre se terminaba demasiado pronto.

En uno de sus cumpleaños conocí a su novio. Cuando llegué, su numerosa familia ya llenaba la pequeña salita de su casa. Ahí estaba el chico de su universidad. Era alto, pelucón y se dejaba la barba. Tenía además un no sé qué de misterio. Fue el último hombre que conocí que me agradó desde el inicio. Ese algo misterioso no era más que una fuente de bondad y buenas maneras que divertían a todos. Después de comer, nos fuimos a la vuelta de su casa a beber unas cervezas mientras hablábamos de cuánto queríamos a esa mujer y él no dejaba de repetir que tenía las mejores intenciones y que estaba muy enamorado de ella.

Hasta que tuve que confesarle lo que de verdad quería hacer con mi vida. Ella me escuchó, me tanteó y me dijo lo que más temía: que yo sería un completo imbécil si decidía hacer eso. Pero esos eran unos momentos difíciles y decidí no hacerle caso. Antes de despedirnos, me dijo: Si quieres escribir, enamórate.

Yo era demasiado orgulloso para aceptar que solo podría escribir estando enamorado y lo negué muchas veces y hasta que creo que me puse irrespetuoso. Luego ya no volvimos a hablar, y yo la perdí definitivamente, de esa manera en que solo se pierden a las personas que uno ha apreciado verdaderamente: sin terminar de creerlo hasta que alguien te cuenta lo mucho que ha pasado en la vida de esa persona.

No he vuelto a tener otra amiga así ni a apreciar a alguien con tanta seguridad. Cuando cumplió quince años le hicieron una fiesta. Un bus inmenso vino a recogernos al colegio y nos llevó a mí y a Toshio a la fiesta, que era en la casa de algún pariente, al otro lado de Lima. Estaba la familia que yo conocía, pero también habían bastantes personas que nunca había visto, como sus primas. Era un grupo de jóvenes muchachitas que sonreían mucho y se decían cosas de manera confidencial, a las que nosotros mirábamos con avidez. Aquella noche bailamos bastante, hasta que las chicas se sacaron los zapatos. La casa era angosta y amena, y cuando dejamos de bailar todavía nos divertimos un rato comiendo, bebiendo y viendo a las chicas descalzas, con el maquillaje bastante corrido por el sudor pero aun con ganas de bailar, porque al fin y al cabo esa era una fiesta por los quince años de mi amiga y un momento así no volvería a repetirse.

domingo, 8 de junio de 2014

Las casas

La casa está muy vieja. Ya casi nunca vamos a la casa. La vemos desde el auto achacosa, mohína. Presumimos que todo ha de seguir envejeciendo en su interior. El tiempo ha mermado los castillos, los palacios, las casonas; mermará también las casas. No viviremos más como hombres, cerca del suelo; sino en inconcebibles rascacielos, rodeados de comodidades. Quizás ya no tengamos que descender a las frías calles. La casa y las costumbres de las casas quedarán olvidadas, y al cabo de un tiempo, nosotros también seremos olvidados.

Las casas han influido en el sentir de las personas. No eran cómodas, es cierto; mucho que limpiar, rincones imposibles de barrer, incontables desplazamientos para ir de una habitación a otra. El recibidor, el porche, el patio, los bastidores, el garaje, la biblioteca, el jardín y la azotea. Hoy se prioriza la economía de los espacios, hoy se valora un poco más la libertad de las personas. 

Y aunque sea difícil encontrar un argumento mejor que este, ¡cómo se hacen extrañar las casas! 

Agoniza la vieja casa de dos o tres —¡y hasta cuatro!— pisos. ¿Agonizarán también sus habitantes? El hombre puede adaptarse casi a cualquier cosa: en algunos lugares ya ha prescindido totalmente de las casas y aparenta ser feliz de esa manera. Pero, ¿quién ha demostrado que el hombre haya descendido a la Tierra para ser feliz? (Quizás por eso nunca pueda ser feliz del todo.) 

Las nuevas casas buscan la felicidad, ¿qué buscaban las antiguas? Buscaban la dedicación, el compromiso, buscaban cultivar la responsabilidad, el buen gusto y el buen tino. Algo desencajados se han de sentir sus habitantes en el nuevo mundo, que todo lo hace rápido, que todo lo hace bien.

La vieja casa tiene grietas, polvo en todos lados, y una luz que no siempre alcanza los rincones más alejados (y es que en ocasiones se apuraba la construcción de las casas). La casa intuye que su destino es morirse. Así sin más, morirse: contemplar cómo crece la ciudad sabiendo que no tiene nada para darle. 

Sus vecinas, dos construcciones hacinadas de cuartos en alquiler, repletas de televisores que rugen todo el día, presionan a sus propietarios para que compren la casa. Esta contempla un árbol, igual de viejo que ella, observa la calle que se convirtió en asfalto, los niños tan distintos de los que albergó un día. Y la casa se llena de silencio sepulcral mientras los vecinos le van quitando las tapias, se apropian de sus cobertizos.

Solo un suceso alegra la casa. De vez en cuando, un visitante, un viejo amigo de la familia, arriba a la casa. Conocedor de las costumbres de sus propietarios, toca con los nudillos dos veces la puerta y espera. Se presenta antes los dueños: si lo invitan a pasar, entra discretamente; sino, consiente el ser atendido desde la puerta. 

Pero cada vez menos gente se interesa por los habitantes de esta antigua casa. Uno por uno, en días trágicos, en inevitables días, expiran, dejando mucho o sin dejar nada. Cuando fallezcan estos ancianos que habitan la casa desde hace mucho —¿sesenta, setenta años?— la casa correrá la misma suerte. Sabe que, aunque quisiera seguir viviendo, sus nuevos propietarios no podrían cuidar de ella, no sabrían que hacer con tanta casa.