«Condenáis al borracho y detestáis
al loco con la frialdad del sacerdote que sacrifica, y dais gracias a
Dios porque no sois locos ni borrachos. Más de una vez he estado
ebrio, más de una vez me han puesto mis pasiones al borde de la
locura, y no lo siento porque he aprendido que siempre se ha dado el
nombre de insensato a todos los hombres extraordinarios que hicieron
algo, algo que parecía imposible».
Johann W. Goethe, Penas del joven
Werther
Tercera parte
Lo recuerdo quieto
como una pintura clásica, de esas que te siguen con los ojos a donde
quiera que vayas. Porque él jamás te miraba directamente, pero una
vez que le dabas la espalda sentías que te vigilaba, que con su
estupidez se burlaba de ti. No lo puedo asegurar y a
veces hasta me entraban dudas. Después de todo, ¿qué sentirá un
loco al ver a alguien?, ¿lo reconocería?, ¿sabría en primer lugar
lo que es un amigo, o sería como el perro que solo conoce el
instinto? Incluso daba la impresión de que confundía los autos con
personas. A esos si los miraba y con qué ímpetu. Su ojos no
solo los seguían sino que bailaban, correteaban y hasta brincaban
por seguirlos.
No me miraba
cuando nos encontrábamos en la calle pero sí cuando iba con el
auto. Clavaba su ojos en mí y no me los quitaba por nada del mundo.
Yo aceleraba y desaceleraba, me cuadraba, daba vueltas, iba en
reversa, todo para confundirlo, para que dejara de acosarme con la
mirada. Pero aún así me seguía, mostrando una concentración
increíble para tratarse de un loco, de la que únicamente podía zafarme
si doblaba en la avenida.
La señora Linda
lo mantenía limpio y bien alimentado. No dependía más de las
donaciones de las demás señoras del barrio. Ella le preparaba la
comida y hasta había logrado que engordara. Y el loco ya no se
mostraba reticente ni se ponía malcriado. Aceptaba las moneditas que
recibía de los peatones y con una tierna sonrisa —obligada
desde el carrito de en frente, por un dedo y una señal de amenaza—
balbuceaba algo semejante a unas gracias.
Pero
a ella no le gustaba que el loco se ganara la vida de esa manera.
Siempre lo repetía. Incluso nos pidió que le avisáramos
sobre cualquier trabajo que encontráramos, que ella personalmente lo
llevaría, explicaría su situación y se aseguraría de que
trabajara como una persona normal. Un par de veces lo hizo probarse
como ayudante en los puestos del mercado y en ambas
no tuvo éxito. La primera vez al menos logró que lo probaran e
instruyeran durante una semana, pero el loco ni a golpes que tampoco
faltaron aprendía nada. Pero la segunda ni siquiera lo miraron, y
tampoco se molestaron en dar explicaciones porque pensaron que se
trataba de una broma.
Creíamos
que ya se había rendido y solo nos dimos cuenta de lo contrario el
día en que vimos al loco en la avenida, con uno de los uniformes de
su hijo y con un trapo rojo en la mano, persiguiendo un vehículo.
Ella corría detrás de él y cuando alcanzaba se colocaba entre los
vehículos y el loco para que no lo mataran. Había un desorden y un
sonido de bocinas tan grandes que casi no se notaban los insultos de
los choferes. Y en realidad parecía que en cualquier momento
estos se iban a bajar para agarrar a golpes al loco. Estaban furiosos, tanto que tuvimos que saltar a la pista para ayudar
a doña Linda a calmarlos y de paso agarrar al loco. Todos juntos
logramos sujetarlo y llevarlo al carrito de dulces pero aún así el
loco no se quedaba quieto e insistía en ir tras los autos. Se le
veía empecinado y era fácil adivinar que apenas nos fuéramos
volvería a intentarlo. Desde ese momento supimos que el loco al fin
había encontrado un pasatiempo a su altura, digno de volverse una ocupación con el tiempo.
En
los meses siguiente pude comprobarlo. Y eso que al principio era muy
torpe. No puedo asegurar si era así porque se trataba de mí o era
lo mismo con todos los autos. Lo cierto es que nada más bastaba que
me asomara a la pista con el carro para que el loco se me echara
encima y empezara a llenarme las ventanas de un detergente que luego removía con su trapo rojo. No miento cuando digo que era realmente
torpe porque casi siempre dejaba alguna ventana llena de espuma y
cuando no se trataba de eso era su baba cayendo sobre el parabrisas
de manera inexplicable. Incluso habían veces en las que dejaba el
carro más sucio de lo que lo había encontrado.
Sin
embargo, mejoró, seguro debido una vez más a los esfuerzos de doña
linda. Al final aprendió a lavar los carros correctamente. No era un
genio pero al menos le alcanzaba para ganarse unos
centavos de manera honrada. Además, durante el tiempo en que
restregaba y enjuagaba lunas, ventanas y puertas, casi lograba disimular su
locura. Era un verdadero milagro: aquel loco sucio, violento,
desnutrido, se convertía —al menos por unos segundos— en una
persona útil para la sociedad. Y ya solo cuando recibía las
moneditas a cambio de sus servicios el brillo de su mirada dejaba
entrever un recinto de caos, la entrada a un abismo.
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