martes, 30 de abril de 2013

Una ventana entreabierta

Yo me asomo al balcón de mi antigua casa y veo muchas cosas.

Un grupo de niñas jugando voley. Tiran la pelota con entusiasmo, tanto que a veces la lanzan hasta mi casa. Pero no alcanzo a verles el rostro y me es imposible saber su edad. Un chico sale de una de las casas del frente e inmediatamente me reconozco a mí mismo yendo en busca de aventuras. Pienso en este tonto chico y en cómo debe de creer que lo miran, si lo ven atractivo y jovial o rudo y desconfiado. En ocasiones se mostrará de una forma y luego de otra. De todos modos, es una pena que su duda nunca se vaya a aclarar. Las mujeres suelen llevarse este secreto a la tumba.

Las señoras viejas las señoras se mantienen siempre viejas, al revés de los señores, que solo mueren  se quedan observando a las niñas, que ahora bailan. Yo no encuentro esta práctica en mis recuerdos. Yo notaba en las niñas de mi infancia una profunda incomodidad por lo que hacían. Me refiero a sus habladurías, porque las chicas de mi infancia solo se dedicaban a hablar. En cambio, estas niñas bailan y son felices. Cuando equivocan la coreografía se abrazan y son más felices. Las niñas de hoy en día se han superado a sí mismas.

Un niño muy pequeño las mira embobado. Se encuentra solo. Sentado sobre la baranda, mece sus pies al ritmo de la danza. Las niñas que bailan deben causarle repulsión. Mi pequeña prima abre silenciosamente la puerta y corre a jugar con él.

En esta calle toda la vida se concentra alrededor de las niñas. Las demás casas parecen haber envejecido aunque luzcan más grandes. ¡Pero cómo se agrandaron las casas! Y cómo le robaron metros a la pista. Ya no quedan recovecos en las entradas de las casas. Ya no podríamos escondernos aquí. Ya casi no reconozco nada. Me extraña que los perros hayan desaparecido y se oigan sus ladridos furiosos dentro de las casas.

Yo ya no vivo aquí. Tampoco vengo seguido. Yo ya no reconozco el itinerario de las personas que viven aquí. Ignoro cuántos se mudaron. Y no sé si la ventana entreabierta que veo desde mi balcón aún guarde ese viejo secreto. Ese que, si bien lo recuerdo, significa que está en su casa. Con solo silbar le podría pedir que salga.

viernes, 26 de abril de 2013

Plumeros


Pletórico de dicha me encuentro esta mañana, y no siento nada. Colmado de bendiciones que a cualquiera emocionarían. Las uvas que comí aún no digieren del todo. No eran ni verdes, ni rojizas, ni moradas. Tenían un color indescifrable como algunas montañas. La luz de sol ha entrado por mis ventanas; estas no la han podido detener. No es su culpa. Yo duermo con la cabeza cubierta con un trapo. Es el porqué de mi sueño prolongado. También es causa el sonsonete del día. Como si la tierra respirara. O será que respira y en algunos jardines agoniza. Yo no sé pues, nada de nada. Solo que mis ojos no se abren cuando en mi cuarto ya es de día. Pero la luz espanta a las arañas que, impetuosas, me rodean sin sentir nada. ¡Hay que ver que no sienten nada! Y yo no sé por qué se alimentan de mí si dolor no sienten, hambre no sienten, frustración no sienten...

Mi madre está convencida de que me despierto temprano. Cuando, amodorrado, siento sus pasos, cojo el libro y finjo leer. Claro que dejo el trapo a un lado. El trapo es en realidad un polo viejo. Es blanco y con cuello en forma de “o”. Pero yo estaba pletórico de dicha. Hablar de trapos no se justifica. ¡Como si fuera un plumero! Siempre hay mucho de felicidad en un plumero. Yo tenía una pariente que nunca me permitía coger el plumero. Ella era muy ruda y me advertía que si lo cogía me entraría el polvo por la nariz y me enfermaría. Lo peor era que lo ponía en alto. Tan alto que no llegaba ni con silla. Y la vez que intenté poner silla sobre silla me caí y desde ese momento vivo asustado.

También dije que no sentía casi nada. Es verdad, sino no estaría hablando. Hay que ser tontos para hablar antes que sentir. Hablar es no percibir nada y, encima, tener el desfajo de comunicarlo. En cambio, sentir es aceptar que uno no sabe nada pero intentar remediarlo. Es por eso que yo no hablo. A menos que me lo pidan, claro. Tampoco se tiene que ser descortés, aunque uno lo sea por naturaleza.  

miércoles, 17 de abril de 2013

Maneras de vivir

Yo no me siento digno de mis aspiraciones. Es por eso que planeo educar mi sensibilidad, moderar mis falencias y dominar mis habilidades. Todo está bien, hasta que descubro que ignoro cómo hacerlo, y me entristezco. Esta lectura es acertada: porque yo, más que enfurecerme o desesperarme, me entristezco. Mientras viva, yo me seguiré entristeciendo, a causa de mis aspiraciones.

Antes ya fui triste, ¡tantas veces triste! Si el dolor se acumulara, ya hubiera muerto. Gracias a Dios, cada mañana, el sufrimiento se reinicia. Pero lo que sí se acumula es la frustración. Nada, a excepción del hombre, puede retener tanta frustración. Pareciera que se empozara en la sangre, en los huesos, en los nervios, en los intestinos, en las cloacas, y nunca terminara llenar todas las habitaciones.

Yo soy un ser repleto de frustración, incapaz de concluir cualquier empresa. Mis intentos se ahogan apenas deduzco que es posible el fracaso. Pero siempre es posible el fracaso. ¡Y todo por mis aspiraciones! Yo me pregunto si los demás hombres también viven de esta manera. O si viven en las nubes, despreocupados del mundo, agradecidos de su suerte. Es una mejor manera de vivir. Acabará con el mundo, pero es una buena manera de vivir.

jueves, 11 de abril de 2013

Ha muerto el papá de la novia

Ha muerto el papá de la novia, mi mamá me lo dijo. La novia tenía cincuenta y tres años, un nieto, dos hijas. El novio sesenta y cuatro: mi tío. La novia venía a ayudar a mi mamá en la cocina. Gracias a ella mi mamá podía mantener ordenada la casa. Seguro por eso hoy estaba tan apenada, cuando me levantó para decirme que había muerto el papá de mi tía.

Mi primera reacción fue de alivio. Es que mi mamá entró a mi cuarto diciendo que algo grave había pasado. Yo pensé en una mayor tragedia, o en algo de mí revelado. Mi mamá, viendo que no compartía su pena, se marchó susurrando: «Tu tía es buena persona». Pero, ¡yo no dudo que lo sea!

Cuando mi mamá me dejó pensé en que este sábado no habría ya fiesta. Yo me apené porque ansiaba asistir y divertirme junto a mi familia. De otro modo no la paso tan bien: el alcohol vuelve más interesante a las personas. Entonces dije: «¡Oh, Dios, se murió el papá de mi tía!», y al fin pude sentir un poco de pena.

¡Qué triste no poder llorar con lo demás! ¡Qué triste no ser capaz de sufrir sus penas! Mi tía no era mi madrina, ni mi nodriza ni mucho menos mi tía favorita. Pero siempre estaba alegre, gorda y alegre, como un trompo, o como una olla casera. Yo no me atrevo a afirmar que nunca pasó por tragedias. Y si las tuvo, solía dejarlas en casa, para no andar echándole la culpa al mundo de sus desgracias.

El papá de mi tía se llamaba Pancho. Don Pancho, oí que le decían. Yo, la verdad, casi nunca lo traté. Una leyenda familiar dice que cuando no teníamos donde vivir, él se fue con sus perros a invadir un terreno para nosotros. Y dicen que lo defendió varias semanas: él solo, con sus perros. Yo no sé si esto sea cierto. Pero un día, mientras volvía del colegio, Don Pancho salió de una tienda y me invitó caramelos.

Y sin embargo, ha muerto el papá de mi tía: ha fallecido Don Pancho. Lo siento más por mi tía. La verdad, su comida sabía mal y siempre repetía los mismos platos. Seguro por eso no lloré junto a ella. Aunque dentro de mí, hubo alguien que sí lloró. Fue un niño que un día se ganó una canasta de víveres en el colegio y no sabía qué hacer con tanto peso. Por esa razón, fue donde su tía que casualmente vivía cerca a su colegio— y le pidió que por favor lo ayudara a llevar la canasta hasta su casa. Ese niño sí lloró mucho. En cambio yo, lo único que puedo ofrecer a mi tía, a Don Pancho y a su buena familia, es ser sincero.