sábado, 1 de junio de 2013

Un par más y nos vamos

Mis primeras experiencias con la cerveza fueron clandestinas, cuando en reuniones o fiestas alcanzaba a zamparme un vaso destinado a otra persona. No recuerdo que esa bebida fuerte y espumosa despertara en mí un sentimiento especial. Si bien es cierto los borrachos no me producían desagrado como a muchos chicos de mi edad, debido a que no se hacían problemas por unos cuantos soles. El vino me pareció más tolerable e incluso agradable, pero sus distintas variedades y el hecho de tener que saber de temperaturas, precios, calidades para disfrutarlo apropiadamente me desanimó. Así pues, nunca tuve de niño una experiencia incitadora o que pudiéramos llamar premonitoria al licor, a no ser las hijas de los adultos que quedaban desprotegidas por la embriaguez de sus padres.

Tampoco podría ubicar con certeza la primera que disfruté un vaso de cerveza. Si entendemos disfrutar por aprobar, gustar y hacer del acto una repetición obligada. Lo que me atraía, cuando era más joven, era esa desinhibición que sufría, el hecho de poder dejar atrás esa pesada mochila que me volvía un chico tímido y lacónico y que constituía mi verdadera forma de ser. Sufría una transformación. Con los primeros vasos de cerveza mi espíritu se despertaba, mi cuerpo se volvía más ligero y mi sonrisa se ensanchaba como un mar. Entonces era natural aspirar a volver duradera esta sensación y fue así como empezó mi gusto por el licor.

Solo una consecuencia de la cerveza me disgustaba: la sensación de abotagamiento, de progresiva expansión de mi vientre que comenzaba con una pequeña saturación y terminaba en una hinchazón incontrolable, que rompía cierres, correas y botones. Yo nunca fui víctima de las resacas, y solo un recuerdo un par de veces en que después de una noche de bebida no pude tomar ni la sopa. Era esa llenura en mi abdomen lo que desde el primer momento identifiqué como el rival a vencer para poder llevar a cabo mis argucias. Y vaya que fue difícil. En ocasiones estuve a punto de reventarme el abdomen con una aguja para poder seguir tomando. Entonces, como cualquier chico de esa edad, me refugié en el vómito.

El vómito fue un primer alivio para el abotagamiento. Era desagradable, incómodo y hasta degradante pero bastaba una sesión de torrenciales vómitos para vaciar toda la zona hinchada y poder seguir tomando a mi antojo. Muchos amigos tenían la misma costumbre, aunque con distintas variantes. Mi amigo Juan Ramón, por ejemplo, había adoptado la manía de vomitar después de los dos primeros vasos y así permanecer tranquilo toda la noche. Mi amigo Diego sí era admirable puesto que llevaba su cuerpo a sus verdaderos límites y en cada ocasión los sobrepasaba de nuevo. Tomaba como un diablo y cuando sentía que estaba a punto de desplomarse, giraba la cabeza y vomitaba la comida de dos días. Parecía que todo estaba perdido pero el muy sabido se levantaba y seguía tomando ante nuestra sorpresa. Lógicamente que lo hacía en un estado de sonambulismo, a punto siempre de desmayarse, distraído de nuestras conversaciones y solo de pie por esa férrea voluntad de ser el último en dormirse. Había también los que vomitaban por inercia, cuando su cuerpo estaba ya rozando el colapso, e inevitablemente regaban sus vómitos sobre su polo, pantalón y zapatillas para luego quedarse dormidos.

El problema del vómito era su carácter degradante. Únicamente entre amigos se podía recurrir a él, ya que con otras personas se corría el riesgo de ser el hazmerreir o peor aún perder el respeto durante toda la noche. Era necesario un segundo plan. Fue cuando me presentaron a quien sería mi compañero fiel de toda la vida, el único siempre dispuesto a tenderme una mano amiga: el cigarrillo. Me curó del abotagamiento y pronto desplazó de mis estrategias al horrible vómito. Por alguna razón que desconozco, la náusea producida por la espuma de la cerveza era repelida por tabaco. Al fin entendí el misterio del constante pitillo en la boca de los grandes bebedores y me dispuse a seguir su ejemplo hasta la muerte. Mi cerveza y mi cigarro eran, pues, compañeros inseparables, siameses, y yo no tenía el derecho de divorciar a quienes tantos hombres admirables se había empeñado en juntar en honorable ritual.

Ya en la universidad mi situación económica mejoró un poco y pude acceder a un universo de cervezas desconocido para mí hasta ese momento. Antes, era el bolsillo quien mandaba y las Brahma, a un precio regalado, constituían nuestra elección de siempre. De vez en cuando improvisábamos con otras cervezas que por ese tiempo salían a la venta y sacaban divertidos anuncios por la televisión; pero nadie ponía en tela de juicio la supremacía de la Brahma. Pero en la universidad la gente veía con despecho a esta bebida y tuve que ceder por miedo a perder mi estatus. Dos cervezas se posicionaron: la Cristal de litro cien, gigantesca bebida que por su tradición bebíamos en situaciones importantes como los cumpleños o los partidos de fútbol, y la Barena, en esa lata minúscula que apenas si contenía alcohol pero que las chicas aprobaban y compartían. También me veía amenazado cuando descubrían con horror mi cajetilla de Pall Mall, de modo que me ajusté a las preferencias y fumaba solo Lucky o Marlboro.

Yo prefería la Cristal, porque era sencillamente imponente y mis familiares también solían tomarla. Nunca le pude agarrar cariño porque era muy impactante como para quererla, pero ella sabe que le tenía respeto. En una ocasión, estando mi salón reunido en unos de los bares frente a la universidad, alguien comenzó a hablar mal de la Brahma. Que era fea, insípida, desagradable, y todos por unanimidad se unían a este consenso lanzando una diatriba distinta. Llegó mi turno y por no quedar mal busqué en lo más profundo de mi mente alguna falencia, un defecto, algo que me permitiera salir del atollo. Terminé diciendo que la Brahma se usaba para limpiar los inodoros. Esa frase se la había escuchado a uno de mis tíos infinidad de veces. La broma no caló pero al menos sirvió para que mi antigua afición pasara desapercibida.

Mi economía, sin embargo, no era a prueba de tormentas, y este costoso sistema de embriaguez me perjudicaba mucho. Pero yo no iba a renunciar al alcohol ni a ninguno de mis otros placeres así que opté por cambiar nuevamente de bebida. Es menester recordar que por ese entonces aún no descubría que más que la bebida en general lo que a mí me gustaba era la cerveza y andaba perdido intentando encontrar mi lugar en el mundo. Me refugié en el ron, doloroso aliado. Siempre lo he comparado con esos amigos sufridos, puñaleros, pero que tienen la virtud de estar eternamente disponibles y es por eso que uno termina volviendo a ellos. La botellita, la chata, si se trataba de volver entretenida una conversación, y el botellón si era una reunión hecha para desbandarse. El cigarrillo no iba bien con esta bebida y, por otro lado, los piqueos sí que combinaban excelente. Eran el ingrediente perfecto para que el ron no te triturara las tripas. Y no se veía mal. Fue pues, mi etapa ronera.

Desde pequeño he tenido inclinación a autoanalizarme, a conocer mis falencias para jamás quedar en ridículo. No fue la excepción con el ron y pronto descubrí que media botella de puro ron era mi límite. Un solo vaso más acarreaba el desplome o peor aún la pérdida de conocimiento y la irracionalidad. Peligrosa fue la vez que estaba tan borracho que no sé cómo rompí todos los vidrios de una cocina y casi muero desangrado. El ron podía ser un gran amigo, pero también, como ya lo había dicho, el más puñetero de los enemigos.

Pero este relato es sobre la cerveza así que me saltearé mis peripecias con el ron para contar mas bien su inevitable final. Ocurrió un día en que, por mi ceguera o por errores en el sistema de la universidad, nunca lo descubriré, llegué dos horas tarde a un examen parcial no pudiéndolo dar y quedando prácticamente resignado en el curso. En tales circunstancias no quedaba otra cosa que matar las penas. Llamé a mi buen amigo Ricardo y nos fuimos a embriagar en un parque a la vuelta de nuestro colegio de secundaria. Compramos una botella grande de ron. Como Ricardo no tenía mucha pericia en esto del trago, yo me tomé tres cuartas partes de la botella dejándole a él el resto. Esa cantidad, luego discerní, excedía mi límite por un cuarto de litro, es decir, me condenaba a dormir la siesta del borracho o, peor aún, a que me den los temidos diablos azules. Menos mal y fue la primera de estas la consecuencia de esa botella (para Ricardo también) y terminamos tirados en medio de la pista, a las puertas de un chifa al que habíamos entrado y donde nos quedamos dormidos sobre los platos. Ricardo me dijo que en ese momento, reunió todas sus fuerzas para llamar a casa, pero no le alcanzaron para dar aviso de su paradero y solo alcanzo a decir que estábamos por el colegio. Al día siguiente, mi mamá fue a buscarme con el corazón en la garganta y, santo remedio, dejé el ron para siempre.

No tenía los medios para procurarme la margarita de Cristal y tampoco el valor para atreverme otra vez con el ron, así que quedé desahuciado, huérfano de trago, burda imitación del honorable borracho que alguna vez fui. En ese momento, gracia salvadora, Dios siempre se apiada de mí en los momentos justos, aparecieron las Pilsen. Al principio, junto con mis amigos de la promoción, las bebimos por probar su sabor, para saber si en efecto eran tan fabulosas como la propaganda decía o si eran una estafa más de la publicidad. Uno de mis amigos, no recuerdo quién, fue el promotor de esas pesquisas. Realmente la Pilsen era formidable; no era tan amarga como la Cristal, defecto que por más respeto que le tuviese siempre le había notado, ni tan suave como la Barena; por el contrario, tenía un sabor auténtico, desconocido para mí hasta ese momento, al que me volví adicto desde el primer vaso. Nosotros las llamábamos “verdes”, obviamente por su color, y rápidamente reemplazaron a la variedad de tragos que algunos grupos empezaban a querer imponer. Nosotros eramos fieles a nuestras verdes, en todo momento, y no importaba si eran caras porque eran tan agradable que la gente hacía lo imposible por reunir el dinero suficiente para costearlas.

Lo que vino después fue un aluvión, un torrente. En todos los lugares se comenzó a propagar el gusto por la Pilsen. En el barrio, en la universidad, en el colegio, menos en las familias, gente fiel a sus costumbres, todos caían hipnotizados por su textura y hacían verdaderos milagros para conseguirlas, puesto que en esos primeros meses se agotaban rápido de las tiendas. Siempre tuve la sospecha de que la campaña publicitaria que lanzó fue fundamental para esto. No sé a quién se le haya ocurrido pero ese buen hombre debe estar hoy bien enfundado en sus millones y por supuesto que merecido lo tiene. Brindo por él. El punto es que desde hace momento yo y la Pilsen fuimos uno y creo sinceramente que nunca podré librarme de su presencia.

...

Ya veinteañero pude comprender más y estudiar al vino, y desarrollé hasta un tanto de pericia en su manejo. Es una buena opción con determinadas personas que desdeñan la cerveza y siempre es mejor que el puñetero ron. También el pisco me entusiasma. Aunque igual de fuerte que el ron, no te deja esa sensación de asco que sospecho desarrollé por tantas malas experiencias. El pisco está aprobado y en determinadas ceremonias encuentra su realización. Pero yo, por naturaleza, soy cervecero, y un confeso amante de las Pilsen. No hay nada mejor que un ceviche, unas verdes y unos cigarros. Incluso las personas se vuelven mejores con este telón de fondo. Y ahora justamente estoy tan ansioso por una vaso de cerveza que quiero dormir, estudiar y comer lo más rápido posible para que llegue la hora embriagarme una vez más con mis amigos.

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