Mis
primeras experiencias con la cerveza fueron clandestinas, cuando en
reuniones o fiestas alcanzaba a zamparme un vaso destinado a otra persona. No recuerdo que esa bebida fuerte y espumosa despertara
en mí un sentimiento especial. Si bien es cierto los borrachos no me producían desagrado como a muchos chicos de mi edad,
debido a que no se hacían problemas por unos cuantos soles. El vino me pareció más tolerable e incluso
agradable, pero sus distintas variedades y el hecho de tener que
saber de temperaturas, precios, calidades para disfrutarlo
apropiadamente me desanimó. Así pues, nunca tuve de niño una
experiencia incitadora o que pudiéramos llamar premonitoria al
licor, a no ser las hijas de los adultos que quedaban desprotegidas
por la embriaguez de sus padres.
Tampoco
podría ubicar con certeza la primera que disfruté un vaso de
cerveza. Si entendemos disfrutar por aprobar, gustar y hacer del acto
una repetición obligada. Lo que me atraía, cuando era más joven,
era esa desinhibición que sufría, el hecho de poder dejar atrás
esa pesada mochila que me volvía un chico tímido y lacónico y que
constituía mi verdadera forma de ser. Sufría una transformación.
Con los primeros vasos de cerveza mi espíritu se despertaba, mi
cuerpo se volvía más ligero y mi sonrisa se ensanchaba como un mar.
Entonces era natural aspirar a volver duradera esta sensación y fue
así como empezó mi gusto por el licor.
Solo
una consecuencia de la cerveza me disgustaba: la sensación de
abotagamiento, de progresiva expansión de mi vientre que comenzaba
con una pequeña saturación y terminaba en una hinchazón
incontrolable, que rompía cierres, correas y botones. Yo nunca fui
víctima de las resacas, y solo un recuerdo un par de veces
en que después de una noche de bebida no pude tomar ni la sopa. Era
esa llenura en mi abdomen lo que desde el primer momento identifiqué
como el rival a vencer para poder llevar a cabo mis argucias. Y vaya
que fue difícil. En ocasiones estuve a punto de reventarme el
abdomen con una aguja para poder seguir tomando. Entonces, como
cualquier chico de esa edad, me refugié en el vómito.
El
vómito fue un primer alivio para el abotagamiento. Era desagradable,
incómodo y hasta degradante pero bastaba una sesión de torrenciales
vómitos para vaciar toda la zona hinchada y poder seguir tomando a
mi antojo. Muchos amigos tenían la misma costumbre, aunque con
distintas variantes. Mi amigo Juan Ramón, por ejemplo, había
adoptado la manía de vomitar después de los dos primeros vasos y
así permanecer tranquilo toda la noche. Mi amigo Diego sí era
admirable puesto que llevaba su cuerpo a sus verdaderos límites y en
cada ocasión los sobrepasaba de nuevo. Tomaba como un diablo y
cuando sentía que estaba a punto de desplomarse, giraba la cabeza y
vomitaba la comida de dos días. Parecía que todo estaba perdido
pero el muy sabido se levantaba y seguía tomando ante nuestra
sorpresa. Lógicamente que lo hacía en un estado de sonambulismo, a
punto siempre de desmayarse, distraído de nuestras conversaciones y
solo de pie por esa férrea voluntad de ser el último en dormirse.
Había también los que vomitaban por inercia, cuando su cuerpo
estaba ya rozando el colapso, e inevitablemente regaban
sus vómitos sobre su polo, pantalón y zapatillas para luego quedarse
dormidos.
El
problema del vómito era su carácter degradante. Únicamente entre
amigos se podía recurrir a él, ya que con otras personas se corría
el riesgo de ser el hazmerreir o peor aún perder el respeto durante
toda la noche. Era necesario un segundo plan. Fue cuando me
presentaron a quien sería mi compañero fiel de toda la vida, el
único siempre dispuesto a tenderme una mano amiga: el cigarrillo. Me
curó del abotagamiento y pronto desplazó de mis estrategias al
horrible vómito. Por alguna razón que desconozco, la náusea
producida por la espuma de la cerveza era repelida por
tabaco. Al fin entendí el misterio del constante pitillo en la boca
de los grandes bebedores y me dispuse a seguir su ejemplo hasta la
muerte. Mi cerveza y mi cigarro eran, pues, compañeros inseparables,
siameses, y yo no tenía el derecho de divorciar a quienes tantos
hombres admirables se había empeñado en juntar en honorable ritual.
Ya en
la universidad mi situación económica mejoró un poco y pude
acceder a un universo de cervezas desconocido para mí hasta ese
momento. Antes, era el bolsillo quien mandaba y las Brahma, a un
precio regalado, constituían nuestra elección de siempre. De vez en
cuando improvisábamos con otras cervezas que por ese tiempo salían
a la venta y sacaban divertidos anuncios por la televisión; pero
nadie ponía en tela de juicio la supremacía de la Brahma. Pero en
la universidad la gente veía con despecho a esta bebida y tuve que
ceder por miedo a perder mi estatus. Dos cervezas se posicionaron: la
Cristal de litro cien, gigantesca bebida que por su tradición
bebíamos en situaciones importantes como los cumpleños o los
partidos de fútbol, y la Barena, en esa lata minúscula que apenas
si contenía alcohol pero que las chicas aprobaban y compartían.
También me veía amenazado cuando descubrían con horror mi
cajetilla de Pall Mall, de modo que me ajusté a las preferencias y
fumaba solo Lucky o Marlboro.
Yo
prefería la Cristal, porque era sencillamente imponente y mis
familiares también solían tomarla. Nunca le pude agarrar cariño
porque era muy impactante como para quererla, pero ella sabe que le tenía respeto. En una ocasión, estando mi salón reunido en unos
de los bares frente a la universidad, alguien comenzó a hablar mal
de la Brahma. Que era fea, insípida, desagradable, y todos por
unanimidad se unían a este consenso lanzando una diatriba distinta.
Llegó mi turno y por no quedar mal busqué en lo más profundo de mi
mente alguna falencia, un defecto, algo que me permitiera salir del
atollo. Terminé diciendo que la Brahma se usaba para limpiar los
inodoros. Esa frase se la había escuchado a uno de mis tíos infinidad
de veces. La broma no caló pero al menos sirvió para que mi antigua
afición pasara desapercibida.
Mi
economía, sin embargo, no era a prueba de tormentas, y este costoso
sistema de embriaguez me perjudicaba mucho. Pero yo no iba a
renunciar al alcohol ni a ninguno de mis otros placeres así que opté
por cambiar nuevamente de bebida. Es menester recordar que por ese
entonces aún no descubría que más que la bebida en general lo que
a mí me gustaba era la cerveza y andaba perdido intentando encontrar
mi lugar en el mundo. Me refugié en el ron, doloroso aliado. Siempre
lo he comparado con esos amigos sufridos, puñaleros, pero que tienen
la virtud de estar eternamente disponibles y es por eso que uno
termina volviendo a ellos. La botellita, la chata, si se trataba de
volver entretenida una conversación, y el botellón si era una
reunión hecha para desbandarse. El cigarrillo no iba bien con esta
bebida y, por otro lado, los piqueos sí que combinaban excelente.
Eran el ingrediente perfecto para que el ron no te triturara las
tripas. Y no se veía mal. Fue pues, mi etapa ronera.
Desde
pequeño he tenido inclinación a autoanalizarme, a conocer mis
falencias para jamás quedar en ridículo. No fue la excepción con
el ron y pronto descubrí que media botella de puro ron era mi
límite. Un solo vaso más acarreaba el desplome o peor aún la
pérdida de conocimiento y la irracionalidad. Peligrosa fue la vez
que estaba tan borracho que no sé cómo rompí todos los vidrios de
una cocina y casi muero desangrado. El ron podía ser un gran amigo,
pero también, como ya lo había dicho, el más puñetero de los
enemigos.
Pero
este relato es sobre la cerveza así que me saltearé mis peripecias
con el ron para contar mas bien su inevitable final. Ocurrió un día
en que, por mi ceguera o por errores en el sistema de la universidad,
nunca lo descubriré, llegué dos horas tarde a un examen parcial no
pudiéndolo dar y quedando prácticamente resignado en el curso. En
tales circunstancias no quedaba otra cosa que matar las penas. Llamé
a mi buen amigo Ricardo y nos fuimos a embriagar en un parque a la
vuelta de nuestro colegio de secundaria. Compramos una botella grande
de ron. Como Ricardo no tenía mucha pericia en esto del trago, yo me
tomé tres cuartas partes de la botella dejándole a él el resto.
Esa cantidad, luego discerní, excedía mi límite por un cuarto de
litro, es decir, me condenaba a dormir la siesta del borracho o, peor
aún, a que me den los temidos diablos azules. Menos mal y fue la
primera de estas la consecuencia de esa botella (para Ricardo
también) y terminamos tirados en medio de la pista, a las puertas de
un chifa al que habíamos entrado y donde nos quedamos dormidos sobre
los platos. Ricardo me dijo que en ese momento, reunió todas sus
fuerzas para llamar a casa, pero no le alcanzaron para dar aviso de
su paradero y solo alcanzo a decir que estábamos por el colegio. Al
día siguiente, mi mamá fue a buscarme con el corazón en la
garganta y, santo remedio, dejé el ron para siempre.
No
tenía los medios para procurarme la margarita de Cristal y tampoco
el valor para atreverme otra vez con el ron, así que quedé
desahuciado, huérfano de trago, burda imitación del honorable
borracho que alguna vez fui. En ese momento, gracia salvadora, Dios
siempre se apiada de mí en los momentos justos, aparecieron las
Pilsen. Al principio, junto con mis amigos de la promoción, las
bebimos por probar su sabor, para saber si en efecto eran tan
fabulosas como la propaganda decía o si eran una estafa más de la
publicidad. Uno de mis amigos, no recuerdo quién, fue el promotor de
esas pesquisas. Realmente la Pilsen era formidable; no era tan amarga
como la Cristal, defecto que por más respeto que le tuviese siempre
le había notado, ni tan suave como la Barena; por el contrario,
tenía un sabor auténtico, desconocido para mí hasta ese momento,
al que me volví adicto desde el primer vaso. Nosotros las llamábamos
“verdes”, obviamente por su color, y rápidamente reemplazaron a
la variedad de tragos que algunos grupos empezaban a querer imponer.
Nosotros eramos fieles a nuestras verdes, en todo momento, y no
importaba si eran caras porque eran tan agradable que la gente hacía
lo imposible por reunir el dinero suficiente para costearlas.
Lo que
vino después fue un aluvión, un torrente. En todos los lugares se
comenzó a propagar el gusto por la Pilsen. En el barrio, en la
universidad, en el colegio, menos en las familias, gente fiel a sus
costumbres, todos caían hipnotizados por su textura y hacían
verdaderos milagros para conseguirlas, puesto que en esos primeros
meses se agotaban rápido de las tiendas. Siempre tuve la sospecha de
que la campaña publicitaria que lanzó fue fundamental para esto. No
sé a quién se le haya ocurrido pero ese buen hombre debe estar hoy
bien enfundado en sus millones y por supuesto que merecido lo tiene.
Brindo por él. El punto es que desde hace momento yo y la Pilsen
fuimos uno y creo sinceramente que nunca podré librarme de su
presencia.
Ya
veinteañero pude comprender más y estudiar al vino, y desarrollé
hasta un tanto de pericia en su manejo. Es una buena opción con
determinadas personas que desdeñan la cerveza y siempre es mejor que
el puñetero ron. También el pisco me entusiasma. Aunque igual de
fuerte que el ron, no te deja esa sensación de asco que sospecho desarrollé por tantas malas experiencias. El pisco está aprobado y en determinadas ceremonias
encuentra su realización. Pero yo, por naturaleza, soy cervecero, y un confeso amante de las Pilsen. No hay nada mejor que un ceviche, unas
verdes y unos cigarros. Incluso las personas se vuelven mejores con
este telón de fondo. Y ahora justamente estoy tan ansioso por una
vaso de cerveza que quiero dormir, estudiar y comer lo más rápido posible para
que llegue la hora embriagarme una vez más con mis amigos.