martes, 22 de julio de 2014

Las vacaciones acordes

Últimamente los periódicos están exagerando. No es verdad que hayan pasado tantas cosas malas y hasta me atrevo a decir que todo sigue como antes. Salvo una cosa, y es que Adrián está de vacaciones. Para los que no conozcan a Adrián es urgente que sepan que Adrián ha trabajado, a sus veintidós años, lo que ha trabajado un peruano de treinta: ¡una barbaridad! Ha trabajado tanto de noche como de día; ha trabajado en doble turno; también ha trabajado y estudiado, y cuando no tuvo trabajo, no pudo librarse de la idea de que tenía que conseguir un trabajo. Pero ahora todo eso pertenece al pasado y Adrián por fin está de vacaciones.

Adrián me busca muy temprano para salir a correr. Vivimos a una cuadras. Tenemos que correr, esta vida sedentaria nos hace daño. Adrián viene a las seis y como es imposible esperarlo despierto, toca el timbre, y yo tengo que tranquilizar a todos en casa. Es Adrián, iré a correr con él y luego al trabajo. Mi madre confía mucho en Adrián. Confía más en Adrián que en mí. Esto es algo extraordinario, porque mi madre detesta a todos mis amigos. Esos borrachos. Seguro te vas de nuevo con esos borrachos. Así que cuando no estoy en casa, mi madre asume que estoy con mis amigos, los borrachos. No presume mal, pero es incómodo que siempre sepa donde estoy y con quien ando...

Creo que mi madre piensa así de Adrián porque él ha trabajado. A veces parece que el trabajo ennoblece a las personas lo mismo que la muerte. He visto desgraciados que pasaron a ser santos después de morir. Y he visto malnacidos que se volvieron medianamente buenos cuando empezaron a trabajar.

Corremos por un parque que queda a unas cuadras de la avenida Las Palmeras. Este parque de noche es peligrosísimo. De día no lo es tanto, mucha gente viene a correr, a sacar a sus perros, y los niños lo atraviesan para ir a la escuela. Yo corro unos minutos y vomito. Una cosa es vomitar estando borracho y otra es vomitar estando sobrio. Lo que debe ser símbolo y coronación de la autodestrucción y de la hombría, se convierte en una penosa señal del decaimiento físico y espiritual. Al regreso, pasamos por una juguería —yo casi no corro nada, y a veces pienso que solo me levanto temprano para permanecer tranquilo toda la mañana, así como por el jugo—, y volvemos a casa caminando.

Adrián está leyendo un libro. Un libro grueso y extraño. Tiene mil quinientas páginas y cuenta la historia de un payaso que aterroriza a varias generaciones de un pueblo. Yo me pregunto, entre admirado y consternado, cómo Adrián puede leer y disfrutar la lectura de ese modo. Amigos tengo que retrocederían frente a semejante bodrio. Y mientras yo escribo noticias, tomo fotografías y leo los libros del instituto donde trabajo, Adrián se pasa las mañanas leyendo ese extraño libro, que sin duda le dará, más tarde o más temprano, algún poder sobrenatural.

Por la noche, Adrián me escribe un mensaje: Tony, estoy donde Sandro, baja. O yo le escribo este otro: Estoy donde Jorge, baja. Y a eso de las ocho aparecemos donde Sandro o donde Jorge (aunque toda esta semana hemos terminado, de manera sorprendente, en la casa de Diego). Nosotros no lo decimos, pero llegamos con hambre. Este es un mal hábito que arrastramos desde el colegio, donde siempre, por alguna razón, estábamos con hambre. La paga en el instituto, y en general la de todos, es mala, así que solemos cocinar, aunque últimamente Adrián está comprando la comida.

Sin embargo, Adrián tiene una manía: a fin de ahorrar, conserva todo su dinero en la tarjeta. Por lo que cada vez que vamos a comer, a beber o al cine, Adrián nos arrastra a todos al cajero (que no es verdad que los haya en todos lados). Yo no entiendo la verdad cómo funcionan este mecanismo y si acaso Adrián logra ahorrar alguna vez, porque de todos modos vamos al cajero varias veces en un día.

Adrián y Sandro me están enseñando a bailar. En ese momento tienes que llevarla, esperar y hacer este paso. Sandro baila mejor, pero Adrián disfruta más la música. Justo ahí le metes. Si tuviera esa capacidad, me gustaría bailar la mitad de bien de lo que bailan estos dos. De verdad disfruto viéndolos bailar, por puro placer, como si realmente tuvieran una chica entre sus brazos. Ahí la haces girar, la mueves así y luego le metes el quiebre. Se necesita valor para hacer ese quiebre.

Adrián quedó en salir el viernes con una chica. Estuvo el lunes, el martes y el miércoles farfullando sobre lo mucho que deseaba salir con esta chica. El jueves nadie supo de él. Pero Adrián, que está de vacaciones, no ha salido con ninguna chica. Y el sábado nos dio cuenta de lo que ahora pensaba de esa chica. 

Ese mismo día fue la fiesta de Sandro y bebimos hasta quedar inconscientes. Nos despertamos el domingo al mediodía y vimos los partidos metidos en la cama de Sandro, medio enfermos, vomitando y bebiendo las cervezas que sobraron.

Ni el domingo ni el lunes vimos a Adrián. Pero hemos quedado en salir a correr el martes. En la noche bajaremos donde Diego. Sandro ha dicho, medio en broma, que deberíamos alquilar una casa para vivir todos juntos.

lunes, 14 de julio de 2014

Comunicación y Sociedad

Yo he hecho unos amigos en esta clase. Se llaman Antoñito y Esperanza. No pienses mal, ni que hago amigos en cada clase ni que en todas las clases se puede hacer amigos. Yo he tenido la suerte de conocer a unos compañeros y de hacerlos mis amigos fuera de clase, en los pasillos. Los pasillos sirven para conocer gente y para ir de un salón a otro. Esas pequeñas puertas sin visillos, que el conserje siempre se olvida de abrir, son los salones. En un salón del segundo piso, donde una vez me quedé leyendo hasta muy tarde, hasta que comencé a sentir pasos y a oír voces, conocí a Esperanza y a Antoñito.

Antoñito nunca va a los exámenes. Jamás lo he visto preocuparse por nada. Pero no vayas a pensar que es indolente este Antoñito. Cuando le dan una mala noticia, Antoñito se pone pálido, tartamudea y parece que va a desmayarse, hasta que se dice a sí mismo en voz alta: "Seguro el profesor me dejará volver a dar el examen", y nos tranquiliza a todos con una sonrisa. Es un hombre bastante sonriente este Antoñito.

La verdad es que el profesor deja muy poca tarea. No es muy exigente el profesor. El primer día de clases organizó las exposiciones para todo el ciclo, y eso es básicamente lo que hacemos: asistimos a las exposiciones. A la derecha se sientan los alumnos que oyen las exposiciones; a la izquierda se sientan los que aprovechan el tiempo en leer y avanzar con otros trabajos, al centro nos sentamos los que por momentos estamos atentos, por momentos avanzamos las tareas, y luego de media hora nos quedamos largamente dormidos.

Esperanza arriba al salón siempre cinco minutos antes de que el profesor tome la asistencia y se retire. Cuando hay examen llega media hora antes. Antoñito y yo sufrimos mucho si Esperanza se tarda, porque es ella quien nos presta las hojas, que arranca de su cuaderno. Es más divertida que nosotros y sabe hacer muchas cosas: canta, danza, pinta, escribe, toma fotografías y dicta un cursito de canto a unos niños. Una vez fuimos a oírla en la Casa Mariátegui. Antoñito y yo hemos jurado que ese día sentimos vibrar a las paredes...

No te pongas celosa, tú sabes que yo sería incapaz de hacer más que amigos. Me gusta, sí, una chica. No me preguntas cómo es esta chica. Yo no podría más que decir dos cosas sobre ella. Ignoro cómo se llama, pero se sienta a la derecha, es decir, con los que oyen las exposiciones. A veces se sienta junto a un chico. Tiene valor, porque anda haciendo preguntas, pero también es evidente que anda un poco perdida. Hay que estar un poco perdido para seguir las exposiciones. En esto Esperanza es muy perspicaz. Pero un hombre enamorado todo lo perdona, y mis amigos —los nuevos y los antiguos— me han hecho entender que es preciso que yo me halle enamorado si quiero escribir. Antoñito me aconsejó el otro día: "Recuerda que el Caballero de los Leones dijo alguna vez: yo estoy enamorado, porque es preciso que los caballeros andantes lo estén".


No me odies todavía. Yo aun no me atrevo a decirle nada a este chica. Hace tiempo, cuando expuse, ella me preguntó algo intrincado, que me puso muy nervioso, y luego aclaró que le había gustado mucho mi exposición. Últimamente he notado que Antoñito y Esperanza se sientan cada vez más cerca de ella, y yo tengo que seguirlos. Ellos piensan que no me doy cuenta.


El jueves tuvimos un examen: apenas dos preguntas, más una pregunta comodín, a pedido de todos. Antoñito no asistió arguyendo que todavía tendría tiempo para volver a dar el examen. Esperanza llegó faltando muy poco. Yo salí casi al final porque tuve que copiar las preguntas en la carpeta hasta que llegó Esperanza con las hojas. Cuando terminé casi no había nadie. Pero estaba la chica que quería. Entregó su examen unos minutos antes que yo y salió del salón. 


Pero al rato volvió y nos encontramos en la puerta. Nos miramos por un rato. No te pongas triste. Solo nos miramos. Y ella entró al salón raudamente porque se había olvidado de firmar su asistencia. Y aunque nos percatamos de que íbamos el uno contra el otro, yo no pude detenerme, y ella tampoco. Sonrió y yo intenté mostrarme serio. Antoñito y Esperanza me están animando a que la invite a salir. Ellos han notado que ella podría llegar a quererme.


domingo, 6 de julio de 2014

Buscando una oficina

Advierten los periódicos que este año el invierno se ha retrasado hasta julio, y que los vientos y las lluvias arreciarán recién en agosto. Yo busco trabajo. Salgo temprano, para que no me gane la pereza; compro, uno, dos, tres periódicos, y me centro en aquellos recuadros que salen debajo de las grandes noticias, donde las empresas pagan sus anuncios. Yo viajo de carro en carro, por diversas avenidas, a extraños distritos, tocando puertas y leyendo las noticias de mis tres diarios.

¿Tres diarios? Yo creo que tres diarios, en nuestra ciudad, es una obligación. Yo compro, en primer lugar, el Trome, para solazarme un rato, para saber cómo está el fútbol y, más tarde en casa, recortar toda clase de tickets, vales y cupones de descuento (que tanta falta me hacen). Compro también Perú21, como un sistema de alertas: si un día me sorprendo de acuerdo con un artículo de Perú21, me pongo lívido, y pienso que algo debo estar haciendo mal o que hay algo que no he visto. Compro, por último, La República, para ver qué de nuevas se trae Carlín y aprender un poco de ajedrez.

Todo esto leo yo mientras estoy en los carros. No hago mucho caso de las noticias porque en nuestra ciudad es inhumano estar al tanto de las noticias, con tanta inmoralidad y con tanto crimen; además, porque recientemente extraños eventos me ha llevado a la conclusión de que en nuestro país todo se repite, solo que a escalas cada vez mayores.

Veamos un ejemplo. ¿Qué sucedió en nuestro país hace dos años? Así, de manera somera. ¿No es cierto que alguien robó, que se descubrió que alguien estuvo robando, que se cometieron muchas injusticias y que murió gente buena? Aquí los nombres son lo de menos. ¿Y qué hechos ocurrieron hace poco, el año pasado? ¿No es cierto que nuevamente algunos robaron, se descubrió que muchos venían robando, se cometieron incontables injusticias y murió casi toda la gente buena? Mientras recorro las avenidas de esta curiosa ciudad, con mis tres diarios a cuestas, yo pienso que lo más seguro es que vuelva a pasar lo mismo este año.

Mi hoja de vida, o como le decimos aquí: currículum vítae (la única locución latina que manejamos), es una cosa muy curiosa. Está mi nombre, mi dirección, mi número, mi experiencia ultraterrena y mis expectativas salariales. Yo tengo un problema con mis expectativas salariales. Aquí los empresarios esperan que los estudiantes coloquen trescientos setenta y cinco soles en sus expectativas salariales, que viene a ser la mitad del salario mínimo (cuando no lo redondean, como es justicia para ellos, a trescientos cincuenta). Mi problema con las expectativas salariales, que es de paso mi problema con los empresarios, es que en Lima nadie puede sobrevivir con trescientos setenta y cinco soles. ¿No se gastan doscientos soles mensualmente solo en el almuerzo? ¿Acaso el pasaje baja de cien soles cada treinta días? ¿No tiene además uno que estudiar, que cenar, que sacar copias y separatas, que pagarse algún curso o al menos tener cincuenta soles en el bolsillo para gastarlos en lo que le venga en gana?

Este es mi problema con las expectativas salariales. Porque en ese caso sin duda es mucho más digno quedarse todo el día en casa, abrigado, seguro, sin gastar mucho dinero ni tener que mostrar proactividad y buen ánimo a las gentes. Claro que con sus empleados, secretarias y asistentes; porque nadie conoce donde operan los verdaderos empresarios. Por este pequeño desarreglo discutimos los representantes de los empresarios y yo continuamente.

Pero no todo son malas noticias. En mis recorridos he comprobado que cada día hay más celulares en la ciudad, y cada día entran nuevas marcas con increíbles innovaciones al mercado. También he notado que la instalación del servicio de gas avanza a paso firme, que los eventos musicales y deportivos están a la orden del día, que proliferan los restaurantes y las marcas de ropa. Y en camisas por fin estamos avanzando.

Yo no puedo evitar fijarme en esto cuando ando por las calles, con mi hoja de vida, mis periódicos, con mis sueños y mis expectativas salariales. ¿Dijimos sueños? ¿Todavía hay sitio en nuestra ciudad para los sueños? Oh, queridos amigos, queridos lectores, siempre habrá lugar para los sueños.