jueves, 29 de mayo de 2014

El Roedor

El Roedor, que ahora se encuentra perdido —nos gusta pensar que ha encontrado la paz en la repetición de sus días, sin sobresaltos, sin imprevistos—, se preguntó un día: ¿Cuánto nos queda de todo lo que leemos? Y como en ese entonces solo tratábamos de vivir lo más rápido posible, su pregunta quedó sin respuesta. Yo quise, todavía quiero, pensar que es mucho lo que nos queda, pero consideremos —aunque nos parte el alma el figurárnoslo— que no sea así.

Y que de los recuerdos de los libros, que suponíamos tan vivos, inamovibles ya de nuestro espíritu, apenas sobreviva un vago recuerdo, rodeado de las tinieblas del olvido. También consideremos —todo ha de ser dicho— que nuestras lecturas hayan sido malas, a causa del pudor, de los malos hábitos, o de alguna pena que en ese momento nos roía el alma.

¿Y cuánto nos queda? Acaso no nos quede nada. Solo la confusa, vaga impresión que nos dejó ese libro. Solo recuerdo la emoción de las cosas, como dijo alguna vez Antonio Machado.

Lo horrible —esto tenemos que comprenderlo bien— no son los conocimientos perdidos. Los conocimientos son un arma que hace tanto daño al que los usa como a quienes se encuentran a su alrededor cuando los usa. Lo horrible es que de la alegría, del entusiasmo, de la emoción, no quede nada, que no se pueda volver a revivir la alegría, el entusiasmo y la emoción. Y una vez que estos sentimientos han sido alcanzados, es más difícil volver a alcanzarlos. 

Oír por ejemplo: Mis sentimientos por ti están muriendo y comprobar que todo ha de morir algún día. Hoy, en este mundo, en esta piedra, ¿quedará algo del dolor de César Vallejo?; en cada verso cincelado, en cada noble prosa fuerte, ¿algo de Abraham Valdelomar?, y en cada balsa, ¿un poquito de Chocano?

Qué desdichada vida proseguir para olvidar y llegar al punto en que creyendo que somos nosotros mismos estamos tan cambiados, tan lejos de lo que una vez fuimos. El Roedor sabe a lo que me refiero.Vuelve, amigo, y cuéntame el final de esta increíble historia, confiesa la respuesta a tu pregunta, señálame el camino, porque yo no lo veo. Y ríete, de ti, de mí, ¿por qué no de las cosas que nos pasan? Enséñame qué poco daño es capaz de hacer el tiempo y muéstrame todo lo que queda al fin de la jornada.







viernes, 23 de mayo de 2014

El escritor de la mala suerte

Pero que seas como eres me parece muy bien

Estas palabras, tomadas de una carta de Luis Loayza, describen de la mejor manera a Ribeyro. ¿Quién no quiere, quién no ha buscado nunca ser respetado por las personas que ama, ser un modelo de buenas costumbres? Pero ese cigarro que nos daña, esa botella que nos seduce, ese dinero que se va más pronto que el amor... todo lo reprimimos, para estar aquí, para pagar nuestro derecho a formar una familia y vivir dignamente. Y sin embargo, sin ese cigarrillo, sin esa botella, sin esos amigos impresentables, ¿qué sería de nosotros? Por un lado los vicios; por otro, las virtudes; pero ¿acaso no somos todos una suma de vicios y virtudes? Ribeyro poseía vicios como ningún otro hombre, pero era transparente como un niño.

Ricardo, que es todo generosidad, nos prestó una vez los diarios de Ribeyro. No pudimos soportar la tentación de sacar ese inmenso libro en el carro, en las clases. Y estuvimos tan lejanos esos días que llamamos la atención de Yuste, que nos pidió el libro. ¿Cómo negarle algo a nuestro amigo Yuste? Y Yuste, que de seguro pasaba por un mal momento, que no estaba siendo tratado con amor, se enteró de que Ribeyro, sin saber qué hacer con su vida, comienza a trabajar como practicante de derecho. El primer sueldo le dura un par de borracheras; el segundo, una tranca de dos días después de la cual termina durmiendo, junto con sus amigos, en un cuarto de hotel; al tercero, un desconocido se ha alojado en su cuarto y él lo mantiene sin saber por qué.

En otro ocasión nos llegó a la tienda una caja sellada. Eran treinta tomos gigantes, hermosos, de La palabra del mudo de Ribeyro. Pero un aura marginal parece seguir a nuestro autor a todas partes: los libros no se vendieron y, semanas después, la tienda estaba a punto de cerrar. Antes de que eso sucediera, Carlos y yo, luchando contra nuestra integridad, decidimos salvar unos tomos llevándolos a nuestras casas, y deseando que Ribeyro, que fue todo bondad, sepa perdonarnos.

¿Por qué queremos tanto a Ribeyro? Porque es como un amigo que te brinda su casa en tiempos de dificultad, que comparte su vino, que te cuenta sus penurias como divertidísimas anécdotas para sacarte del mal rato, que te muestra sus miedos, sus pensamientos, sus sueños inalcanzables, a ver si te sirven de algo, si decides tomarlos en cuenta, o por último, sepas que puedes retornar a su casa cuando los aprietos vuelvan a encontrarte.

Solo para fumadores es el mejor cuento del mundo. David, cuando todavía venía a clases, hablaba todo el tiempo de él: ese cuento es genial, decía, y te sacaba a escondidas para fumar un cigarrillo. Claro que las cosas han cambiado. Ahora quizás estaríamos a la altura de todo lo que fumaba David. Lo que no ha cambiado es el valor de las palabras sobre Solo para fumadores que pronunciara, en incontables situaciones, nuestro amigo: qué genial ese cuento.

Acaso sea injusto decir que Ribeyro es el mejor cuentista, como acaso lo sea asegurar que Vallejo es el mejor poeta; pero en este incomprendido y extraño país no hay mejor contador de historias que Ribeyro. No buscó la belleza, desdeñó la perfección, poco le importó la armonía, fingió desconocer las nuevas técnicas narrativas del cuento; Ribeyro se limitó a contarnos las cosas entretenidas que le pasaron, que vió o escuchó decir a sus amigos. Sus libros están repletos de borrachos, ladrones, abogados, obreros, comerciantes, niños, abuelos, profesores, vagos, que tienen el don de equivocarse siempre, pero que son incapaces de albergar odio en sus corazones. 

Hubo un tiempo en que Andrew me acompañaba todas las tardes a la Casa de la Literatura. Ya nos conocían, pero procurábamos no incomodar a nadie ni que nos incomodaran. Llegábamos, nos sentábamos y leíamos tres o cuatro horas en silencio. Si pasaba algún conocido, agachábamos la cabeza. De vez en cuando compartíamos una frase ingeniosa que encontrábamos o algún pasaje que nos parecía memorable. Andrew leía, más que todo, poesía; yo revisaba una y otra vez las cartas de Ribeyro. Y así se pasaban nuestras tardes, en completa alegría. En una de esas cartas, Ribeyro le cuenta a su hermano que un muchacho ha ido a visitarlo y le ha caído muy bien, que piensa contratarlo para que lo ayude a ordenar tantos manuscritos y papeles desperdigados por toda la casa. Luego, en otra carta, le cuenta que el joven, llamado Javier Heraud, ha viajado repentinamente a Rusia y espera que vuelva pronto. Andrew y yo nos quedamos perplejos y salimos de la sala, pensando en cómo un pequeño cambio en las circunstancias de la vida de ambos vagabundos hubiera cambiado toda nuestra historia...

Fue Ribeyro quien dijo que cada escritor poseía el rostro de su obra, y también aquello de que llega una edad en la que cada quien es responsable de su propio rostro.

¿Qué decir finalmente de Ribeyro? Decir que fue, por sobre todo, el escritor de la mala suerte. Pero no hablamos del azar que te desencaja, que te envilece, sino de aquel azar ante el cual solo te queda reírte de tu suerte, preguntarte qué más falta y sentarte a esperar su llegada, porque el mundo es así y es mejor resignarse a tratar entender la vida. Ribeyro, desde París, lucha por publicar su primer libro, pero ninguna editorial lo acepta, argumentado que su prosa está demasiado imbuida de Faulkner; Ribeyro se extraña, medita un rato y llega a la conclusión de que para sacarse a Faulkner no le queda otra que empezar a leerlo. Colocan un busto suyo en una plaza de Miraflores y a los pocos días unos fumones se lo roban y lo venden. Pasa meses sin hablar con nadie en ciudades remotísimas de Europa, porque desconoce el idioma; lo confunden con Vargas Llosa; es invitado a conferencias donde no hay un solo asistente; es blanco de un sinfín de enfermedades; llega a ganar el premio Juan Rulfo, pero no puede viajar a recibirlo, porque recae de una antigua enfermedad, la misma que acabará matándolo tan solo semanas después.

Tiene una divertidísima anécdota, de cuando, pesando cuarenta kilos, con un cáncer muy avanzado, escapa milagrosamente de la muerte valiéndose de un montón de cucharitas para el té. Pero esta historia la cuenta mejor Ribeyro, y en fin, solo nos queda decir que, de cualquier manera, nos contentamos con que Ribeyro haya sido el hombre que fue, y solo así nos haya dejado tanto.




martes, 13 de mayo de 2014

Reencuentro


Y mientras miserablemente se están los otros abrasando...
tendido yo a la sombra esté cantando.
Fray Luis de León


Aquí, en Condevilla, todo sigue como si nada. Las personas están acostumbradas a esa extraña manera de vivir. Cuando su vida se torna un poco más próspera, se alegran por ello; cuando esta vida se vuelve más dolorosa, intentan resignarse. Todo está como paralizado. Los noviazgos, así como las soledades, duran años. Es como si dijeran Aquella ventura que nos llevó por este camino, bien pudo habernos llevado por otro, demostrando que la incertidumbre del mañana puede combatirse con la seguridad de una casa, con el celo de una familia, con la gratitud de unos vecinos. Es todo lo que necesitamos para vivir y nos sentimos inmortales.

Pero de vez en cuando alguien se marcha. Físicamente, como cuando los jóvenes anhelan conocer el mundo; espiritualmente, como cuando estos mismos jóvenes deciden contradecir las costumbres de sus padres; física y espiritualmente, cuando alguien muere. Aquí todas las partidas se sienten más: viejos que durante veinte años se sentaron a la sombra de los tilos a ver caer la tarde; señoras acostumbradas a maldormir la siesta vespertina por los gritos de los niños en la calle; amigos de toda la vida que vamos sintiendo más lejanos, inalcanzables.

Tiene su encanto venir aquí. Pero además, viniendo aquí uno se pregunta qué está buscando allá afuera, en qué incomprensible ajetreo está desperdiciando su juventud y su vida. ¿Por qué seguir allá, donde las personas son competitivas y recelosas, donde los gestos son intercambiables, donde jamás se perdona (o todo se perdona)? 

Quizás sea cierto que haya gente más divertida, más alegre, más interesante. Personas únicas hay en todas partes y entrañables costumbres todo el mundo tiene. Y sin embargo, en unos años, todo esto apenas nos parecerá curioso. Visto desde la distancia y en presencia del gran amor y de los niños y de la vida retirada el mundo que antes nos seducía se torna insignificante. Después de tanto bregar contra las cosas, nos encontraremos en una casa parecida a donde crecimos, con unas paredes y unos muebles similares a los que una vez amamos, y de los que, por una extraña razón, decidimos marcharnos.

jueves, 8 de mayo de 2014

Lo que es bueno

Nosotros estamos cansados de hablar de lo malo. Muy cierto es que lo malo está en todas partes y también dentro de nosotros, pero en algunos lugares todavía se encuentra lo bueno. Y no lo bueno circunstancial, no lo bueno que traerá desgracia ni lo bueno que quizás pudo ser mejor; simplemente lo bueno, lo que es bueno, lo que nos hace felices y solo nombrarlo nos hace felices.

Beber es bueno. Nada mejor que comenzar la semana bebiendo y ¿qué mejor manera de terminarla? La bebida daña la salud, pero demasiada salud nunca es buena: es demasiado cara, se consigue con mucho esfuerzo y se pierde por nada. Bebiendo suceden las mejores cosas y nunca se siente uno mejor que después de haber bebido. Además, son tan malos los abstemios como los alcohólicos, pero uno siempre puede fiarse de un borracho.

Los lugares limpios y bien iluminados son, como notara un escritor que no tenía miedo de la muerte, algo muy bueno. No basta con que sea limpio, por fuerza tiene que estar bien iluminado. Tal vez apenas alterada la tranquilidad de nuestro recinto por el murmullo de las hojas del jardín. Con una sillas de madera, una mesita y un terreno pedregoso, y la posibilidad de que repentinamente llegue un amigo y se ponga a charlar con nosotros. Y a beber, que esas son las mejores cosas que tiene la vida.

Un poco de Azorín también es bueno. No demasiado ni tampoco algunos libros que no le salieron buenos, pero sí en pequeñas cantidades, antes de escribir o para acompañar cualquier espera. «Azorín... Mishima puede ser el más grande escritor, pero te manda al piso. En cambio, Azorín te da unas ganas de escribir...», dice a menudo el Diablo, nuestro amigo, y nosotros no podríamos estar más de acuerdo.

Los amigos también son buenos. Pero, ¿hasta qué punto? Son buenos ante las dificultades y en el desamor y sin embargo es a la soledad y a la vida retirada a lo que aspiramos. Aun así, son gratos los amigos, pero solo cuando eres capaz de amarlos y no se puede amar a tantas personas. Ese es el motivo de que uno vaya dejando amigos y a veces es penoso regresar y darse cuenta de todos los que han partido.

Sin duda, viajar también es bueno. Nosotros preferimos viajar en soledad. El mismo valiente de antes dijo una vez que solo se puede viajar con las personas que amamos. De otro modo, no tiene sentido, ya que las personalidades se anulan y nadie puede dejar sus hábitos en libertad. ¡Qué tarea más ardua que reconocer a quien amamos realmente y a quien solo querremos por una temporada! Por eso es preferible viajar en soledad, pero si tienes la fuerza y el valor para aceptar a quien amas ya cambia la cosa.

Y a propósito, ¿es el amor algo bueno? Yo he intentado una respuesta: amar no siempre es bueno, pero sí lo es haber amado. Yo creo que nadie se arrepiente de haber amado, mas y cuando nada se ha perdido y alguien que ama verdaderamente nunca puede perder nada porque todos sus sentimientos se encuentran resguardados por el espíritu del Eterno Amor que todo lo ve y todo lo abarca.