martes, 24 de septiembre de 2013

En la Biblioteca Nacional

La joven que acaba de llegar a la biblioteca nacional y que conversa con el encargado de orientar a los visitantes, ¿quién es?, ¿acaso la conozco?. Ella está a unos cuantos metros de mi mesa, pero yo no puedo ver su rostro. Revela sus datos: dice su nombre, dice su apellido, dice su dirección y muchas otras cosas que yo moriría por saber. Parece que se lleva bien con el hombre que hace unos minutos me llamó la atención por dormir sobre los libros.

Cumple con todos los requisitos; pero, ¿cómo no habría de cumplirlos? Da media vuelta y yo la distingo vagamente: una de esas jóvenes cuyo rostro se olvida después de unos minutos; unos rasgos imposibles de retener; una nariz, unos ojos, una boca, que solo se pueden apreciar individualmente. ¿Qué hace ahora la joven? Atraviesa arquitectura, música y fotografía. Y yo noto que es altiva, muy altiva. Y que no tiene reparos en vestir una blusa ligeramente transparente que de todos modos sería imposible de memorizar para un hombre.

¿Qué sentimientos despierta en mí esta joven? Yo no lo sé con seguridad. Pero sí creo que despierta una ligera conmoción en la Biblioteca Nacional. A pesar de que no sea dueña, de ninguna manera, de un rostro amigo (ahora se encuentra en literatura repasando el contenido de los tomos); este es un rostro venerable pero no amigo, que me origina una brutal desconfianza (permanece en literatura, tiene en sus manos un libro que si más no recuerdo es de Cervantes, ¿o de Quevedo?).

Hay personas a quienes basta ver una sola vez para saberlas amigas. Esta joven tristemente no lo es. Y ahora desaparece de mi rango de visión. Habrá ido a sentarse más lejos, o continuará buceando entre estos malhumorados tomos, que odian ser molestados. Andrew se fue hace un par de horas diciendo que no podía leer rodeado de libros que no dejaban de mirarlo.

FIN


La joven lee tranquilamente con una mano en el libro y la otra en la frente, y yo me doy cuenta que realmente confío en ella.

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