La
joven que acaba de llegar a la biblioteca nacional y que conversa con
el encargado de orientar a los visitantes, ¿quién es?, ¿acaso la
conozco?. Ella está a unos cuantos metros de mi mesa, pero yo no
puedo ver su rostro. Revela sus datos: dice su nombre, dice su
apellido, dice su dirección y muchas otras cosas que yo moriría
por saber. Parece que se lleva bien con el hombre que hace unos
minutos me llamó la atención por dormir sobre los libros.
Cumple con todos los requisitos; pero, ¿cómo no habría de
cumplirlos? Da media vuelta y yo la distingo vagamente: una de esas
jóvenes cuyo rostro se olvida después de unos minutos; unos rasgos
imposibles de retener; una nariz, unos ojos, una boca, que solo se
pueden apreciar individualmente. ¿Qué hace ahora la joven?
Atraviesa arquitectura, música y fotografía. Y yo noto que es
altiva, muy altiva. Y que no tiene reparos en vestir una blusa
ligeramente transparente que de todos modos sería imposible de
memorizar para un hombre.
¿Qué
sentimientos despierta en mí esta joven? Yo no lo sé con seguridad.
Pero sí creo que despierta una ligera conmoción en la Biblioteca Nacional. A pesar de que no sea dueña, de ninguna manera, de un
rostro amigo (ahora se encuentra en literatura repasando el contenido
de los tomos); este es un rostro venerable pero no amigo, que me
origina una brutal desconfianza (permanece en literatura, tiene en
sus manos un libro que si más no recuerdo es de Cervantes, ¿o de
Quevedo?).
Hay
personas a quienes basta ver una sola vez para saberlas amigas. Esta
joven tristemente no lo es. Y ahora desaparece de mi rango de visión.
Habrá ido a sentarse más lejos, o continuará buceando entre estos
malhumorados tomos, que odian ser molestados. Andrew se fue hace un
par de horas diciendo que no podía leer rodeado de libros que no
dejaban de mirarlo.
FIN
La
joven lee tranquilamente con una mano en el libro y la otra en la
frente, y yo me doy cuenta que realmente confío en ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario