Con
suma puntualidad nos hemos reunido primos y primas para construir
nuestro árbol de Navidad en casa de los abuelos.
Los
primos movemos los pesados muebles y trepamos a las sillas más altas
siguiendo las órdenes de nuestras primas, alegres poseedoras de un
par de sentidos que nosotros echamos en falta. Los niños decoran el
árbol arrancándose los lazos, los bastones, las campanas; pero las
niñas siempre ganan y son quienes deciden la ubicación de los
adornos: es así como los niños empiezan a entender esa verdad de la
vida que consiste en dejar a las mujeres decidir, hacer y corregir si
se quiere que las cosas salgan bien.
Con
estudiada paciencia enrollamos y desenrollamos cintas de colores
sobre el árbol hasta que nuestras primas muestren su contento. Pero
el contento de nuestras primas es una cosa muy difícil de lograr; ellas
perciben detalles que los hombres ya renunciamos a atalayar en la
cercanía y en la distancia. Somos una legión de obreros felices de
seguir órdenes, nunca faltos de voluntad.
Fuerzas
golpistas tocan la puerta, y es necesario enviar un contingente de
primas pequeñas y mayores para impedir cualquier traspaso.
Al
fin logramos formar con las cintas brillantes una perfecta espiral
alrededor del árbol. Y sin embargo, recibimos más empellones,
nuevamente de las primas, esta vez provistas de tiras y tijeras para
remachar las imperfecciones de nuestro temeroso árbol. Antes de
iniciar su labor, separan a los más pequeños con una mirada, mirada
en la que se resume toda la severidad y todo el amor con que fueron
formadas para enmendar el atribulado camino de los hombres.
Ellas
son hábiles con las manos y finalizan su tarea en unos cuantos
minutos. Y el árbol adquiere juventud, gana en lozanía, labor que los primos admiramos mientras se nos ordena barrer los restos pero cuidando de
no tocar nada. Nosotros, en efecto, nada tocamos, ya que de tanta
práctica nos hemos vuelto peritos en labores de limpieza (secreto
que no debe llegar por ningún motivo a los oídos de nuestras
laboriosas mujeres).
Ya
todo está quedando listo. Es hora de levantar sobre los hombros al
más pequeño de la familia, para que se sienta invencible por unos
segundos colocando la estrella en lo más alto del árbol. No será
su labor por mucho: en nuestra familia el número de niños se
incrementa escandalosamente cada año.
Las
primas se sacuden el polvo y dan la labor por terminada. A su orden,
corren a abrir la puerta las más pequeñas. Las fuerzas golpistas
son en realidad nuestros padres, abuelos, tíos, bisabuelos,
padrinos, que se dirigen en tropel hacia el árbol que señala el
inicio de las navidades. Mientras tanto, los primos grandes y los más
chicos somos enviados a devolver las bolsas y cajas a la azotea. Y es en este lugar donde comprendemos que la Navidad
llega para todos, pero sería imposible sin nuestras
mujeres.
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