sábado, 15 de noviembre de 2014

Mi cuarto

Al fin nos hemos decidido a cambiar el orden de las cosas de mi cuarto. Quebrantar el antiguo régimen, impuesto un poco al azar, en el que los objetos empezaban a escalfarse: la cama se había amodorrado y se negaba a moverse y el viejo armario detestaba entregarme lo que guardaba en sus compartimientos.

Y yo he convocado a un niño, sí, a un niño: los niños son los trabajadores más entusiastas: una vez que se les señala el camino, te seguirán hasta el fin. Así es como mi hermano y yo —mi hermanita no; ella se retuerce de estas labores mundanas— removimos lo innecesario; barrimos, trapeamos y enceramos el piso; cambiamos las fundas de los cojines, y las sábanas y colchas de la cama; quitamos el polvo de las superficies así como el polvo que se oculta debajo de los objetos; echamos una mano de pintura; cambiamos la cortinas tal como nos enseñó el abuelo; encajonamos la ropa y dispusimos los muebles de una manera revolucionaria, que estamos seguros nunca fue vista antes.

La cama la pusimos frente a la ventana, para prodigarnos luz por las mañanas y una suave brisa al dormir. Colgamos unas cortinas blancas repujadas con hojas y flores. Llevamos hasta un rincón nuestros zapatos, muchos de ellos abandonados por su pareja, y como se sentían un poco avergonzados, arrastramos hasta allí la cesta de la ropa sucia, para ocultarlos. Nosotros solo usamos, a fin de cuentas, uno que otro calzado, que nos espera puntualmente debajo de la cama. Construir un mueble para administrar los zapatos nos parece mucho trajín y complicarnos.

Luego echamos una mano de pintura, de un color que preferimos ocultar. Como retiramos la cama de su viejo rincón, ahora esa pared nos parece muy amplia, aburguesada, distante, limpia. Y se nos ocurrió poner un cuadro. Sí, un cuadro, acaso de Velázquez, ¡Los borrachos!, o quizás de van Gogh, aquel en donde muestra su frugal habitación, solo con los objetos necesarios para dormir, comer y trabajar. Y salimos a dar unas vueltas, sí, unas vueltas, con el fin de hallar nuestros cuadros. Y terrible, no, mórbida impresión nos ha dejado toparnos solo con cuadros modernos, desafiantes, faltos de fe, rutilantes, carentes de amor. Y decidimos dejar un espacio libre para cuando llegue nuestro cuadro.

Pusimos un sillón y una mesita, para escribir y leer por las noches acompañados solamente de una taza de té. Escribir y leer por las noches, ya que ahora nos resulta imposible hacerlo por las mañanas. Y rogamos, clamamos al cielo, que no se nos vuelva un hábito trabajar de noche.

Nuestro nuevo cuarto tiene pocos adornos. Antes mis frascos de colonia eran mis adornos. Pero mi hermano y yo hemos descubierto la verdad: que habíamos sido engañados, porque los frascos no eran realmente adornos. Y los hemos condenado a un cajón subrepticio. ¿Y qué hemos puesto en su lugar? En su lugar, nos ha quedado, un Ekeko plagado de regalos, una caja hecha para guardar queques y pasteles y un collar con una piedra entre violeta y el color de la fucsia, que no nos pertenece. ¡Y, claro, nuestros libros!

Yo tengo un reclamo fuerte hacia mis libros: se acumulaban en mi buró y formaban una larga pila, que a veces alcanzaba el techo. Entonces mi hermano, muy gentil, me dijo: «No te preocupes, hermano, te regalaré algo para que guardes tus libros». Yo dudaba un poco de la utilidad de su regalo, hasta que escuché el grito de mi madre: «Anthony, ven a ver lo que está haciendo tu hermano». Y lo encontré arrastrando un pesado mueble que le compramos para que colocara sus cuentos. Pero él no tiene muchos cuentos todavía, y me ha encomendado su estante por el momento, y yo he guardado, feliz, aquí mis libros, los que llevo a mi cuarto, los que releo siempre.

Y me he sentido muy a gusto en mi nuevo cuarto.

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