Primera parte
Lo recuerdo con sus ojos movedizos, incapaces de fijarse en un solo objetivo, recorriendo en un segundo todos los ángulos, todas las distancias, como si aquellos cristales hubieran hecho la promesa de nunca tomarse un descanso. Lo recuerdo también por su ropa, que era un conjunto de harapos siempre sucios y desgarrados. ¿Dónde dormiría este pobre hombre? ¿Podría invocar la tranquilidad para conciliar el sueño este espíritu excitado, este animal desfasado? En el intento se movería, rodaría de un lado a otro, ensayaría extrañas posiciones, se daría muy fuerte en la cabeza confundiendo el sueño con el desmayo. Pero sobre todo lo recuerdo por su sinceridad. Porque él no sabía mentir, él nunca ocultaba nada y cualquiera que se lo topaba comprendía inmediatamente que se trataba de un loco.
Lo recuerdo con sus ojos movedizos, incapaces de fijarse en un solo objetivo, recorriendo en un segundo todos los ángulos, todas las distancias, como si aquellos cristales hubieran hecho la promesa de nunca tomarse un descanso. Lo recuerdo también por su ropa, que era un conjunto de harapos siempre sucios y desgarrados. ¿Dónde dormiría este pobre hombre? ¿Podría invocar la tranquilidad para conciliar el sueño este espíritu excitado, este animal desfasado? En el intento se movería, rodaría de un lado a otro, ensayaría extrañas posiciones, se daría muy fuerte en la cabeza confundiendo el sueño con el desmayo. Pero sobre todo lo recuerdo por su sinceridad. Porque él no sabía mentir, él nunca ocultaba nada y cualquiera que se lo topaba comprendía inmediatamente que se trataba de un loco.
Habían señoras que a veces le
alcanzaban un poco de comida en platos descartables. Caminaban
atemorizadas hasta donde se encontraba el loco, que las esperaba con
los ojos extrañamente inmovilizados en ellas. A medida que
avanzaban, las señoras se llenaban de temor frente a una posible
arremetida del loco. Esto raras veces ocurría pero por precaución
las señoras soltaban el plato de comida a unos metros del loco que,
inmediatamente, se avalanzaba sobre el suelo para terminar comiendo
desesperado y en cuclillas. Contemplando la felicidad e impaciencia
con que el loco se alimentaba, las señoras se llenaban de emoción y
comprendían la razón que una y otra vez las llevaba a acercarse a
un sujeto tan peligroso como creían que era el loco.
Nosotros representábamos la otra cara
porque solíamos aprovecharnos del loco. Por citar un ejemplo,
bastaba que nadie se animara a sacar la pelota del jardín del vecino
para llamarlo. Y este venía muy contento, feliz de que quisieran pasar
tiempo con él. Con gestos y señas le indicábamos lo que tenía que
hacer y el loco tenía miedo pero a empujones lo convencíamos de que
entrara y una vez allí, ¡qué le quedaba sino coger la pelota y
mandarla hacia acá!. Después volvíamos a jugar y solo era cuestión
de tiempo para que el loco rompiera algo en su intento por salir y
luego el vecino lo espantara a correazos. Y el volvía solamente para
que nosotros también lo botáramos disparándole piedritas no muy
grandes porque tampoco había que ser desconsiderados.
Sin embargo, lo peor para el loco
llegaba con el verano. Después del almuerzo recogíamos el betún,
el talco, la pintura, los tubos y los baldes que se encontraban
guardados desde el verano pasado en la casa de Junior. Recorríamos
varias calles pero rara vez divisábamos chicas solas: por esos días,
casi todas se hacían acompañar por alguien mayor. No era culpa
nuestra que al final del día tan solo hubiéramos atrapado un par de
chicas y nos sobraran tantas cosas. Eso no podía desperdiciarse, de
ninguna forma, así que no había otra que ir donde el loco y
sacrificar nuestras municiones en ese cuerpo mugroso. No era nada
fácil ya que el loco era muy rápido y sobre todo vivísimo a la
hora de correrse. Movía de tal forma las piernas que parecía que en
cualquier momento se le iban a enredar y se iría de bruces contra el
suelo. Pero esto no ocurría y la única forma de atraparlo era que
uno le diera la vuelta a la manzana y lo sorprendiera por el otro
lado. Ahí si que el loco se asustaba y gritaba tanto que los vecinos
creían que le estábamos dando una golpisa. Había pues que
explicarles, y mientras tanto el loco se movía y sufría que daba
pena, por lo que terminábamos dejándolo ir un poco arrepentidos pero
riéndonos de cómo lo habíamos dejado y eso no sale fácilmente.
Después de haber cometido una maldad
contra el loco siempre venía el arrepentimiento. Nos poníamos a
recordar lo que le habíamos hecho y luego pobre loquito, no hay que
ser malos con el loquito, hay que ser sus amigos y finalmente,
loquito: ¿no quieres venir a jugar con nosotros? El loco todo lo
malograba debido a su torpeza pero hay que ver cómo se divertía
dándole a la pelota, escondiéndose en lugares llenos de mugre,
intentando darle a las latas de leche Gloria, quedándose inmóvil en
espera de que uno de nosotros lo desencantara. Hacía lo que se le
decía y siempre contento, siempre servil, como si nosotros fuésemos
sus verdaderos amigos y no los malditos que a veces se aprovechaban
de él.
Con las primeras horas de la noche
comenzaban los problemas. Desconozco que le haría exactamente la
noche al loco pero era claro que lo volvía más violento y más
miedoso. Apenas le decíamos algo enterraba su rostro debajo de sus
brazos y comenzaba a dar patadas a todo lo que se movía. Se mantenía
así por un rato hasta que poco a poco se iba calmando y parecía que
ya otra vez nos reconocía porque adquiría esa actitud feliz y
sumisa que lo caracterizaba. Soportábamos sus escenas una o dos
veces pero había días en que el loco estaba insufrible y por todo
se agazapaba detrás de sus largos brazos con forma de pinzas. A mí
me daba igual y sugería que lo dejaran en paz pero el Chato no
aguantaba pulgas. Lo llenaba de insultos que solo conseguían
asustarlo más y hacer que se pusiera a patear hasta el aire. Si
alguna de esas patadas le llegaba a caer al Chato ¡madre mía!
porque ahí mismo cogía una piedra de buen tamaño y se la ensartaba
en la cabeza y el loco se defendía pera ya todos nos habíamos
puesto del lado del Chato y decíamos ¡sí! hay que pegarle, ¡sí!
hay que sacarle la mierda, y al pobre loco no le quedaba otra que
irse del barrio.
No era una vida envidiable pero todos coincidíamos, durante el juego de cartas de la noche, que para un
loco estaba bien. Pasaba las tardes con nosotros y comía lo que
nuestras mamás generosamente le llevaban. Junior decía que en las
mañanas lo había visto sentado entre las pistas de la avenida,
observando el ir y venir de los carros hacia la ciudad. Un día,
ganados por la curiosidad, fuimos a comprobarlo y era verdad. El loco
permanecía ahí desde temprano, el cuerpo completamente inmovilizado
a excepción de los ojos, que iban de un lado a otro como dos moscas
revoloteando.
Ese mismo día nos pusimos a pensar y
coincidimos en que el único misterio que rondaba la vida del loco
era respecto al lugar en donde dormía. No era en la avenida porque
jamás me había topado con él en los viajes a los que me llevaba mi
papá una vez cada dos o tres meses, y que siempre eran de madrugada.
Además, nadie le conocía una casa y sin embargo siempre volvía a
aparecer temprano en la avenida y más tarde en el barrio. Aquel día
dijimos también que algún día lo seguiríamos y lo descubriríamos
durmiendo en un terreno abandonado, junto a una familia llena de
locos. Fue una más de las promesas que hicimos de niños y que nunca
cumplimos.
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