Segunda parte
Lo recuerdo sentado en la
avenida, el cuerpo completamente inmovilazado a excepción de los
ojos, que se movían rápido como una pelota en un buen equipo de
fútbol. Se apoyaba en el único poste que por las noches iluminaba
la pista y así, las piernas recogidas, los brazos abrazando esas
piernas, el mentón sobre las rodillas, permanecía durante toda la
mañana. Lo sé porque para irme a entrenar tenía que cruzar esa
avenida. Los primeros rayos de sol ya lo revelaban allí, con la
mirada sosegada al no tener que seguir tantos carros a la vez. Y el
mediodía lo seguía mostrando pero ya con los ojos incontrolables,
rojos de no pestañear, aunque esbozando una leve sonrisa que podía
ser de estupidez o felicidad.
Un día un pequeño gorrito
apareció a su lado. Era, si mal no recuerdo, azul, muy gastado y
poseía un mensaje ilegible sobre la visera. Jamás lo llevaba en la
cabeza; daba a entender, que era demasiado angosto para sus
gruesos cabellos. Nunca lo lucía durante la tarde, cuando nos
visitaba, y sin embargo, al día siguiente, el gorrito volvía a
aparecer en su mismo sitio. Su lugar era la vereda, delante de las aprisionadas piernas del loco. Al loco parecía importarle muy poco su
presencia y rara vez lo miraba. El único contacto que ambos
tenían se daba a través de la saliva del loco, que se escapaba de
su boca en los días de mucho viento, para viajar parabólicamente y
luego aterrizar sobre el gorrito.
Una tarde encontramos una
monedita de cinco céntimos dentro del dichoso gorrito. Debió
provenir de algún visitante que confundiera al loco con un mendigo. No le
tomamos importancia y seguimos de frente, directo a la cancha donde
entrenaba por las mañanas, esta vez, para jugar un partido amistoso
con los chicos del barrio. Al regresar, ya no había una sino dos
moneditas. Y al día siguiente ya no eran dos sino varias moneditas
de cinco, diez y hasta veinte céntimos. Y a las pocas semanas el
loco ya se había convertido en el primer indigente del barrio.
Pero este no parecía darse
cuenta de sus ganancias. A veces lo sorprendíamos arrojando sobre
los carros las pocas moneditas que ganaba, celebrando cada acierto
(que para el loco era introducir la monedita por la ranura de la ventana)
incorporándose y saltando como mono. No tardaron en aparecer
personas que se le acercaban con el único objetivo de
arrebatarle sus moneditas. A estos, el loco los pateaba y los
escupía, pero solo a veces lograba espantarlos porque casi siempre
iban en grupo. Pronto, apelando a su instinto, el loco empezó a arrojarlas apenas las conseguía, con
el único inconveniente en que ya nunca lograba poseer más de unas
cuantas.
Terminado el verano mi papá
me obligó a retirarme del equipo de fútbol, por lo que dejé de
pasar por la avenida y por consiguiente, de
prestarle atención al loco. Este continuaba regresando todas
las tardes al barrio, a pesar de que lo molíamos a patadas cuando anochecía para evitar que fuera él quien comenzara con los golpes.
Aunque, siendo sinceros, sus golpes nunca nos caían, pues sus largas
piernas lo hacían demasiado torpe. Luego, un día, el loco dejó de
venir. No nos dimos cuenta sino hasta que se cumplió una semana
entera y no venía, cosa que nos parecía sumamente extraña.
Al día siguiente decidimos,
más por curiosidad que por preocupación, ir hasta la avenida en
busca del loco. Lo encontramos en el poste donde acostumbraba
reclinarse, en la misma posición de siempre y con el gorrito donde
toda la vida. Pero había algo, un pequeño detalle que sobraba. El
loco ya no arrojaba sus moneditas, ahora las conservaba, y, en lugar
de estas, lanzaba pequeñas piedritas sobre los vehículos. La avenida era, en su mayor parte, de tierra, por lo que el loco disponía de un
número ilimitado de nuevas municiones. Se trataba de piedritas
minúsculas, inofensivas, así que no encontramos nada de malo en el
nuevo pasatiempo del loco.
Ya cuando nos íbamos a ir, a
Junior se le ocurrió la idea de contar la cantidad de monedas acumuladas por el
loco. Nadie quería robarle, solo quedar impresionados y encontrar
una nueva joda para los que se atrevieran a apostar sin dinero. Algo
así como que debían de hacerle compañía al loco.
Ya íbamos a levantar la
gorra cuando una señora se colocó entre nosotros y el loco. Decías
cosas que no se entendían, de mala manera, pero la tranquilizamos y
al final ya solo nos preguntaba una y otra vez que por qué estábamos
fastidiando al loco. Anthony le explicó que eramos todos amigos del
loquito y que solo queríamos conocer el motivo de que ya no fuera a
visitarnos. Todos pusimos una cara de tristeza que la señora se
conmovió al instante y se presentó como doña Celinda, aclarando
que por tratarse de amigos de su engreído solo la llamáramos Linda.
Dijo que desde hace un par de meses trabajaba vendiendo golosinas en
ese lugar, nos señaló su carrito y nos llevó allí a conversar.
No sé qué tanto
conversábamos pero es que la señora era muy divertida y también
nos entretenía regalándonos caramelos. Nos contó que la habían
botado del colegio en donde antes trabajaba y no le quedó de otra
que refugiarse en la avenida. Durante los primeros días, vio que
venían chicos de otros barrios y le robaban y hasta le pegaban al
pobre loquito. Este intentaba defenderse pero solo atinaba a patalear
hasta que los otros lo reducían y se iban con las monedas. No
resistió ver semejante abuso y tuvo que llamar a su hijo, que era
militar. Ambos se encargaron de defender al loco hasta que todos
aprendieron que no tenían que meterse con él porque ahora tenía gente
dispuesta a defenderlo siempre. Sin querer, se fue encariñando con
él, y ahora hasta le daba comida y se cobraba con la plata que tenía
en su gorrito pero nunca robando nada, solo sacando lo necesario. Lo
demás lo estaba guardando para comprarle una chompa al loco cuando
llegara el invierno o lo que él necesitara, ya que le daba pena
verlo siempre con esos harapos que no abrigaban nada.
Ese día nos hicimos amigos
de doña Linda. Después de jugar íbamos a comprarle cosas y nos
quedábamos largo rato conversando con ella. Así, al igual que doña Linda, sin
querer, nos fuimos encariñando con el loquito. Ya no esperábamos a
que se apareciera por el barrio, ahora eramos nosotros los que corríamos a buscarlo a la avenida. Él se comportaba cada día mejor y ya no
tenía esos ataques que antes nos obligaban a correrlo a patadas. Esa
era una buena noticia y más para mí, que ya estaba cansado de tener
que botarlo cada vez que se ponía agresivo con los chicos.
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