domingo, 6 de octubre de 2013

Confesiones de un hermano pensativo

Hoy quiero contar algo. Tengo, sobre esta mesa, tres pequeñas hojas escritas; sobre cada de ellas, hay una gran equis. Las hojas escritas significan intentos de plasmar una emoción, mientras que las equis simbolizan mis constantes fracasos. ¿Por qué continúo escribiendo? ¿Por qué escribo? ¿Por qué, en primer lugar, comencé a escribir? Allá en mi primera infancia debe haber un motivo poderoso, un suceso que me dolió, que me conmovió, que me entristeció, o un suceso que a lo mejor me hizo feliz. Yo quisiera hablar de tal evento, ¡cuánto me gustaría sacarlo de mí!; pero yo, penosamente, no soy capaz de ello. El día llegará, y mientras tanto yo trato de sacarle el jugo al castigo y así escribir de las cosas terribles que me pasan.

Tengo un cuadernito azul donde escribo mis emociones, donde estoy escribiendo ahora mismo. Yo hago tres clases de escritos.

No sé con seguridad cómo llamar al primero de ellos. Algunos me parecen cartas, otros páginas de un diario, otros artículos, y la mayoría me parecen desahogos. Concluyo entonces, llamarlos a todos desahogos. Son textos que, después de haber sido escritos, se corrigen una vez y luego son pasados a máquina. Si considero —yo pido perdón por mis consideraciones— que no son realmente malos, los comparto con todos, y así comienza su vida. Se parecen a esos soldados que se enlistan al ejército para servir diligentemente hasta el día en que tengan que sacrificarse en algún heroico combate.

¡Pero yo también compongo cuentos! Son unos cuentos muy malos, la verdad. Cuando los releo me miran como culpándome por haberlos escrito tan malos. Y sin embargo, ellos me quieren, y yo los quiero. ¡Cómo no habría de quererlos, siendo como soy, hombre dado al amor desinteresado! Estos mis engreídos suelen ocupar cinco o seis de las caras de mi cuaderno, y son muy fáciles de reconocer: están llenos de notas y correcciones, de tachaduras y aclaraciones; a mí mismo me cuesta una enormidad descifrarlos. Pero estos cuentos no se quedan en el mismo sitio toda su vida, sino que van moviéndose, ocupando otras páginas, corrigiéndose, reescribiéndose, hasta el día en que con suerte aparezca uno lo suficientemente bueno como para salir al mundo y abrir el camino para sus hermanos.

Yo soy regular escribiendo desahogos —no se necesita verdadero talento para hacerlos—, malo escribiendo cuentos, pero soy un desastre escribiendo poesía. Mi poesía es una cosa muy mala. Si continúo con ella, es debido al cariño que le tengo. Yo, niño de ocho a diez años, escribía poesía en las últimas páginas de mis cuadernos. Usaba siempre las mismas palabras: lucero, ilusión, esperanza, amor. ¿Qué será de ellos?, ¿dónde estarán mis primeros poemas? Muchos no habrán sobrevivido; pero quiero creer que alguna de mis amiguitas, hoy ya señorita, con un enamorado fiel, responsable, lleno de ingenio y un poco ambicioso, haya conservado, en uno de sus cajones, un trozo de papel, escrito a lápiz, con mala ortografía y una letra corrida como la de tantos niños acostumbrados a escribir los dictados de los profesores...

En fin, yo he olvidado lo que quería contar. ¡Algún día lo contaré! Yo tengo miedo de extenderme demasiado. Soy dueño, además, de otras responsabilidades. Debo, por ejemplo, leer muchísimo para no dejar huérfanas de técnicas que sirvan como envolturas a mis ideas. Debo también de realizar profundas meditaciones sobre el género humano. Debo, por último, no olvidarme de vivir. Esta es, sin duda, la más ardua de las empresas. Porque suele tratarse, no de vivir, sino de seguir viviendo...

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