Hoy
quiero contar algo. Tengo, sobre esta mesa, tres pequeñas hojas
escritas; sobre cada de ellas, hay una gran equis. Las hojas escritas
significan intentos de plasmar una emoción, mientras que las equis
simbolizan mis constantes fracasos. ¿Por qué continúo escribiendo?
¿Por qué escribo? ¿Por qué, en primer lugar, comencé a escribir?
Allá en mi primera infancia debe haber un motivo poderoso, un suceso
que me dolió, que me conmovió, que me entristeció, o un suceso que
a lo mejor me hizo feliz. Yo quisiera hablar de tal evento, ¡cuánto
me gustaría sacarlo de mí!; pero yo, penosamente, no soy
capaz de ello. El día llegará, y mientras tanto yo trato de sacarle
el jugo al castigo y así escribir de las cosas terribles que me pasan.
Tengo
un cuadernito azul donde escribo mis emociones, donde estoy
escribiendo ahora mismo. Yo hago tres clases de escritos.
No
sé con seguridad cómo llamar al primero de ellos. Algunos me
parecen cartas, otros páginas de un diario, otros artículos, y la
mayoría me parecen desahogos. Concluyo entonces, llamarlos a todos
desahogos. Son textos que, después de haber sido escritos, se
corrigen una vez y luego son pasados a máquina. Si considero —yo
pido perdón por mis consideraciones— que no son realmente malos,
los comparto con todos, y así comienza su vida. Se parecen a esos
soldados que se enlistan al ejército para servir diligentemente
hasta el día en que tengan que sacrificarse en algún heroico combate.
¡Pero
yo también compongo cuentos! Son unos cuentos muy malos, la verdad.
Cuando los releo me miran como culpándome por haberlos escrito tan
malos. Y sin embargo, ellos me quieren, y yo los quiero. ¡Cómo no
habría de quererlos, siendo como soy, hombre dado al amor
desinteresado! Estos mis engreídos suelen ocupar cinco o seis de las
caras de mi cuaderno, y son muy fáciles de reconocer: están llenos
de notas y correcciones, de tachaduras y aclaraciones; a mí mismo me
cuesta una enormidad descifrarlos. Pero estos cuentos no se quedan en
el mismo sitio toda su vida, sino que van moviéndose, ocupando otras
páginas, corrigiéndose, reescribiéndose, hasta el día en que con suerte
aparezca uno lo suficientemente bueno como para salir al mundo y abrir el camino para sus hermanos.
Yo
soy regular escribiendo desahogos —no se necesita verdadero talento
para hacerlos—, malo escribiendo cuentos, pero soy un desastre escribiendo poesía. Mi poesía es una cosa muy mala. Si continúo
con ella, es debido al cariño que le tengo. Yo, niño de ocho a diez
años, escribía poesía en las últimas páginas de mis cuadernos.
Usaba siempre las mismas palabras: lucero, ilusión, esperanza, amor.
¿Qué será de ellos?, ¿dónde estarán mis primeros poemas? Muchos
no habrán sobrevivido; pero quiero creer que alguna de mis amiguitas, hoy ya señorita, con un enamorado fiel, responsable, lleno de
ingenio y un poco ambicioso, haya conservado, en uno de sus cajones, un trozo
de papel, escrito a lápiz, con mala ortografía y una letra corrida
como la de tantos niños acostumbrados a escribir los dictados de los profesores...
En
fin, yo he olvidado lo que quería contar. ¡Algún día lo contaré!
Yo tengo miedo de extenderme demasiado. Soy dueño, además, de otras
responsabilidades. Debo, por ejemplo, leer muchísimo para no dejar
huérfanas de técnicas que sirvan como envolturas a mis ideas.
Debo también de realizar profundas meditaciones sobre el género
humano. Debo, por último, no olvidarme de vivir. Esta es, sin duda,
la más ardua de las empresas. Porque suele
tratarse, no de vivir, sino de seguir viviendo...
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