sábado, 25 de octubre de 2014

Con el canto de los pájaros

Al caer la noche mi familia comenzaba a llegar a la casa. Todos se sentían muy cansados, pero mis hermanos aun estaban llenos de energía. Tenían planes para después de la cena, juegos en los que todos participábamos y que nosotros escuchábamos llenos de alborozo; así de cansados estábamos.

Pero se habían acostumbrado a dormir después de la cena. Mi madre les llevaba la leche a su habitación y al rato se quedaban dormidos y todos respirábamos aliviados. Volvíamos al comedor o a la sala, encendíamos el televisor, recogíamos los platos y después cada uno se iba a su habitación porque no había nada más por hacer. 

La casa se hacía muy grande para nosotros. Yo entraba a mi cuarto y pensaba en lo que podría hacer a partir de ahora. Intentaba leer, pero incluso mi cuarto se hacía grande y pronto solo quería dormir.

Me costaba mucho dormir. No quería encender la televisión y me parecía en vano volver a leer. Así transcurrían muchas horas y se iba apagando el murmullo de la calle. Tenía miedo de que los pájaros comenzaran a cantar. Cuando lo hacían, ya era muy tarde para dormir y su canto también me diría que no tendría nada que hacer durante toda la mañana.

Entonces recordaba que tenía el roto el corazón.

Alcanzaba a oír el bramido de los carros corriendo por la Panamericana. Cerraba la ventana, pero el rumor persistía y yo buscaba el lado fresco de la cama pero ya no podía olvidarme del rumor, como no podía evitar que cantaran los pájaros y, de la misma manera, mi corazón tampoco podría evitarlo.

—Tienes roto el corazón, y te seguirá a donde vayas. Porque no tienes otro y no estás dispuesto a cambiarlo. Lo mejor será que te ocupes de tus cosas; así podrás olvidar que tienes roto el corazón, aunque realmente no seas capaz de olvidarlo.

Estaba en casa y era Navidad. Me sentía dichoso porque se acercaba la medianoche. En casa vivían muchas tías y sorprendí a una de ellas cenando solo un pedazo de pan con mantequilla. Se lo quité y lo boté a la basura, y cuando me inquirió le dije: "Es Navidad, ¿cómo vamos a estar comiendo pan con mantequilla?". Era un muchacho muy injusto. Al cabo de un rato salí y comencé a reventar silbadores contra las casas de los vecinos. Se acercaba la hora y el olor de la pólvora era cada vez más penetrante. Se adhería a mi camisa y a mi pantalón y se confundía con el ambiente de la casa. Recuerdo el sabor del chocolate y la alegría de ver la mesa servida, con todas las sillas apretujadas para que nadie se quedara fuera y luego de las doce aun podía volver a salir. Ya todos los chicos estarían afuera enseñando sus juguetes nuevos, que volveríamos a sacar mañana temprano y durante todo el verano, aunque al final los olvidaríamos como todo lo que nos regalaban cada año, a veces haciendo verdaderos esfuerzos.

Había olvidado el calor de la cama y el rumor de los autos. Había olvidado incluso el canto de los pájaros. Sabía que pronto me dormiría y no recordaría que tenía roto el corazón.


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