— ¡El trabajo! —pienso
por un momento y una ligera angustia se posa en mi pecho.
He tomado una decisión. Bajo
firmemente las escaleras, entro a mi cuarto y comienzo a buscar las separatas
en el rincón de los papeles tirados. Las separatas no están. Pero miro
alrededor y ya encuentro mis Cuentos Completos de Hemingway en pasta dura y
marrón, ya los ensayos de Borges en débil versión azul, ya uno de mis libros
del entrañable Azorín, y yo me meto a la cama con todo ellos y me pierdo por
unas horas.
— ¡Pero el trabajo! —me
increpan las separatas cuando cometo el error de detener mi lectura para tomar agua.
Mañana es el día, y yo no he
redactado una página del trabajo. Entonces me armo de valor, abandono la cama y cojo las separatas que
todo el tiempo estuvieron frente a mí. Subo las pesadas escaleras y retorno a
la sala de estudio. Me entero por quinta vez que no hay una sola definición de
la comunicación, que los investigadores son expertos proponiendo nuevas
definiciones y que en un futuro habrán muchas más. Yo me entristezco un poco,
pero ya veo una biografía de García Lorca que descansa sobre mi escritorio. A
su lado encuentro los poemas de Oscar Wilde y las Obras Completas de
Valdelomar. Yo abandono por un momento a la comunicación y me pongo a
reflexionar sobre estos tres interesantísimos personajes.
— ¡El trabajo! —
parece decirme la habitación cuando llega la noche y tengo que incorporarme
para encender la luz.
Vuelvo a la silla absolutamente
convencido de terminar el trabajo. Pero a medida que reviso las separatas un
profundo desaliento se va llevando mis energías. Qué parquedad, qué dejadez,
qué innoble es esta lectura que tengo al frente. Yo me pregunto cómo alguien
puede escribir cosas como: “repensar las posibles articulaciones de la
investigación comunicativa latinoamericana”, “la comunicación no es una
ciencia, ni una disciplina”, “la otredad constituyente”. Entonces es que yo,
para no apenarme más, tiro las separatas por el tragaluz. Y ya cojo los
sabrosos poemas de Shakespeare que no han dejado de mirarme desde que entré a
la habitación.
— ¡El trabajo! —Me
gritan las separatas desde el fondo del tragaluz, y yo al fin me prometo no hacer este
trabajo ni ningún otro.
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