De repente me irrito
y enfrento a las musas con un argumento demoledor: "Esta vida, este
sueño, este ideal inalcanzable no es más que una miseria". Ellas me
miran sonrientes y con un gesto piadoso me acarician la frente. Me
secan el sudor de tantas generaciones y me regalan un beso sobre mi
testa limpia. “Pobre hombre”, dicen. “Apenas ha comenzado a
entender y ya cree haber descubierto”. “Pero se ve tan tierno…”.
Las princesas me animan y continúo con mis razonamientos. Pero es tan doloroso pensar. Las ideas salen estrellándose contra mi cuerpo y al final de un pensamiento yo termino tan exhausto que tengo que cogerme fuerte de la baranda para no caer. Las princesas me miran desconsoladas. Yo renuevo mis fuerzas con sus miradas y logro incorporarme antes de que las musas me descubran y me despellejen por haber profanado los conocimientos hace siglos olvidados.
“Caramelos ponzoñosos, yo no les temo. Yo estoy al tanto de sus métodos y preparado para cualquier argucia que intenten. Sé que durante un tiempo he sido el hospedero de los nueve monstruos de Apolo”.
Arremeto contra ellas. Las alerto, tiro la vajilla al piso, y las preocupadas princesas miran a través de los visillos de la ventana, y al fin suelto el mensaje: "Esta vida, se vive o se entiende, y yo estoy cansado de escribir sobre mi vida en estas cuatro paredes". Entonces cojo mi abrigo, desciendo las escaleras y salgo de la casa solo para ver a mis princesas más enamoradas que nunca, reclamando mi presencia.
Las musas huyen de la casa y buscan desesperadamente el recinto de algún otro descorazonado poeta.
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