Son
las nueve de la noche. Está a punto de terminar mi primer día en
Ayacucho. Afuera, caen aguaceros que se extinguen después de unos minutos; hay relámpagos viniendo desde las montañas, y dicen las gentes de aquí que es lo normal.
Pero dentro de casa se está bien, es cálido y tibio, y a pesar de
que este quinto piso ha permanecido deshabitado durante mucho, no se ha
acumulado el polvo sobre los muebles. Por todo esto, hemos decidido no salir esta noche,
aun cuando las luces de la ciudad titilen a través de las ventanas.
Huamanga
es grande. Es la más grande de todas las ciudades que he visitado, y el cielo se encuentra terriblemente
cerca de la ciudad. Este cielo tan pegado a la tierra da la impresión
de estrechez, y uno piensa que todo aquí se encuentra a unos pasos.
Si a esto le sumamos las muchas personas, las calles angostas, lo abundante de carros y motos, el clima inestable, tenemos una ciudad
entretenida y caótica.
Las
personas de vida apresurada se sentirán aquí a su gusto, y esa es la principal razón de que nosotros hayamos decidido permanecer esta noche en casa.
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