lunes, 17 de febrero de 2014

Larra


¿Que mis ideas no son propias?, ¿que este párrafo ha despertado el relente de otro visto en el pasado? ¿que muchas dudas me genera este otro? Ya no podemos seguir callando. Y es que nosotros rara vez vemos con claridad, rara vez atinamos a penetrar en lo oscuro de la civilización, de los hombres y, todavía menos, del futuro. ¿De dónde provienen pues nuestras ideas? Ya es preciso confesarlo: provienen de Azorín, de Faulkner, de Hermingway, de Ribeyro, pero sobretodo, de Larra.

Trocar nuestras ideas por otras mejores, como las de Larra, nos parece un negocio justo por donde se mire. ¿Acaso se preguntarán quién es este Larra al que hemos venido leyendo sin saberlo? Larra fue, y esta descripción vale por todas sus obras, el hombre que murió de amor.

Mariano José de Larra, madrileño, fue lo que hace varios años se conocía como escritor de costumbres, alguien que narraba las peripecias, las vicisitudes y el día a día de los pueblos. Harto difícil es hablar de los pueblos, siendo como son de mentirosos, disolutos y cizañeros. Pero también porque el pueblo no gusta de oír sus defectos, y porque es una condición rara de las personas el pensar que sus defectos esconden virtudes inusuales o son virtudes en potencia.

Y sin embargo Larra supo hacerse con el cariño de los españoles de su tiempo, y con la admiración de los hombres venideros. Es extraño que las personas se encariñen con quien les recuerda lo haraganes, desapasionados y malagradecidos que son; cosa semejante no se ha visto nunca por estos lares. 

Pero dijimos, y no nos engañamos, que Larra fue el hombre que murió de amor. Por culpa del amor, si somos detallistas, y en efecto lo somos. Porque cosa segura de todo buen hombre es su deseo de vivir; y Larra, aunque de forma resignada, quería vivir, quería vivir junto a su pueblo; pero sucumbió al ser alcanzado por el rayo fulminante del amor: «Y que sé yo los muchos nombres que me quedarán por tomar en los muchos años que, Dios mediante, tengo el propósito de vivir en este bajo suelo».

¿Dónde radica el deseo de vivir, la esperanza en un mañana mejor y más amigo? ¿Acaso en la alegría?, ¿acaso en el abandono, en la euforia? Nosotros creemos que estas son ocupaciones pasajeras para posar la mirada en otro lado, lejos de los problemas y del mundo, que a veces son una misma cosa, «porque solo un Dios y un Dios todopoderoso podía hacer amar una cosa como la vida», como pensaba Larra, y porque «suponte por un momento, aunque te cause pena hasta el figurártelo, que eres español. No te aflijas, que esto no es más que una suposición».

Ese era Larra, el hombre que murió de amor. Murió a los veintiocho años, como si el jardinero celestial reservara para sí la mejor de las flores, mientras aún se conserva joven y hermosa. Y nosotros, de una vez lo advertimos, continuaremos repitiendo sus ideas. Ya que Larra no está aquí, alguien tienen que seguir su legado, y por el momento yo siento —y siento profundamente, penosamente— el que tengan que conformarse conmigo.

«Ha muerto el joven, noble y generoso, y ha muerto creyendo: la suerte ha sido injusta con nosotros, los que le hemos perdido, con nosotros, cruel; con él misericordiosa».

«En la vida le esperaba el desengaño, ¡la fortuna le ha ofrecido antes la muerte! Eso es morir viviendo todavía, pero, ¡ay de los que le lloran, que entre ellos hay muchos a quienes no es dado elegir, y, que entre la muerte y el desengaño tienen antes que pasar por éste que por aquélla, que esos viven muertos y le envidian!».

¿Que cómo murió, al fin, Mariano José de Larra? Yo lo diría en este momento, de buen agrado lo diría; pero hay cosas que, al menos por mis manos, no pueden ser escritas.

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