—No, no tengo razones…
—¿Y el abandono?
—Ahhh… el abandono…
Por
regla general son tácitos los parques; pues yo tengo que decir que nunca ha
habido parque más tácito que este. Es todo silencio, como un niño dormido; pero
él dice que percibe y escucha, y aclara que si alguna vez dudas de su
contestación y la confundes con el espantoso silencio, prestes atención al
sordo rumor de los insectos, de las aves, de las plantas y el follaje, que él
habla a través de la Naturaleza como la ciudad a través de sus habitantes.
—¿Está usted muy solo? —le pregunto.
—No…solo no. Las personas creen a veces estar solas,
y sin embargo no lo están. ¿Acaso un animal está solo? ¿Acaso un árbol, por más
aislado que se encuentre, admitiría estar solo? Los árboles son orgullosos,
sabe. Yo conozco los secretos y las virtudes de la Naturaleza, y puede confiar en mí.
—¡Ajá! ¡Al fin ha hablado!
—Ahhh…la soledad. Debe ser algo difícil… estar solo.
—¡Es usted incorregible!
—Ahhh…
—Pero ¿por qué se niega usted a hablarme?
—Yo no me niego a nada, en razón de que…
sencillamente… no puedo negarme. Los pastos salvajes, la vieja sabana, la selva
antigua y milenaria, los bosques, la lejana puna y los fértiles prados, ellos sí pueden
negarse. Pero yo no, porque soy un parque. Nací de las manos del hombre; él le
puso un cerco a mis límites; él abonó mis tierras; él me regó allí cuando la
lluvia se ausentó por largo tiempo; él me enseñó a temer la oscuridad y a
dormir bajo la lumbre de los postes; él me corrigió cuando hice mal, y me
cercenó y me educó, y yo no puedo negarle a él nada.
—¡Ajá! ¡Ha usted hablado nuevamente!
—Yo no puedo negarme… yo siento… yo siento no poder
negarme.
Vaya
si es contradictorio este parque. Su voz viene de todas partes, de las copas de
los árboles y del follaje del suelo; habla a través del viento y de los
animales. Te mira desde todos los rincones; si eres asustadizo, incluso podría
llegar a intimidarte. Lo mejor es mostrarle
el puño desde el inicio, desafiarlo; entonces adquiere una actitud sumisa,
ablanda sus hojas y te ofrece una buena superficie para descansar. Está
acostumbrado a temer a la autoridad y a temer del castigo; a mí me recuerda a
ciertas mujeres…
—Entonces, si mañana un tribunal conformado por
personas decidiera tu muerte, ¿usted aceptaría?
—Claro que no... Mire, usted, en ese sentido, se rige
bajo las mismas reglas que yo: viene al mundo para felicidad de sus padres;
pero ellos no le otorgan un fin, no le dan un motivo, no le trazan un camino a
seguir ni le enseñan nada verdaderamente importante. Ahora, figúrese que usted,
con mucho esfuerzo y un gran número de sufrimientos, consigue construirse todo
aquello que no le dieron, simplemente porque no podían dárselo. Luego,
¿aceptaría usted que venga alguien a querer llevárselo? Yo supongo que no, solo
Dios y la Muerte han de acabar con los sueños de uno.
—Pero ¿cómo se defendería?, ¿qué podría usar contra
los dientes de la poderosa máquina, el filo del acero, la ira de los hombres?
—Ciertamente, nada puedo. Si es así como usted dice,
yo como unidad dejaré de existir, pero no como entidad. Yo viviré adonde quiera
que vuelen mis aves, que renazcan mis semillas, que la Brisa Suprema restalle
mi aliento, en donde renazca la tierra por mí fecundada, donde las piedras de
mi suelo formen nuevos caminos, donde mis minerales sirvan para grandes
obras.
—Ahora está hablando bastante.
—¡Así es! Yo… yo… usted preguntó y yo le he
respondido.
—Sí, sí, con calma.
La
luz penetra por unas cuantas zonas del abundante follaje. Pareciera que los
árboles escogieran a quien brindar la luz y a quien sumir en las tinieblas.
Ahora me bendice con la luz, pero es una luz tenue, pesada, paliada por un vaho
proveniente de los altos nemorosos. El parque me ha dejado hablar y me ha
hablado, pero ¿confiará realmente en mí?, ¿me estará diciendo todo? No tiene
ningún motivo para hacerlo, y sin embargo, yo no puedo irme sin antes hacer la
pregunta, sin arrancarle algún secreto, sin penetrar en lo más hondo de algún
sublime misterio.
—¿Cómo explicar, señor, el abandono?
—Ah… el abandono. Yo no sé… son tan difíciles los
hombres.
— Son misteriosos, en general, todos los seres
vivientes. Cada voz, cada graznido, cada rugido, cada balido, es como si
guardaran un malestar, un sufrimiento, una tragedia. ¡Sí! ¡Una tragedia! Una
vieja y olvidada tragedia.
—¿Una tragedia? —y
el parque en su candidez, parece esforzarse en recordar, parece escarbar en lo
más profundo de su memoria, que debe ser vasta, quizás milenaria.
—Sí, una tragedia de la civilización, de la materia,
de las cosas; usted que es más viejo, más sabio, más generoso y más humilde,
¿no puede decirme algo?
—Una tragedia… Sí, ya recuerdo. Hubo un hombre, el
primero de todos. Un hombre que cayó del cielo, que no era hombre, pero que fue
el más hombre de todos. Él vino, exploró, contempló, conoció. Antes de él no
sabíamos nada; no sabíamos por qué estábamos aquí, no hablábamos siquiera.
Entonces el hombre, una vez que hubo recorrido todos los lugares de la Tierra,
volvió al lugar donde había caído y exclamó: “¡Qué bello es todo esto!”. Y
nosotros empezamos a comprender… que éramos bellos, y nos dimos a la
conversación y al halago. También a la procreación… para saber si realmente éramos
bellos y si éramos capaces de crear cosas aun más bellas, y yo creo que lo
conseguimos, no sé. Entonces el hombre dio otra vuelta a la Tierra. Todos nos
emocionamos por saber qué diría esta vez, y cuando regresó estaba bastante
contento y dijo: “¡Qué bello es todo esto!”, y luego agregó: “¡Y lo mejor es
que guarda un secreto!”. Luego desapareció y nunca más se le volvió a ver.
Entonces nosotros quisimos saber a qué se refería y toleramos e incluso
fomentamos el tránsito de los hombres; para que algún día pudieran realizar
la labor de ese único hombre y decirnos qué fue lo que vio, cuál era ese secreto.
Algunos de nosotros todavía esperamos ese día; otros creen que ya
todo está perdido, y hay unos que simplemente eligieron olvidarlo.
Un largo silencio se hizo entre nosotros, y creo que el parque
comprendió que debía haber confinado al olvido esas palabras, que hay historias
que jamás deben ser dichas, y si es posible, deben arrancarse de la mente de
quienes las poseen porque ya hace tiempo dejamos de ser dignos…
—¡La vanidad! —exclamé
yo— ¡Somos la vanidad de la
Naturaleza!
Y
esta vez el parque calló.
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