Te decía que si tan solo insinuabas débilmente que eras de esa
forma, cerraba el cuaderno y me largaba. Te habría considerado
molesta y presumida. Aunque ninguna mujer debe ser calificada jamás
con esos términos. Por eso me disculpo y aclaro que no dije que lo
eras, sino que lo hubieses sido.
Entonces, como no dijiste nada, te fui conociendo y comenzé a creer
que era verdad. Y tuve que alejarme por un tiempo. Era la única
manera de comprobar mi teoría. Pero esa es otra cosa que nunca se
debe hacer con una mujer. Ellas no han heredado la capacidad de
retraerse a un plano inmaterial. Por eso el mundo sigue de pie y
las ciudades funcionan.
Ya que seguías sin decirlo pero con cada acto lo demostrabas,
estuvo a punto de quedarme claro. No era necesario más. Con eso
bastaba. Estar seguro es una estupidez. Solo los imbéciles están
seguros de algo. Eso, si eres hombre. Porque las mujeres están
hechas de seguridades, lo que las hace verse muy bellas.
Solo faltaba preguntárselo. No directamente, claro. Nadie aceptaría
algo así. No sería su culpa, el mundo está lleno de prejuicios.
Había que hacer dos, tres preguntas que lo confirmaran y nada más.
No me podía dejar llevar. Tenía que recordar lo mucho que les gusta
ser interrogadas. Eso prueba que hay que confiar en ellas.
Finalmente, me convencí. El mito era real. Tan de verdad que lo
tenía frente a mí. Lo afirmaba con la voz débil y los ojos atentos
del que está siendo sincero: ella era capaz de vivir sin un hombre
al lado. No me necesitaba. No necesitaba a nadie en realidad. Lo cual
era genial porque demostraba que el mundo no está acabado. Había
gente que podía pensar por su cuenta, actuar por su cuenta y amar a
quien se le dé la maldita gana. O no amar, en este caso. Ella me
devolvió la esperanza en el género humano.
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