Habían
cuarenta y siete estrellas, aunque nadie lo creía. Si te hubiesen
corregido: “Hay treinta y cinco, yo también las he contado”, o al
menos dicho lo que sentían: “Yo creo que hay más”, “Me parece
que no hay tantas”; eso hubiera estado bien. Pero no, nadie
preguntaba: “¿Cómo puede haber ese número de estrellas?”, pero lo que sí decían: “¿Cuarenta y siete? Sí, seguro”, que era la peor
de las respuestas. Y es que el tiempo ya no se emplea en contar
estrellas, en conocerlas o en formar constelaciones con ellas. Hoy en
día se hace un mejor uso del tiempo. Y nadie ha visto visto jamás
una constelación de estrellas.
Ninguno tiene la culpa. Sabes que si las contaste repetidas veces en tu balcón para
estar seguro de cuántas eran y descubriste que, en esta ciudad, las
estrellas solo aparecen en el verano, fue porque tenías alguien con
quien conversar y no te sentías solo. Y así era agradable primero
pactar y luego salir a la hora indicada y mirar las estrellas
mientras esperabas, sin ansiedad, sin apuro, porque una señorita debe llegar siempre tarde a sus citas. Y también descubriste que la única
manera de contar estrellas es fijar la mirada en un sector del cielo,
y después en otro, y así hasta completarlo, porque hay
estrellas que no se muestran a primera vista, que se encienden y
apagan de un momento a otro.
Hay otras maneras de observar estrellas, a veces incluso muchísimas más; pero esas estrellas ya no cuentan, porque su aparición es artificial y condicionada, y de
ninguna manera podrían por ejemplo guiar a un viajero en la noche:
por lo que concluimos que desde nuestro balcón se pueden apreciar
cuarenta y siete estrellas durante el verano; concluimos también
que no es el mismo número para todos los rincones de la tierra, y por último, que nos encantaría encontrar
a alguien interesado en discrepar con nosotros.
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