Soy un extraño en mi casa. Solo vengo los días en que, por lo general, estoy
borracho, aburrido o muy cansado. Es decir, cuando necesito
reponerme. La vida está afuera, no en casa. Ella se compone de una
serie de habitaciones que solo visito si realmente hace falta. De lo
contrario, duermo, leo, escribo vanidades o converso con la máquina. Me agradan esos pasatiempos.
Me molesta el movimiento en las otras
habitaciones. Detesto escuchar a mis hermanos pelear y tener que
intervenir. También detesto oír las quejas de mi mamá e ir a
ayudarla. Nada de eso me produce placer. Los mejores momentos del día
son muy de noche o bien temprano, cuando todos duermen y el silencio
es estimulante. La casa sola da miedo, pero una cosa es el temor y
otra la incomodidad. El miedo es peor y sin embargo, nadie elegiría estar incómodo. Me parece razonable.
Además de mi
habitación, tengo un cuarto en el último piso. Me gusta porque los ruidos no llegan a ese lugar. Aquí veo videos, como, reviso mis textos y a veces duermo
sobre el escritorio.
Hay ocasiones en las que pienso que
los demás solo son necesarios en la medida en que son útiles. El amor y todo sentimiento de afinidad son una manera de
resarcir ese egoísmo natural que nos apremia. Para vivir
tranquilos con nosotros mismos, para eludir la conciencia. También
para hacer que la especie sobreviva. Si todos fuésemos egoístas,
nos devoraríamos unos a otros.
Hay otras ocasiones en la que me siento un estúpido
por pensar en estas cosas y salgo en busca de mis amigos. Vuelvo
a los dos o tres días, cuando me siento débil nuevamente.
Mi madre es genial
y sabe de lo que hablo. No me busca ni me retiene si yo no lo hago.
Reconoce mis estados de ánimo. Que me vaya no quiere decir que no la
ame, que me aleje no quiero decir que no la extrañe. Que funcione
para todos no quiere decir que funcione conmigo. Mi casa es el mejor
lugar y a la vez el más extraño. Como un sitio a donde te gusta
ir pero solo puedes visitar de vez en cuando.
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